– Pero…
– No hay que ser un eminente psicólogo para saber que el niño ha sufrido. Es casi imposible hacerlo reaccionar. Lara sabía que eso estaba pasando. En la carta parece asustada; no por ella sino por el niño. Me pide que la ayude y lo deja mi cargo.
– Pero…
– Yo soy todo lo que tiene. No puedo darle un corona, pero puedo cuidar de él y eso es lo que pienso hacer -lo interrumpió Tammy, levantándose-. Lo siento, Marc. Me gustaría ayudarle, peí no puedo.
Marc también se levantó. La expresión de el era implacable, decidida.
Nunca había conocido a una mujer así. No llevaba maquillaje, no iba arreglada, sus vaqueros eran viejos… y él sentía el absurdo deseo de tocar su pelo, que caía libremente por su espalda.
Imposible.
Aquello era imposible.
– Creo que hemos llegado a un impasse -estaba diciendo Tammy-. Y creo que lo mejor es que se vaya.
– Hay otra salida, señorita Dexter.
– ¿Cuál?
Marc lo pensó un momento. Le parecía la única solución.
– Puede usted venir a Broitenburg.
AFORTUNADAMENTE, no estaba comiendo o se habría atragantado. -¿Por qué iba a ir yo a Broitenburg?
Marc sonrió.
Otra vez. Esa sonrisa… pero tenía que concentrarse. Lo que decía era una estupidez.
– ¿Por qué no?
– Porque no quiero -contestó Tammy.
– ¿Ha estado en Broitenburg alguna vez?
– No. Ni siquiera sé dónde está…
– Pues es un país precioso, lleno de montañas, ríos, castillos… A los turistas les encanta y a usted también le encantaría.
– No lo creo.
– ¿Cómo lo sabe si no ha estado nunca allí?
– Vivo en Australia -contestó Tammy-. Mi carrera está aquí.
– Cuando nos conocimos pensó que iba a ofrecerle un trabajo.
– Pero no lo habría aceptado.
– ¿Tiene muchas ofertas?
– Soy arboricultora. Y muy cualificada.
– ¿A pesar de haber dejado el colegio a los quince años? -preguntó Marc.56
– ¿Cómo lo sabe?
– Usted misma me lo dijo. Además, esta mañana he recibido una llamada del hombre al que contraté para buscarla. Sé muchas cosas sobre usted, señorita Dexter.
– ¿Ah, sí? ¿Qué sabe?
– Que es una de las mejores arboricultoras del país. Que ha hecho cursos universitarios por correspondencia. Incluso ha trabajado en Europa.
– Yo…
– En los jardines más famosos de Francia e Inglaterra. Y ha trabajado con el mejor: Lance Hilliard. Después de eso, podría pedir el dinero que quisiera, trabajar donde quisiera… pero volvió a Australia. ¿Por qué?
– Porque me encanta mi país.
– ¿Por qué enterrarse entre árboles?
– No me gusta la gente.
– Eso ya lo veo. Pero yo puedo ofrecerle toda la soledad que quiera. Y trabajo. Podría trabajar en el palacio real…
– ¿El palacio?
– El palacio de Broitenburg está situado en una finca inmensa, llena de árboles. Es precioso. Al jardinero jefe le encantaría tenerla como compañera.
Ella sacudió la cabeza, incrédula. La situación era absurda.
– Es absurdo.
– ¿Por qué?
– Porque pienso quedarme aquí. Me quedo con Henry.
– No puede llevarse a Henry con usted cuando vaya a trabajar, ¿no? ¿Qué piensa hacer, colocarle un arnés diminuto y colgarlo a veinte metros del suelo?
– Me tomaré un tiempo de descanso.
– ¿Cuánto, veinticinco años?
– Puedo trabajar en algún jardín botánico.
– ¿Y llevar a Henry a una guardería? ¿No sería mejor que usted misma lo cuidase en Broitenburg? Piénselo.
Antes de que Tammy pudiera contestar, Marc apretó su mano.
– El palacio real de Broitenburg es un sitio maravilloso. Con gastos pagados, además. Podríamos buscar a una buena niñera que la ayudase con Henry y usted pasaría con él todo el tiempo que quisiera. Podría no hacer nada en todo el día…
– ¡No!
– O podría trabajar en los jardines del palacio. Le pagaría el doble de lo que le pagan aquí.
Tammy lo miraba como si se hubiera vuelto loco.
– ¿Quiere decir que viviría en un palacio de verdad?
– Sí.
– Eso es una locura.
Había visto palacios y castillos en Europa y le parecían preciosos, pero vivir en uno de ellos… esa vida no iba con ella. Cuando miró sus manos casi se sobresaltó. Eran unas manos de mujer trabajadora, llenas de callos y magulladuras.
Marc siguió la dirección de su mirada y después, sin pensarlo, besó su mano. Tammy contuvo el aliento. Era como si la estuvieran transportando a un país de maravillas.
– Podría pasarlo muy bien -dijo Marc.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– El tiempo que usted quiera. Para siempre, si lo desea. Desde luego, hasta que Henry cumpla veinticinco años.
– ¿Y si cambio de opinión? Una vez que Henry esté en Broitenburg no podría llevármelo de allí.
Marc lo pensó un momento.
– Haremos un trato.
– ¿Qué tipo de trato? -le espetó Tammy, apartando la mano. La estaba poniendo demasiado nerviosa.
– Le compraré un billete de ida y vuelta. Primera clase. Si no es feliz en Broitenburg puede volver a Australia cuando quiera.
¿Si no era feliz? Eso tenía gracia.
– Allí habrá leyes diferentes. Tendrá a Henry donde usted quería…
– Puedo asegurarle que cumpliré el trato. ¿No confía en mi palabra?
– No -contestó ella.
– Supongo que, en sus circunstancias, yo tampoco confiaría -suspiró Marc, sacando la cartera-. Esta es la tarjeta de Paule Taróme, el presidente de la Audiencia Nacional de Broitenburg. Ésta es de Ángela Jefferson, una abogada australiana experta en derecho internacional. Le diré a Paule que redacte un documento en el que diga que tendrá usted derecho a sacar a Henry del país cuando desee. Ángela será testigo de ese acuerdo. ¿De ese modo aceptaría ir a Broitenburgo
Tammy se lo pensó. Seguía sin confiar en él. No debía hacerlo. Aunque sintiera cosquillas en el estómago cada vez que sonreía.
– Broitenburg depende de su decisión. La necesitamos, señorita Dexter. Yo la necesito y Henry la necesita.
Henry. Broitenburg.
Aquel hombre.
Su vida estaba a punto de cambiar de una forma radical. Tenía un niño.
Y Henry tenía una herencia. Si aceptaba…
– Muy bien -dijo por fin-. Iré a Broitenburg.
Marc dejó escapar un suspiro de alivio.
– No lo lamentará.
– Ya veremos.
– No lo lamentará -insistió él-. Se lo prometo. Pero ahora tengo que hacer un par de llamadas.
A Tammy le habría gustado seguir así, tan cerca, mirándose. Lo cual era ridículo.
– Buenas noches -se despidió Marc.
– Buenas noches.
– Todo va a salir bien, se lo aseguro.
– Eso espero.
Luego hubo un silencio. ¿Por qué no se marchaba? ¿Por qué seguía ahí, mirándola con aquella expresión?
Cortada, Tammy se miró los pies desnudos.
Y entonces, antes de que pudiera hacer nada, Marc se acercó, la tomó por los hombros y la besó en los labios.
Con ese beso quería sellar el acuerdo. Eso fue lo que se dijo a sí misma.60
Sus labios eran firmes, pero no exigían respuesta. No estaba pidiéndole nada, pero… si sólo era una afirmación del futuro, ¿por qué sentía cosquillas por todo el cuerpo? ¿Por qué hubiera querido enredar los brazos alrededor de su cuello?
Quizá porque el beso duraba mucho, pensó, incrédula. Duraba mucho más de lo que debería durar un beso en el que uno sella un acuerdo con otra persona. ¿Por qué apretaba sus hombros con tanta fuerza? ¿Por qué la besaba con tal pasión?
Tammy estaba rígida, aunque hubiera querido contestar. Tanto que… no pudo evitarlo. Aunque fuera absurdo y peligroso, estaba deseando abrir los labios para recibir la caricia, estaba deseando buscar seguridad en aquel hombre que había puesto su mundo patas arriba.
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