– ¿Entonces por qué…?
– ¿Por qué se casó con él? -terminó Marc la frase, señalando el cheque hecho pedazos-. Lara nunca habría hecho eso. Cuando se casó con Jean Paul pensó que había ganado un trofeo. Ser princesa tiene un precio, señorita Dexter.
Marc seguía sujetando su mano y Tammy respiraba con dificultad. Seguramente no se daba cuenta de su fuerza, pero la sujetaba como si pudiera contener a tres como ella.
– Suélteme -dijo, con los dientes apretados.
– ¿Va a pegarme otra vez?
– Probablemente.
– Entonces no debería soltarla.
– Pero podría marcharse. Eso resolvería todos nuestros problemas.
– No resolvería nada -contestó Marc.
Estaban tan cerca que podía sentir su aliento en el pelo. Tammy miraba hacia delante, hacia el cuello de la camisa. Su pecho estaba bronceado…
Y su cuerpo reaccionó de una forma absurda. Tenía que concentrarse en Henry, pensó. Y, sin embargo, aquel hombre tenía la habilidad de hacerla pensar en cosas que…
Henry. Debía pensar en Henry.
– ¿Qué decía su hermana en la carta?
– No tengo por qué decírselo.
– No puedo contestar a sus acusaciones a menos que me diga cuáles son. Y ha llegado la hora de la verdad. ¿No le parece?
– Yo…
En ese momento llamaron a la puerta.
– ¿Está esperando a alguien?
– ¿Necesita ayuda, señorita? -oyeron una voz masculina-. Hay un aviso en recepción para que pasemos por aquí.
Genial. La seguridad del hotel. Justo lo que necesitaba. Tammy miró a Marc con expresión de triunfo y se dirigió a la puerta.
– ¿Señorita Dexter?
– Sí, soy yo.
– ¿Ese hombre está molestándola?
Debería decirles que sí. Debería hacer que se lo llevaran y cerrar de un portazo. Y relacionarse con él sólo a través de abogados.
– Tenemos que hablar -dijo Marc, sin poder disimular su irritación.
– ¿Por qué?
– Porque usted y yo somos la única familia que tiene Henry. Porque, piense lo que piense de mí, el niño me importa. Porque tengo muchas responsabilidades, señorita Dexter. Y porque Henry tiene una herencia de la que ocuparse.
– Henry se queda conmigo -insistió Tammy.
– ¿Podemos llamar a una niñera y hablar durante la cena?
– No.
– ¿Quiere que nos lo llevemos, señorita? -preguntó uno de los guardias de seguridad.
Tammy vaciló. Tenía que preguntarle tantas cosas… Henry era un ciudadano australiano, de modo que no podía sacarlo del país. Además, si hubiera querido hacerlo de forma ilegal no se habría molestado en buscarla.
No. Aquél era un hombre de estado y quería hacer las cosas bien.
– Cenaremos juntos.
– Reservaré una mesa…
– No, yo organizaré la cena. Y cenaremos aquí, donde pueda vigilar a Henry -lo interrumpió Tammy, antes de volverse hacia los guardias de seguridad-. No pasa nada. Su Alteza tiene mucho temperamento, pero está intentando adaptarse a la sociedad civilizada. Están ustedes de servicio por si acaso, ¿no?
Oyó una maldición tras ella, pero le daba igual. Se lo merecía.
– Si ocurre algo puede llamar a recepción, señorita -dijo uno de los guardias-. Subiremos enseguida.
Pero no hablaban con Tammy. Hablaban directamente con Marc y, por su actitud, parecían decirle que lo sacarían de allí a patadas si no se comportaba
GENIAL. -¿Genial? -¿Sabe lo que ha hecho? Esa gente sabe quién soy.
– Me da igual.
– Pues a mí no.
– ¿Había reporteros en el pasillo? -replicó ella. Se miraban a los ojos como dos contrincantes en un ring-. Broitenburg es un país diminuto y usted un príncipe de pacotilla, Alteza.
«Un príncipe de pacotilla». Lo había llamado príncipe de pacotilla.
Tammy se volvió para mirar a Henry. Evidentemente, el niño estaba acostumbrado a dormir con ruido porque no se había despertado. Pero al ver que estornudaba lo tapó con una mantita.
Henry era el más importante. Henry. No un príncipe acostumbrado a darse aires.
– ¿Va a contarme lo que decía esa carta?
– Quizá.
– Sé que está enfadada. Yo también lo estoy -dijo Marc entonces, suspirando-. Vamos a pedir algo de cena.
– ¿Aquí?
– Por supuesto. Lo ha dejado usted muy claro, ¿no? Si pongo alguna objeción, los guardias de seguridad vendrán a sacarme de aquí y eso crearía un incidente internacional. Así que estoy en sus manos, señorita Dexter.
– ¿Por qué no confío en esa sonrisa? -preguntó ella.
– Puede confiar en mí, se lo aseguro.
Tammy se puso colorada. Y aquella vez no era de rabia, sino por su forma de mirarla.
¿Podía confiar en él?, se preguntó.
– Muy bien. Pida la cena. Pero nada de ancas de rana para mí.
– Ni filete de canguro -sonrió Marc.
– De acuerdo.
– Por fin tenemos consenso.
Tenían consenso para cenar, pero cuando se sentaron a la mesa se miraban como si cualquiera de los dos estuviera a punto de sacar una pistola.
Tammy miró su plato: langosta y ensalada. Justo la combinación que más le apetecía en aquel momento. Al menos podía decir algo bueno de Su Alteza: tenía buen gusto.
Marc sirvió el vino y ella lo miró, desconfiada.
– El vino no contiene veneno, señorita Dexter. Y no intento emborracharla.
– No estaría yo tan segura.
Marc cerró los ojos un momento, desesperado.
– ¿Qué decía esa carta?
– Pensé que ya lo sabría.
– Sé muy poco. No tenía mucha relación con mi primo. Nuestras familias no se llevaban bien.
– ¿Cómo puede ser usted príncipe regente si sus familias no se llevaban bien?
– Yo no esperaba heredar la corona. Jean Paul tenía un hermano mayor, Franz, que murió en un accidente de tráfico hace cinco años. Tras la muerte de Franz, Jean Paul se convirtió en el príncipe. Con dos primos por delante de mí, nunca imaginé que yo heredaría la corona de Broitenburg. Y no la quiero.
– ¿No la quiere?
– No.
– ¿Por qué?
– Porque no. Pero no me ha quedado más remedio. Sólo estoy yo… y Henry. ¿Qué decía la carta?
Tammy tomó un sorbo de vino, que estaba delicioso, y lo pensó un momento. La carta era personal, pero quizá ya no era momento de guardar secretos.
– Mi hermana parecía… desesperada en la carta. Me pedía perdón por no haberme dicho que se había casado y que tenía un hijo. Dice también que mi madre arregló su encuentro con Jean Paul y, por supuesto, la boda. Eso me lo creo.
– Yo también -suspiró Marc-. No me gusta decirlo, pero su hermana parecía… una persona un poco débil de carácter. Sólo la vi una vez, en la boda. Era una princesa de cuento de hadas, pero una persona débil.
– Lara siempre hizo lo que mi madre quería. Al contrario que yo. Cuando se hizo mayor se convirtió en una mujer bellísima y, por lo tanto, muy valiosa. Mi madre la enseñó a usar a los hombres.
– ¿Y Jean Paul le pareció apropiado?
– ¿Cómo no? Mi madre solía llamar a Lara «mi princesa» -suspiró Tammy-. Mi padre tenía un título nobiliario y mucho dinero, por eso Isobelle se quedó embarazada de mí. Pero después de nacer yo mi padre se negó a casarse con ella. Para mi madre fue un embarazo absurdo. Quizá eso explica que me odie tanto.
– ¿La odia?
– Isobelle se ha casado cuatro veces. Lara fue otro embarazo «arreglado» para cazar a un hombre. Y esa vez tuvo éxito. El matrimonio duró dieciocho meses.
– ¿Lara era como ella?
– Mi hermana conseguía su afecto a través de la obediencia. O hacíamos lo que mi madre quería o no había afecto en absoluto.
Marc la observó, en silencio. Podía entender la amargura que había tras aquellas palabras. Pero no comentó nada.
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