– No lo sé. Pero si usted puede hacer algo…
Sí, ya. ¿Qué podía hacer ella? Lo único que tenía claro era que si Marc se iba de palacio para hacer lo que le daba la gana, ella también podía hacerlo.
De modo que bajó al jardín y buscó al jardinero jefe. Otto era mayor que Dominic y apenas hablaba su idioma, pero compartían el mismo amor por las plantas. Por lo visto, llevaba años intentando remodelar el jardín y el bosque que rodeaba el palacio, pero nadie le daba órdenes precisas. Cuando le mostró los planos de lo que quería hacer, Tammy se quedó boquiabierta.
– Es asombroso -sonrió, admirando una avenida flanqueada por perales de Manchuria-. Una maravilla.
– Si Su Alteza lo permitiera…
– Claro que lo permitirá. Tiene que hacerlo.
– ¿Qué es lo que debe permitir Su Alteza? -oyeron una voz tras ellos.
Marc acababa de aparecer entre los árboles y parecía muy serio.
Pero Tammy no pensaba dejarse intimidar.
– ¿Has visto estos planos? Son increíbles.
Pero el jardinero estaba guardando los papeles, nervioso.
– Otto quiere hacer muchas cosas -insistió Tammy-. Y no sé por qué no se lo han permitido antes. Mira esta colina. La mayoría de los árboles sufrieron algún desperfecto después de una gran tormenta hace años… pero nadie le ha dado permiso para replantarlos y la erosión empieza a ser un problema. Sería un crimen dejar que el terreno se echara a perder.
– ¿Un crimen?
– Sí. Y no es un problema de dinero. Otto tiene semillas suficientes para plantar un bosque entero. Sólo tenemos que decirle que sí.
– ¿Tenemos?
Tammy se puso colorada.
– Bueno, tú. Pero yo lo ayudaré, claro. En cuanto esté instalada del todo…
– ¿Vas a quedarte en palacio?
– Yo no. Tú te quedarás en palacio.
– Esto parece una discusión de niños -replicó Marc, irritado-. Yo me quedo, tú te quedas…
– Pues deja de portarte como un niño.
– ¿Cómo dices?
– Dejar tus responsabilidades en manos de una chica inexperta…
– ¿Una chica inexperta? No creo que lo fueras ni cuando tenías tres años -la interrumpió él-. ¿Qué te parece, Otto? Fantastique, eh
– Oui -contestó el jardinero-. Et belle, tres belle.
– Eso es verdad. Desde luego que sí-sonrió Marc.
– Sí, guapísima. Despeinada, con los vaqueros manchados de hierba… Estáis locos.
– Yo no lo creo. Por cierto, he venido para informarte de que la señora Burchett está haciendo un soufflé, así que no podemos llegar tarde a cenar. También me ha dicho que pensaba servir codornices para el almuerzo, pero la señora le pidió pollo.
– Yo no… bueno, sí, pero…
– Planeando arreglos en el jardín, cambiando el menú… te sentirás como en casa antes de que te des cuenta. Y entonces yo podré vivir mi propia vida -sonrió Marc.
Ah, genial.
INGRID no estaba allí. Tammy entró en el salón y se encontró a solas con Marc, que la esperaba frente a la chimenea con una sonrisa en los labios.
– ¿Qué? Quiero decir, buenas noches, Alteza.
– Buenas noches, señorita -dijo él, inclinando la cabeza.
En otro hombre hubiera resultado irónico, pero en él resultaba tan normal como que le besara la mano. Lo cual no era nada normal para ella… Nunca le habían besado la mano.
¿Y cuántos hombres conseguían ponerla nerviosa con una simple sonrisa?
– ¿Dónde está Ingrid?
– Ha tenido que volver a su casa urgentemente.
– ¿A tu casa?
– A la suya.
– De modo que la señora Burchett tenía razón-la has dejado.
– No.
– ¿Entonces volverá?
– No sé por qué te preocupa tanto.
– Es por el vestido -contestó Tammy, pasando la mano por la falda del vestido azul que había sacado del armario-. Si a partir de ahora vamos a cenar solos, puedo bajar en vaqueros.
– Ah, muchas gracias. Merci du compliment.
– De nada.
– Pensé que las mujeres se vestían para agradar a los hombres.
– Sólo si intentan atraerlos. Y yo no lo estoy intentando.
¿Sería eso cierto? ¿Estaba intentando atraerlo? No… o no mucho. O no estaba dispuesta a admitirlo.
– Las mujeres se visten para impresionar a otras mujeres. Mi madre y mi hermana podían diseccionar el atuendo de una mujer a quinientos metros.
– ¿Y a ti no te hacía gracia?
– Ninguna. ¿Podemos ir a probar el soufflé?
– ¿Por qué no te gustan las codornices?
– No me han gustado nunca.
– ¿Y si a mí me gustan?
– Si yo soy la encargada del menú, nunca comerás codorniz.
– Eres muy dura.
– Lo soy -sonrió Tammy. En realidad, se sentía feliz por la ausencia de Ingrid. Y no quería preguntarse por qué.
Fue una cena fabulosa. Podrían servirle pollo todas las noches si querían. Lo preparaban con unas hierbas especiales y era muy jugoso, una joya. Y el soufflé de salmón, para morirse. También fue delicioso el postre, una tarta de frambuesas que se deshacía en la boca.
Nunca había comido tan bien. Y si seguía comiendo así tendría que desabrocharse algún botón del vestido.
– ¿Qué? -preguntó Marc al ver que lo miraba.
El comedor era enorme, espléndido. Techos altos, candelabros de cristal, cortinas de brocado, una enorme chimenea, velas, cuadros de ancestros del principado colgando en las paredes…
Cualquiera se sentiría intimidado, pensó Tammy. Pero al mirar a Marc se dio cuenta de que era él quien la intimidaba en realidad. No el comedor, sino Marc. Específicamente cuando sonreía.
– Estaba preguntándome qué habrá sido de las pobres codornices que la señora Burchett pensaba servir en el almuerzo.
– ¿Por qué?
– Porque me caen bien las codornices. Lo que pasa es que no me gusta comérmelas. Me gusta verlas volar. De pequeña cuidé de una que se había roto una pata.
– ¿Y no piensas comerte a ninguno de sus parientes?
– No pasa nada por tomar pollo en lugar de codorniz. Pero si ya las habían matado, es absurdo tirarlas a la basura.
– ¿Las quieres para el desayuno?
– No, mejor no.
– Pues entonces tendrás que cenarlas mañana tú sola. O dejar que las coma el servicio -sonrió Marc, levantándose y apartando su silla.
Por supuesto, ella no necesitaba que nadie apartara su silla, pero la sensación no era desagradable. Sobre todo, porque así lo rozó y, al hacerlo, experimentó una sensación nueva, un cosquilleo sorprendente.
¿Qué le pasaba? ¿Por qué actuaba como una niña pequeña?
– ¿Tendré que cenar yo sola? ¿Tú no estarás aquí?
– Me voy a casa. Ya te dije que no quería quedarme en el palacio.
– Pero vives aquí.
– No, tú vives aquí. Tomaste esa decisión al venir con Henry a Broitenburg.
– Pues entonces me has traído engañada.
– Si hubieras decidido no venir, yo tendría que vivir aquí.
– ¿Y qué ha cambiado?
– Tú -contestó Marc-. Y yo.
– No sé a qué te refieres.
– Tú misma has dicho que la situación era imposible.
– Yo necesito mi propio espacio -murmuró Tammy, tragando saliva. Y lo necesitaba justo en aquel momento porque Marc estaba muy cerca, demasiado cerca.
– Yo también.
– Pero este palacio es suficientemente grande para los dos. Si aceptas que yo convierta una parte del palacio en mi apartamento…
– No es necesario, Tammy. Yo odio este sitio.
– ¿De modo que dejas toda la responsabilidad en mis manos?
– No es mi responsabilidad vivir aquí.
– Tampoco mía.
– Tú elegiste venir a Broitenburg.
– Elegí cuidar de Henry, no de todo el palacio. Ni del reino.
– Principado -la corrigió Marc.
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