Marion Lennox - Amor en palacio

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Tammy se sorprendió al descubrir que se había convertido en la tutora de su sobrino huérfano, Henry, que algún día sería príncipe de un país europeo Marc, el príncipe regente, quería que fuera educado en la realeza,y no estaba a acostumbrado a recibir negativas. Pero Tammy una combativa australiana, no tenía tiempo para los títulos, y estaba decidida a darle a su sobrino todo el amor que necesitaba,,, incluso si tenía que mudarse a palacio.
Pero mientras Tammy y Marc se enfrentaban por el futuro del bebe, la pasión que nació entre ellos se hizo imposible de resistir.
¡ESTABA OBLIGADA A VIVIR CON UN PRINCIPE!

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– Por favor… yo intento buscar sentido a todo esto y tú me discutes la semántica.

– No discuto nada. Me voy.

– Pero no sabía que te fueras tan pronto -protestó ella-. No puedo quedarme sola aquí, Marc. Aún no estoy acostumbrada a Henry.

– Da igual. Dominic y Madge te ayudarán.

– ¿Por qué no te quedas un poco más?

– Tengo que irme.

– ¿Por qué? -exclamó Tammy-. ¿Por qué tienes que irte? ¿Por qué sales corriendo? Por favor… es como si hubiera fantasmas en el palacio.

– No seas ridícula. Los fantasmas no me dan miedo.

– Entonces, ¿qué te da miedo?

– Nada -contestó él-. Tengo mis propias responsabilidades en casa.

– ¿Y no puedes solucionarlo desde aquí? No me lo creo.

– Lo creas o no, así es.

– Antes de salir de Australia, no dijiste que te irías de palacio. Me hiciste creer que cuidaríamos juntos de Henry. Y ahora me dices que te vas mañana… tiene que haber una razón. ¿Por qué te vas?

¿Por qué?

Sus palabras quedaron colgadas en el aire.

Marc la miró, perplejo, y ella le devolvió la mirada con los ojos llenos de furia. Tenía las mejillas coloradas y su pecho subía y bajaba, agitado. Era…

Era demasiado.

¿Por qué?

Marc sabía por qué y no podía soportarlo ni un minuto más.

Había jurado no hacerlo. La primera vez fue un error. Nunca debió tocarla. Pero ella parecía tan vulnerable, tan dulce, tan… Tammy.

Pero, ¿cómo no iba a hacerlo? Ella lo estaba mirando, estaban tan cerca…

Marc no entendía nada, pero tenía que hacerlo.

Por supuesto.

Y, de nuevo, la besó.

Después no podía creerlo. Era lo último que deseaba hacer… o más bien lo último que debía hacer.

La había besado en Australia como para sellar una promesa, pero aquello… no era una afirmación de nada. Era la atracción entre un hombre y una mujer. La deseaba como no había deseado a nadie.

El sentido común no tenía nada que ver. La lógica se había ido por la ventana. La abrazaba con una pasión desconocida para él.

La necesitaba. Estaba en su casa, en su corazón, en su vida.

La apretaba con ansiedad, como si no quisiera soltarla nunca, y ella levantaba la cara, quizá tan desesperada como él.

Estaba respondiendo, le devolvía el beso. Abría la boca para recibirlo, buscando algo que Marc pensaba necesitar sólo él.

Aquella mujer se había metido en su corazón, pensó, incrédulo. Era su otra mitad. Cuando sonreía, su sonrisa se le metía dentro. Era una mujer salvaje, libre, especial. Sin maquillaje, sin falsedad…

Pero cuando abrazaba a su sobrino había una ternura en ella que le partía el corazón.

¿Cuándo había empezado aquello, en Sidney? ¿Cuando la vio subida al árbol?

Ella debería apartarse, pensó. Debería darle una bofetada como hizo en Sidney. Pero su cuerpo se plegaba contra el suyo con una suavidad que lo volvía loco.

Lo encendía, lo enardecía. Marc deslizó las manos hasta sus pechos para acariciar su perfecta simetría, su perfección…

Tammy.

¿Había dicho el nombre en voz alta? No lo sabía. Lo único que sabía era que se estaba derritiendo, que sentía un deseo que apenas podía reconocer.

Él no era así, él era una persona que controlaba sus sentimientos… Pero en ese momento Tammy metió la mano por debajo de la camisa para acariciar su espalda.

¡Tammy lo deseaba tanto como él!

No podía parar. Llevaba todo el día controlándose, diciéndose a sí mismo que debía marcharse. Una noche más y desaparecería de palacio; a partir de entonces sólo tendría que verla en eventos oficiales.

Pero, ¿cómo iba a marcharse? Ni siquiera podía apartarse de ella. Y Tammy era tan apasionada… como si también lo reconociera como su pareja.

Era un pensamiento absurdo, ridículo, pero Marc no podía razonar. Los labios de Tammy le hacían perder la cabeza. El control fiero que había ejercido sobre sus pasiones durante todos aquellos años desaparecía sólo con tocarla.

Era una mujer…

¡Y suya!

Tardó unos segundos en oír los golpes en la puerta y, por un momento interminable, pensó que eran los latidos de su corazón. Pero por fin se dio cuenta.

Marc se apartó y fue como si le quitaran algo de sí mismo, como si le arrancaran un miembro. Y cuando vio la confusión en los ojos de Tammy…

– Yo…

– Lo sé -murmuró ella, llevándose un dedo a los labios, como si no pudiera creerlo-. No… querías hacerlo.

– No, yo…

Seguían llamando a la puerta y cuando Marc abrió, encontró a la señora Burchett con Henry en brazos, llorando.

– Lo siento, pero…

El niño lloraba como un desesperado y en cuanto vio a Tammy alargó los bracitos hacia ella.

– Se ha despertado y no deja de llorar -explicó la acongojada señora Burchett-. Durmió toda la tarde mientras usted estaba en el jardín y ahora… está frenético el pobre.

– Démelo.

A pesar de la confusión y el nerviosismo, a pesar de que su mundo estaba patas arriba, el corazón de Tammy se encogió. Era la primera vez que Henry la reconocía, que la buscaba con sus bracitos.

– Ven aquí, cariño -murmuró-. Iba a subir ahora.

– Quédate -dijo Marc-. Tenemos que hablar.

– Tengo que atender a Henry.

– Puedes atenderlo aquí.

– Hablaremos por la mañana.

– Por la mañana me habré ido -dijo él con firmeza.

– ¿Te vas?

– Ya te lo he dicho.

– Pero… no nos había dicho nada, señor -intervino la señora Burchett.

– Acabo de decidirlo -contestó Marc.

Como Tammy, estaba confuso, tenía que pensar. Se estaba metiendo en algo que no conocía y con lo que temía enfrentarse.

– Nos veremos en el desayuno -dijo por fin, pasando a su lado.

Pero al hacerlo, el niño alargó los bracitos hacia él. Hacia él.

Marc se quedó parado.

Ninguno de los tres podía creerlo. Henry alargaba las manitas y miraba a su primo con los ojos brillantes. Durante el viaje en avión, cuando se durmió en sus brazos, seguramente decidió que podía confiar en aquel hombre.

– Tengo que… -Marc quería irse, pero sus pies no se movían.

Y Tammy tomó una decisión.

– No -dijo, poniendo a Henry en sus brazos-. Si te vas por la mañana, esta noche lo cuidas tú. Él quiere estar contigo y yo me quiero ir a la cama. Señora Burchett, ¿puedo hablar con usted un momento? Buenas noches, Alteza.

Y sin decir otra palabra, salió del comedor seguida de la gobernanta.

Marc acunó al niño durante un rato y, cuando por fin empezó a tranquilizarse, llamó al timbre.

Nadie contestó.

– Vamos a buscar a la señora Burchett -dijo en voz baja.

Pero no encontró a Madge por ninguna parte. La cocina estaba vacía. Siempre había criados en el palacio, pero no encontraba a ninguno. Marc llamó al timbre de nuevo y esperó.

Nada.

– No pueden haberse ido todos… ah, a lo mejor se acuestan temprano.

Henry sonreía, contento, ajeno a sus preocupaciones.

Cuando entró de nuevo en el comedor vio una nota sobre la mesa. Iba dirigida a Su Alteza Real, el príncipe regente.

Era de Tammy, claro.

Querido Marc,

Acabo de comprobar que Henry te necesita a ti que a mí, de modo que es una pena que te marches. Yo creo que lo mejor sería compartir el cuidado del niño. Esta noche tú cuidarás de Henry y mañana puede quedarse conmigo. La siguiente noche será tu turno. Sé que no es una solución perfecta, pero es la única que se me ocurre. Y es mejor que perderte del todo.

Buena suerte,

Tammy

Luego había una posdata:

Como se supone que soy yo la que manda en palacio, he ordenado a los criados que se vayan a dormir.

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