– ¿No vas a presentarnos a tu amiga?
– Ella es Brandy Jo -presentó Nathan, y, con la mano extendida hacia Daisy-: Éstos son mi madre y Jack.
– Encantada de conocerles -dijo la muchacha.
Daisy se dispuso a acercarse a su hijo, pero Jack la tenía agarrada por los pantalones y no dejó que se apartase de delante de él. Daisy le miró por encima del hombro, él alzó una ceja, y entonces entendió lo que ocurría: Jack la estaba utilizando para cubrirse. Notó que se le subían los colores, como acababa de sucederle a Nathan. El único que no parecía sentirse incómodo era Jack.
Daisy volvió a mirar a Nathan y a Brandy Jo.
– ¿Vives cerca de aquí? -le preguntó Daisy para romper el silencio.
– Bastante. -Brandy Jo miró a Nathan-. El día que conocí a Nathan le dije que casi éramos parientes. Mi tía Jessica está casada con Bull, el primo de Ronnie Darlington.
Bueno, al menos no era familia directa de Ronnie.
– Lily y Ronnie se divorciaron hace unas semanas.
– Vaya, no lo sabía. -Brandy sonrió y dijo en voz baja-: Ronnie es un mal bicho, y a todos les costó entender qué había visto Lily en él.
Brandy Jo, sin lugar a dudas, era una chica lista.
– Había venido para hablar contigo sobre el partido de mañana por la noche -dijo Jack.
– ¡Y mientras esperabas no se te ha ocurrido nada mejor que hacer que enrollarte con mi madre en el jardín de enfrente de casa!
Daisy abrió la boca de par en par.
Jack dejó escapar una risotada.
– Me ha parecido una buena manera de matar el tiempo -dijo Jack.
Daisy se volvió y le miró a los ojos.
– ¿Qué pasa? -añadió Jack con una malévola sonrisa-. Tú también has pensado lo mismo.
Daisy había vivido quince años en el noroeste, pero no había olvidado lo serio que podía ser para la gente de Tejas un partido de fútbol americano. Ya fuese en el Tejas Stadium de Dallas, en el campo de un instituto de Houston o en un pequeño parque de Lovett, el fútbol era para todos como una especie de segunda religión.
Amén.
Lo que Daisy no sabía era que aquel partido en concreto era un acontecimiento anual. Los hombres se reunían una vez al año para sudar, darse golpes y comparar sus heridas de guerra. No había señales en el suelo. Ni árbitros. Ni postes de gol. Tan sólo dos líneas laterales, dos zonas de tanteo marcadas con pintura naranja fluorescente y una persona encargada del cronómetro. El equipo de Jack llevaba sudaderas de color rojo y las del equipo contrario eran azules.
Cada equipo tenía como máximas aspiraciones no sólo ganar sino machacar al contrario. Se trataba de fútbol americano en estado puro, y Nathan Monroe iba a ser el único jugador con casco y protecciones. Un detalle que le incomodaba lo indecible.
Daisy intentó rebajar su incomodidad explicándole una y otra vez que él sólo tenía quince años y que iba a enfrentarse a hombres mucho mayores y mucho más fuertes. Al parecer no le importaba que le hiciesen daño, lo único que le fastidiaba era quedar como un gallina.
– Nathan, tu ortodoncia me costó cinco mil dólares -le dijo su madre-. No voy a dejar que te hagan saltar los dientes de un golpe.
Sólo le mejoró un poco el humor cuando Brandy Jo llegó al campo y le dijo que le gustaba cómo le quedaban el casco y las protecciones.
Daisy, Nathan y Jack habían ido juntos al campo, y cuando ya estaban cerca Jack examinó con más detenimiento el vestido de Daisy.
– No se parece en nada a los vestiditos de animadora que solías llevar en el instituto -dijo cuando Nathan se alejó para recoger su sudadera roja de manos de Billy.
Daisy había ignorado por completo la sugerencia de Jack respecto a su vestuario y había elegido un vestido que se cruzaba en la espalda. Daisy se fijó en el dobladillo: le llegaba justo por encima de las rodillas.
– ¿Demasiado largo?
– Y además no deja la espalda al descubierto -añadió Jack.
– No tenía pensado ponerme a hacer esas piruetas que, al parecer, tanto te gustaban.
Jack se fijó en los integrantes de su equipo, que estaban reunidos en el centro del campo.
– Con este vestido podrás lastimarte los «pompones». Y eso sería una verdadera lástima.
– No te preocupes por mis pompones. -Daisy se detuvo en la línea roja-. Están estupendamente.
Daisy le vio alejarse y sonrió. No llevaba nada debajo de su jersey de punto y se le veía la piel a través de los agujeritos. Se fijó en sus pantalones de fútbol americano: le marcaban todas las nalgas. Jack Parrish estaba realmente bien. Los pantalones le llegaban justo por debajo de las rodillas, y llevaba calcetines negros y botas con tacos. Se movía como si nada en el mundo pudiese alterarle. Como si no fuese a pasarse la siguiente hora recibiendo más golpes que una estera.
Daisy oyó que alguien la llamaba, se volvió y, entre los jugadores del equipo azul, vio a Tucker Gooch saludándola con la mano. Ella le devolvió el saludo y reconoció junto a él a un montón de antiguos compañeros del instituto. Cal Turner y Marvin Ferrell. Lester Crandall y Leon Kribs. Eddy Dean Jones y algunos de los hermanos Calhoun, incluidos Jimmy y Buddy. Se preguntó si Buddy estaría al corriente de que Lily, después de hacer el amor con él, perdió la cabeza y empotró su coche contra el salón de la casa de Ronnie.
Probablemente no.
Reconoció a unas cuantas personas más. La gente con la que había crecido en Lovett. Penny Kribs y la pequeña Shay Calhoun. La esposa de Marvin, Mary Alice, y Gina Brown.
Daisy notó una punzada de celos en el estómago. Se preguntó si Gina y Jack habrían estado juntos desde el mes pasado. Probablemente sí. Los celos fueron ascendiendo por su estómago y le atenazaron el corazón. Conocía aquel sentimiento, le resultaba muy familiar. Lo había sentido quince años atrás, cuando la sola idea de que Jack pudiese estar con otra mujer le hacía hervir la sangre.
Pero Jack no era de su propiedad y, además, ya no era una niña. Sabía muy bien cómo sobrellevar los celos. No se opuso a ellos ni tampoco fingió no sentirlos. Dejó que se manifestasen. Y después se limitó a esperar a que se fuesen por donde habían venido.
En este asalto, la cabeza venció al corazón. Daisy se sentó en una silla plegable en la banda del campo, junto a Rhonda y sus hijas. Las tres niñas llevaban trajes de animadora de color rojo y no dejaban de saltar, como si tuviesen muelles en lugar de piernas.
– El año pasado Billy se lesionó un músculo de la ingle -le dijo Rhonda mientras le quitaba a Tanya los calcetines para que la niña pudiese mover los deditos de los pies-. Estuvo doliéndole unas tres semanas.
– Marvin se rompió el pulgar -añadió Mary Alice mientras se inclinaba hacia delante en su silla.
El casco y las protecciones no resguardaban ni la ingle ni los pulgares. Daisy se puso en pie, dispuesta a sacar de allí a Nathan, pero volvió a sentarse: si le hacía algo así a su hijo jamás la perdonaría. Así que cruzó los dedos y no se movió.
El partido dio comienzo a las siete y media. El calor era insoportable incluso a la sombra, y los jugadores sudaban como animales. Jack era el quarterback del equipo rojo. Daisy había olvidado lo mucho que le gustaba verle jugar. Cada vez que Jack echaba el brazo hacia atrás para lanzar la pelota, se le subía la sudadera y Daisy atisbaba un pedazo de su plano vientre y el ombligo, justo por encima de la cintura de los pantalones. Cuando le placaban, podía ver su pecho al completo.
El parque Horizon View no tardó en verse invadido por los gritos y los encontronazos de aquellos hombres. Los cuerpos golpeaban contra el suelo de manera audible, y los espectadores de ambas bandas no dejaban de animar.
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