Susan Mallery - El amor del jeque

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¿Podría una niñera convertirse en princesa?
Kayleen James estaba decidida a asegurar el futuro de aquellas huérfanas, aunque eso implicara desafiar al mismísimo príncipe Asad de El Deharia. Pero el seductor gobernante la sorprendió cuando le ofreció adoptar a las tres pequeñas.
Asad necesitaba desesperadamente una niñera, y Kayleen era la única candidata para el puesto. Pronto, el palacio se llenó de alboroto; y todo por una pelirroja con mucho carácter.
Aunque enamorarse no formaba parte del acuerdo fue algo inevitable. ¿Pero lograría Asad convencerla de que aquel reino exótico era su hogar y de que ella debía ser su princesa y esposa?

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– Muy bien… excelente. Esta mujer me gusta, Asad. Debe quedarse aquí.

– Estoy de acuerdo -afirmó Asad, sin dejar de mirarla-. Debe quedarse y se quedará.

Kayleen no estaba tan segura; tenía sus propios proyectos y todavía quería marcharse de El Deharia en unos meses. Pero Asad, así como la promesa que le había hecho a las niñas, complicaban las cosas.

Capítulo 4

Cuando terminaron de cenar y el rey se marchó, Kayleen envió a las niñas a su habitación y ella se quedó charlando con Asad.

– Hay un par de cosas que necesito que hablemos -comentó cuando ya estaban solos.

– Con usted siempre hay algo de lo que hablar.

Ella no supo lo que quería decir, así que hizo caso omiso del comentario.

– Sólo quedan seis semanas para las navidades y deberíamos empezar a planearlas. No sé si en Palacio se tiene la costumbre de festejar esas fiestas, pero van a ser las primeras navidades de las niñas sin sus padres y tenemos que hacer algo.

Asad la miró durante unos segundos.

– El Deharia es un país de mentalidad abierta, que acepta todo tipo de confesiones religiosas. Si desea hacer una fiesta en la suite, estoy seguro de que nadie pondrá la menor objeción -afirmó.

– No, me gustaría algo más que eso… Es importante que usted también participe.

– ¿Yo? No, no es posible.

– Usted siempre ha tenido familia, Asad. Tiene a sus hermanos, a su tía, a su padre… pero esas niñas no tienen a nadie. Serán unas fiestas tristes para ellas. Se sentirán más solas que nunca.

Kayleen hablaba por experiencia. Aún recordaba el horror de despertarse en Navidad y sentir la angustia en su pecho. Por muchos regalos que le hicieran en el orfanato y por muy buenas que fueran las monjas con ella, no tenía una familia.

Ni siquiera había podido consolarse con la posibilidad de que alguna pareja maravillosa decidiera adoptarla. Eso era imposible porque tenía muchos familiares vivos; lo malo del asunto era que ninguno la quería a su lado.

– Necesitan sentirse seguras, queridas -insistió.

– Lo comprendo. Pero es su obligación; encárguese de ello…

– También es obligación suya. Es su padre adoptivo.

– Yo sólo soy un hombre que ha permitido que vivan aquí. Kayleen, esas niñas son responsabilidad suya, no mía. Recuérdelo en lo sucesivo.

– No lo entiendo, Asad. Se ha portado tan bien con ellas durante la cena… ¿quiere decir que fingía, que en realidad no le importan?

– Es simplemente compasión y sentido del honor. Suficiente para el caso.

– No es suficiente y no lo será nunca. Hablamos de niñas pequeñas, Asad, de niñas que están solas y tristes. Merecen mucho más. Merecen que las quieran.

Kayleen ya no estaba hablando solamente de las niñas; también se refería a sí misma. Pero con la diferencia de que ella había renunciado a ese sueño.

– Entonces tendrán que encontrar ese amor en usted.

Kayleen sintió un nudo en la garganta.

– ¿Está diciendo que no tiene intención de quererlas?

– Honraré mis responsabilidades. Y para conseguirlo, necesito ser fuerte -respondió el príncipe-. Las emociones son una debilidad. Usted es mujer y no espero que lo comprenda… yo cuidaré de las necesidades materiales de las niñas; y usted, de sus corazones.

– Es lo más absurdo que he oído en mi vida. El amor no es una debilidad -declaró con vehemencia-; es fuerza, es poder. La capacidad de dar permite ser más, no menos.

Asad sonrió.

– La pasión con la que habla demuestra que esas niñas le importan de verdad. Excelente.

– ¿Le parece excelente que yo tenga emociones y no se lo parece en su caso? ¿Por qué? ¿Por qué usted es un hombre?

– No, porque soy más que un hombre. Soy un príncipe, y como tal, responsable de un sinfín de personas. Tengo la obligación de ser fuerte y de no desfallecer por culpa de algo tan cambiante como los sentimientos.

– Pero sin compasión no se puede tener buen juicio -espetó-. Sin sentimientos, un ser humano sólo sería una máquina. Un buen gobernante debe conocer las emociones de su gente.

– No lo entiende…

– Y usted no habla en serio.

Asad la tomó del brazo y caminó con ella hacia la salida.

– Le aseguro que hablo muy en serio. Celebre las navidades como desee. Tiene mi permiso.

Cuando el príncipe desapareció en el pasillo exterior, Kayleen murmuró:

– ¿También tengo su permiso para clavar su cabeza en una pica?

La actitud de Asad le había parecido increíble. Creía que los sentimientos eran inadmisibles en los hombres y en los príncipes, pero normales en una mujer.

– Nada de eso -se dijo mientras caminaba hacia su dormitorio-. Aquí hay alguien que tiene que cambiar. Y no soy yo.

A la mañana siguiente, Kayleen estaba tan inquieta que iba de un lado para otro del salón.

– Tiene ideas de hace doscientos años -protestó-. Piensa que tiene que estar a cargo de todo porque es un hombre. ¿Y qué somos nosotras, Lina? ¿Simples muebles? Estoy tan enfadada que me gustaría encerrarlo en una de sus mazmorras… soy una mujer inteligente, capaz, con corazón. ¿Por qué desprecia las emociones si son lo que nos hace humanos? Cuanto más conozco el mundo, más extraño el convento.

– Es curioso que digas eso, porque sospecho que la intensidad y la pasión que dedicas a este asunto es precisamente el motivo por el que nunca podrías ser monja.

– Sí, eso me decían, que soy demasiado apasionada e independiente. Pero cuando veo algo injusto, no soy capaz de pararme a pensar; tengo que actuar.

– Claro. Como hiciste con Tahir.

– Exacto -se defendió.

– La vida no se atiene siempre a nuestros deseos -le recordó Lina-. Debes aprender a tener paciencia.

– Ya lo sé. No debo actuar de forma impulsiva…

Kayleen lo sabía de sobra. Se lo habían repetido miles y miles de veces.

– Exactamente. Las opiniones de Asad son producto del mundo en el que ha crecido. El rey ha enseñado a sus hijos que las emociones son malas y que sólo deben pensar de forma lógica… mi hermano es así Cuando su esposa murió, eligió no demostrar sus sentimientos delante de ellos. Pensaba que sería lo mejor pero yo creo que se equivocó.

– Y Asad ha resultado ser un buen pupilo… ahora lo entiendo -dijo Kayleen-. Pero no es estúpido ¿Cómo es posible que se dé cuenta de su error?

– Lo formaron para un propósito específico, que precisamente consiste en una vida de servicio a los demás, pero desde el poder y el distanciamiento. Sus hermanos son igual que él. Hombres fuertes y decididos que no ven nada interesante en el amor. No me extraña que sigan solteros.

Lina dio una palmadita en el sofá. Kayleen se sentó a su lado.

– Pero el amor es un don… Y es importante que quiera a las niñas. Lo necesitan. Lo merecen. Asad sería más feliz y hasta mejor hombre si lo hiciera. Además, yo no voy a estar siempre.

Su amiga frunció el ceño.

– ¿Es que te marchas?

– Dentro de unos meses cumplo veinticinco años y tenía intención de marcharme, sí.

– Pero ahora tienes a las niñas…

– Lo sé. Pero se acostumbrarán a vivir en Palacio, ya lo verás. Y Asad puede contratar a otra persona para que cuide de ellas.

– Me sorprenden tus palabras, Kayleen -admitió Lina-. Cuando pediste a Asad que adoptara a las niñas, pensé que eras consciente de que habías asumido una responsabilidad. Esto no es propio de ti. Es huir del mundo…

– El mundo no siempre es un lugar divertido. Quiero volver al lugar al que pertenezco y dar clases -confesó.

Kayleen había llegado a un acuerdo con la madre superiora del convento: permanecería lejos de allí hasta los veinticinco años y luego podría volver si lo deseaba.

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