Molly se puso rígida al instante, apretó los labios y rezó con todas sus fuerzas para no haber expresado en voz alta aquel último pensamiento. Inspiró profundamente y vio cómo Dylan daba otro mordisco a su hamburguesa. Su expresión no parecía haber cambiado.
De acuerdo, no había pasado nada. Dylan no se sentiría incómodo ni se reiría de ella. Molly levantó su copa y tomó otro sorbo de margarita. ¿Qué le pasaba? Sabía que no debía pedir la luna. Los hombres como Dylan Black estaban interesados en mujeres como su hermana, esbeltas y de piernas largas con rostros perfectos de modelo. Ella no… no era así. Algunas personas pensaban que su pelo ondulado era poco corriente, pero para ella era un fastidio, por eso lo solía llevar en una trenza. Sus ojos castaños eran de color del lodo y, aunque su sonrisa no estaba mal, sus labios eran demasiado pequeños. La nariz demasiado grande, aunque las orejas eran bonitas. Tenía la piel traslúcida, aunque la adolescencia no le había sentado bien a su piel. Luego estaba la cuestión de los nueve kilos que había estado intentando perder desde que nació.
– Estás furiosa por algo -dijo Dylan.
– Nada importante.
– ¿Tienes problemas, Molly? -el buen humor de Dylan se disipó-. ¿Estás huyendo de algo?
Sí, pero no de lo que él imaginaba. Además, no estaba dispuesta a explicárselo.
– Si lo que me preguntas es si he cometido un delito, la respuesta es no -le dijo-. Estoy huyendo, pero sólo de mí misma. No he hecho nada malo -y aquello era parte del problema, pensó. Si tuviera que lamentarse por lo que había hecho en lugar de lamentarse por lo que nunca había llegado a hacer…-. Sólo quería desaparecer un tiempo -añadió, y todavía pretendía hacerlo, independientemente de lo que Dylan dijera. Dejó la copa sobre la mesa y se inclinó hacia él-. ¿Nunca te has sentido como si se te cayera el mundo encima? No importa a dónde vayas o lo que hagas, no hay salida. Como si las cosas no cambiaran o nunca fuesen a cambiar, aunque la realidad te indica que ya nada es lo mismo -se encogió de hombros-. Sé que lo que digo no tiene sentido.
– Te sorprendería saber cuánto sentido tiene lo que dices -dijo Dylan, mirándola fijamente.
– Sólo quiero dejarlo todo durante unos días -continuó-. Quiero tener la oportunidad de aclarar las ideas, de pensar las cosas bien -le brindó otra media sonrisa-. Tal vez tenga suerte y encuentre la manera de ser otra persona.
– ¿Quién querrías ser?
– Cualquier persona que no sea yo.
– ¿Qué tiene de malo ser Molly Anderson?
Ah, no. No iba a seguir respondiendo a más preguntas.
– Tendrás que creerme, Dylan. Simplemente, es malo.
Permanecieron en silencio durante varios minutos. Molly pensó en comer una patata, pero la verdad era que no tenía hambre. Debían de ser los nervios. Cielos, si seguía así durante unos meses, tal vez perdiera esos nueve kilos.
– Llegas en un buen momento -dijo Dylan, y se recostó en el asiento. Tomó su botella de cerveza y bebió un trago.
Algo saltó a la vida en el pecho de Molly. Hasta aquel momento, no había querido albergar esperanzas de que Dylan estuviera siendo algo más que educado. Incluso cuando le había dicho que todavía no había rechazado su propuesta, no había querido creerlo. Sintió una aceleración casi trepidante.
– ¿En qué sentido? -le preguntó.
– Yo también me estoy enfrentando a decisiones difíciles. Principalmente sobre mi negocio -le quitó importancia con un gesto de la mano-. No voy a aburrirte con los detalles, pero por diversas razones, ahora mismo estoy en una encrucijada.
Sus ojos oscuros la miraban con intensidad. Sintió como si estuviera tratando de ver su alma. Molly quiso apartar la vista porque sabía que allí no había muchas cosas que pudieran impresionarlo. Deseaba ser diferente, ser maravillosa e interesante para que un hombre como Dylan la deseara. Pero sabía la verdad. No era más que Molly, inteligente pero no brillante, agradable, a veces divertida. No era terriblemente atractiva ni ingeniosa o encantadora, ni ninguna de esas cosas que normalmente atraían a hombres como él.
Ojalá fuera hermosa como Janet. O delgada, también como Janet. Suprimió una sonrisa. Si Janet estuviera allí, bromearía con ella diciendo de sí misma que era demasiado fastidiosa como para ser amada. Su sentido se disipó al pensar en lo bien que se había portado su hermana en todo aquel asunto. Molly estaba muy agradecida de que por fin se llevaran bien y estuvieran unidas.
– ¿Qué tenías pensado como aventura? – preguntó Dylan.
Si Molly hubiera estado bebiendo en aquellos momentos, se habría atragantado, pero tuvo que limitarse a mirarlo con expresión atónita.
– ¿Perdón?
– Tu aventura -tomó el anillo en una mano y se lo enseñó-. Por eso estás aquí. ¿Qué querías hacer?
Molly abrió la boca, luego la cerró. Su mente se quedó en blanco.
– ¿Estás diciendo que sí?
– Lo estoy considerando, hay una diferencia. Quiero saber qué tenías pensado.
Molly se removió en su asiento, dividida entre la excitación más absoluta y el shock más rotundo. Una cosa era pensar en una aventura con Dylan, las fantasías eran divertidas y seguras, pero aquello era la vida real. ¿De verdad estaba pensando en irse con ella?
Después de todo, no lo había visto hacía diez años y casi era un extraño. Estaría loca… Inspiró profundamente. No, no estaba loca. Dylan tenía veintitrés años la última vez que lo había visto y conocía básicamente cómo era. Molly se había prometido no volver a lamentarse por nada. Ya tenía muchos lamentos a sus espaldas.
– No había pensado en ningún sitio en concreto -le dijo con sinceridad-. No me importa dónde sea ni lo que hagamos, sólo quiero irme. Mi única condición es tener acceso a un teléfono. Tengo que oír los mensajes de mi contestador automático todos los días.
– Déjame adivinarlo. Intentas poner celoso a tu novio.
Si su afirmación no hubiera estado tan lejos de la realidad, tal vez se habría reído.
– No es eso. Ahora mismo no salgo con nadie, y aunque lo hiciera, no es mi estilo. Nunca se me han dado bien esa clase de juegos.
– Bien. No creía que fuera ése el caso, pero tenía que preguntarlo -su mirada se volvió más perspicaz-. Estoy tratando de averiguar cuánto queda de la Molly que yo recuerdo.
– Bastante. He crecido, pero no creo haber cambiado mucho.
Todavía tenía la habilidad de hacer latir su corazón, pero no iba a decírselo. Dylan se frotó la mandíbula. Era tan atractivo. Molly se quedó por un momento impresionada de haber tenido el valor de hacerle la propuesta. Aunque el tequila le hubiera dado el empujón, todavía le correspondía a ella casi todo el mérito.
– Quince días -dijo sin previo aviso-. Podría tomarme ese tiempo libre. Podemos llevarnos un teléfono móvil para que puedas oír tus mensajes. Elegiré el primer lugar al que iremos, luego tú podrás decidir qué haremos cuando estemos allí. Después negociaremos los destinos entre los dos.
Dylan hizo una pausa y la miró con expectación. Molly sólo podía observarlo mientras trataba de asimilar lo que estaba diciendo. ¿De verdad lo había oído bien? El corazón le latía, pero por primera vez en semanas, no era por miedo sino por emoción.
– Está bien -dijo con cautela, sin saber a ciencia cierta si realmente estaba accediendo o sólo barajando ideas.
Pero Molly quería creer que era verdad, que había dicho que sí. Dylan siempre había sido su fantasía. Los dos habían cambiado y madurado y dudaba que siguiera enamorada de él, pero le gustaría tener la oportunidad de averiguar si el adulto era distinto del joven que recordaba.
– Dormiremos en habitaciones separadas e iremos a medias en los gastos -añadió Dylan-. ¿De acuerdo?
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