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Susan Mallery: Sin miedo a la vida

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Susan Mallery Sin miedo a la vida

Sin miedo a la vida: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante la adolescencia, Molly Anderson se había enamorado platónicamente del atractivo Dylan Black, a pesar de que era un joven demasiado rebelde y sólo tenía ojos para su hermana Janet. Pero antes de marcharse de su ciudad natal con el corazón roto, Dylan le había dado a Molly el anillo de compromiso rechazado por Janet y le había prometido llevarla a correr una aventura algún día. Bueno, como todo su mundo se había venido abajo de repente, Molly decidió buscar a Dylan y aceptar su ofrecimiento. Dylan siempre había sentido debilidad por Molly. Entonces, ¿por qué no pasar unos días con ella y divertirse sin lazos emocionales de por medio? Después, los dos habían prometido seguir su camino. Pero eso fue antes de que Molly despertara su deseo y conmoviera su alma cínica con su valor callado. Tal vez algunas promesas estaban destinadas a romperse…

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– Al diablo con todo -murmuró, concluyendo que no tenía por qué decidirlo en aquel momento.

La compañía compradora le había dado quince días para fijar una reunión preliminar. Si se negaba, retirarían la oferta, así que esperaría hasta que algo cambiara, hasta que supiera de qué lado ponerse. Mientras tanto, tenía que repasar algunos informes.

Se volvió y se puso delante del ordenador. Luego empezó a teclear. Ya estaba absorto en el extracto de cuentas trimestral cuando Evie lo llamó por el interfono.

– Tienes visita -le dijo-. Molly Anderson. No tiene cita, Dylan, pero dice que la conoces de hace años.

Los recuerdos tardaron un segundo en ordenarse. Molly, la hermana pequeña de Janet. Claro que la recordaba, con su pelo claro y rizado y sus ojos grandes. Era una niña dulce y siempre lo había idolatrado. Normalmente eso le habría molestado, pero en el caso de Molly se había sentido halagado. Tal vez porque la niña tenía buen corazón y era sincera con él. No podía decir lo mismo de muchas personas aquellos días.

– Que pase -le dijo.

Se puso en pie y cruzó la estancia. Cuando Evie abrió la puerta del despacho, ya estaba allí para recibirla. Tenía el brazo extendido y la sonrisa en los labios, pero la mujer que entró en su despacho no era la adolescente que recordaba.

Seguía siendo bajita, de un metro sesenta de estatura. Le había crecido el pelo y lo llevaba recogido en una trenza. Un ligero maquillaje acentuaba sus grandes ojos de color avellana, los granos habían desaparecido y sus mejillas brillaban con su color natural. Su sonrisa era amplia y su paso firme. Una camisa de manga larga y unos vaqueros se ceñían a un cuerpo generosamente curvo.

– La señorita Anderson -dijo Evie, y los dejó solos.

– La pequeña Molly se ha hecho mayor -declaró, sorprendido de su presencia. La mujer que estaba frente a él asintió y se ruborizó.

– No me habían llamado así hacía años. Supongo que estarás sorprendido de verme.

– Sí, gratamente -Dylan decidió que estrecharle la mano no era lo apropiado en aquella situación. Después de todo, aquélla era Molly, así que abrió los brazos-. ¿Por los viejos tiempos?

Molly dio un paso hacia él y Dylan la abrazó. Era cálida y mullida, y estrecharla en sus brazos no estuvo mal, pero ella parecía rígida e incómoda, así que se apartó y le indicó que se sentara en el sofá de cuero que había en un rincón de su despacho. Luego se acercó al bar de la librería.

– ¿Un refresco? ¿Una copa de vino?

– No, gracias.

Se sentó junto a ella y se cruzó de piernas, apoyando una bota en la rodilla. No tenía muchas visitas inesperadas, y desde luego, ninguna de su pasado. La intrusión no lo molestaba, en todo caso, sentía curiosidad.

– ¿Qué te trae por aquí?

Molly estaba sentada con las manos en el regazo y retorcía los dedos.

– No estoy segura. Creo que ha sido un impulso por mi parte. Espero que no te importe.

– En absoluto. Han pasado muchos años.

– Diez -asintió Molly-. Aunque no los he estado contando.

– Has crecido. Siempre fuiste una niña adorable, pero ahora eres una mujer adorable -aquel cumplido pareció sincero y fluido. Los cumplidos siempre se le habían dado bien.

– Y tú sigues tan encantador como siempre -rió Molly-. La verdad es que era feúcha, pero he mejorado algo. Nunca seré una modelo de revista, pero no me importa.

Dylan la observó. No podía recordar la última vez que había pensado en Molly, o en Janet, que en su momento había sido el amor de su vida, o al menos eso había creído a los veintitrés años. Molly se volvió hacia él.

– Estaba hablando con mi hermana y tu nombre surgió en la conversación. Me pregunté cómo estarías, y como iba a salir de viaje y a pasar por aquí, se me ocurrió hacerte una visita. ¿Te resulta chocante?

– En absoluto, me alegro de que lo hicieras. Háblame de ti. Sigues usando el mismo apellido, así que o no estás casada o eres una mujer moderna e independiente que se niega a dejarse arrollar por las expectativas de la sociedad.

Molly le brindó una sonrisa un poco forzada.

– No estoy casada. Veamos. Me licencié en empresariales y he estado trabajando como supervisora contable en una empresa de telecomunicaciones de Los Ángeles. Tengo costumbres buenas y malas. He oído que has prosperado mucho.

– Diseño motocicletas -dijo señalando el despacho con la mano-. No pensé que podría ganarme la vida haciendo algo que me apasiona, así que se puede decir que soy feliz.

Excepto en aquellos momentos, reconoció para sí, aunque no iba a pensar en las decisiones que tenía que tomar. Molly era una distracción inesperada y agradable y, de repente, se sentía complacido de que lo hubiese buscado. Miró la hora en su reloj. Casi era mediodía.

– Si tienes tiempo -le dijo-, me encantaría llevarte a almorzar. Hay un restaurante muy bueno a unos dos kilómetros de aquí. Por fuera no parece nada especial, pero preparan las mejores hamburguesas del condado -sonrió-. Podremos ponernos al día de lo ocurrido en estos años y ni siquiera te haré subir a una moto para ir allí.

– Me parece estupendo -dijo Molly.

Media hora después, estaban en un reservado del restaurante. La camarera ya les había llevado las bebidas y les había tomado nota. Molly bebía una margarita y él una cerveza. No solía tomar alcohol durante el día, y todavía tenía muchas cosas que hacer en la oficina, pero al ver que pedía una copa había decidido acompañarla.

Mientras observaba a Molly, no podía apartar de su cabeza la idea de que algo iba mal. Estaba más que nerviosa. Por la forma en que lo miraba, no podía evitar preguntarse por qué había ido a verlo. Estaba rígida, como si se sintiera incómoda. Había eludido casi todas sus preguntas, como si no quisiera hablar de su vida personal.

Sintió la atención de otros empresarios. La ciudad era lo bastante pequeña como para que todo el mundo se conociera, si no de nombre, de vista. No solía llevar a muchas mujeres a aquel lugar, y las que llevaba no se parecían a Molly. Le gustaban altas, morenas y de piernas largas. Había desarrollado una debilidad por aquel tipo de mujer después de salir con la hermana de Molly, Janet.

– Sé lo que estás pensando -dijo Molly.

– Lo dudo.

– Te estás preguntando por qué estoy aquí. Quiero decir, que estoy segura de que te alegras de verme y todo eso, pero ¿qué es lo que quiero?

Buena suposición por su parte. Varias posibilidades pasaron por su cabeza. ¿Dinero? ¿Trabajo? ¿Esperma? La última idea casi le hizo sonreír. No importaban los años que habían pasado, no podía imaginar a la pequeña Molly pidiéndole esperma a nadie.

– La verdad es que quiero algo -dijo, y metió la mano en su bolso. Hurgó en su interior y sacó un pequeño objeto, luego lo dejó sobre la mesa.

Dylan no imaginaba qué sería, pero se quedó atónito al ver el anillo de oro sobre la superficie de madera.

– Esto es tan inesperado -dijo, tratando de bromear porque no sabía qué decir.

– No es lo que piensas -le dijo Molly.

– Bien, porque no sé qué pensar.

– ¿Te acuerdas del anillo?

– Claro -Dylan lo tomó en su mano. Sólo había comprado un anillo de boda en su vida y había sido para Janet, cuando pensó que no podría seguir viviendo si ella. Era evidente que se había equivocado. El tiempo lo curaba todo… lo mismo que las lecciones de la vida-. Lo compré para tu hermana.

– Luego me lo diste a mí, el día de su boda.

Dylan asintió. Creyendo que contemplar parte de la ceremonia cerraría sus heridas, se había presentado en la iglesia. Molly había salido a despedirle. Recordaba haberle dado el anillo, pero no recordaba por qué. Molly inspiró profundamente.

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