– No quería que te fueras. Por razones diversas, aunque la única que podía decirte en aquel momento era que me habías prometido llevarme contigo de aventura cuando fuera mayor. Así que me diste el anillo y me dijiste que te lo trajera cuando estuviera lista -Molly carraspeó. El color empañaba sus mejillas y bajó la cabeza, de modo que se quedó mirando la mesa-. Bueno, estoy lista si tú todavía quieres hacerlo.
Molly se sintió como si alguien hubiera instalado una licuadora en su estómago. Y como si el violento triturado no bastara, tenía la horrible sensación de que iba a vomitar. Eso sí que sería una imagen agradable para el recuerdo.
Nervios, se dijo. Sólo eran nervios… y el tequila en el estómago vacío. ¿En qué había estado pensando? El problema era, claro, que no había pensado en absoluto. No había querido hacerlo, porque ninguna persona en su sano juicio le habría pedido a Dylan lo que ella acababa de pedirle.
Hizo un esfuerzo para mirarlo y vio cómo sus ojos oscuros la contemplaban con leve sorpresa. No parecía dispuesto a salir corriendo, lo que era muy amable por su parte, a fin de cuentas. Molly dudaba que ella hubiera sido igual de educada en aquella situación. Se aclaró la garganta.
– Si hace que te sientas mejor, no puedo creer lo que he dicho.
– Entonces, ya tenemos algo en común.
Al menos, no había perdido el sentido del humor.
– Está bien, es una locura, lo reconozco. Seguramente pensarás que estoy loca de verdad, y tal vez lo esté, pero no te preocupes, no soy peligrosa.
Dylan contempló el anillo que estaba en la palma de su mano. La hilera de callos en la base de sus dedos atrajeron la atención de Molly. Era evidente que había pasado mucho tiempo haciendo trabajo manual. Seguramente durante los primeros años desde que montó su negocio, había hecho él mismo casi todo el ensamblaje. Posiblemente de noche, solo en un almacén. Dylan siempre había sido decidido y resuelto, y dudaba que hubiera cambiado. No era la clase de hombre que renunciaba fácilmente, ni había prosperado tanto escuchando propuestas alocadas. Iba a decirle que no.
Le dio vueltas a aquella posibilidad y se sorprendió aceptándola fácilmente. Bastaba con que se lo hubiera pedido. Por una vez, había sido ella quien había tomado la iniciativa. No había esperado, había ido tras algo que era importante para ella. Tal vez hubiera esperanza. La invadió un sentimiento de orgullo y se cuadró de hombros. Aquél era un diminuto paso en dirección a su nueva vida.
– Aquí tienen -dijo la camarera, pasándoles unos platos enormes con hamburguesas gigantescas y una montaña de patatas fritas. Sacó unos botes de ketchup y mostaza de un bolsillo de su delantal y un montón de servilletas extra del otro-. Que aproveche -añadió con una amplia sonrisa.
La comida olía maravillosamente. El estómago de Molly rugió con expectación, pero dudaba que fuera capaz de probar bocado.
Dylan extendió un poco de mostaza sobre la hamburguesa y la cubrió con la parte de arriba del panecillo, pero no hizo ademán de llevarse la hamburguesa a la boca. Levantó la vista y la miró a los ojos.
– ¿Por qué?
Molly sabía que podía fingir no comprender lo que le estaba preguntando, pero eso era hacer trampas. ¿Por qué? Una pregunta muy simple, pero por desgracia, no tenía una respuesta simple. Al menos, ninguna que estuviera dispuesta a compartir con él. Era demasiado personal y humillante, pero Dylan se merecía una explicación de algún tipo. Molly tomó la mostaza y extendió un poco en la cara interna del panecillo.
– He llegado a un punto muerto en mi vida. Hay muchas cosas sobre las que debo pensar, algunas decisiones que tomar. No puedo concentrarme en nada, así que he decidido dejarlo todo atrás. No tenía ni idea de qué hacer o a dónde ir.
– Siempre está el circo -dijo.
Le brindó una media sonrisa. Todavía sentía los labios un poco aturdidos por la margarita.
– Supongo que sí, pero creo que soy un poco vieja para eso. Además, nunca me han gustado los elefantes. Me dan miedo.
– A mí no me haría gracia que me dieran un pisotón -corroboró Dylan.
Molly tomó la hamburguesa en las manos, luego la dejó otra vez sobre el plato.
– Como te he dicho, no había decidido a dónde ir, pero supuse que tendría alguna inspiración y empecé a hacer la maleta. Mientras vaciaba los cajones, encontré el anillo. Me dio una idea, y aquí estoy.
A decir verdad, lamentaba un poco haber cedido al impulso. Con cada minuto que pasaba, se sentía más y más tonta. ¿En qué diablos había estado pensando? Bueno, en realidad no había pensado.
– Ya te he confesado que ha sido una locura. No suelo dejarme llevar por mis impulsos, así que no puedo explicarlo. Supongo que no debía haber venido. Lo siento, Dylan. Olvida todo lo que te he dicho.
Apartó el plato a un lado y se preguntó cómo podría salir airosamente de aquella situación. Después de todo, habían ido al restaurante en el coche deportivo de Dylan. Aunque no estuviera muy lejos andando, no tenía ni idea de dónde estaba su oficina. Dylan mordisqueó una patata y dijo:
– Todavía no he dicho que no.
– No puedes estar considerando mi propuesta -Molly sintió que lo miraba con ojos muy abiertos.
– Tal vez lo haga -sonrió.
Aquella sonrisa era diferente de la primera que le había dedicado nada más verla, agradable pero más impersonal. Eran cien vatios de calor masculino, y los sintió hasta en los dedos de los pies. Estaba segura de que si bajaba la vista, vería el humo saliendo de sus mocasines.
– ¿Te das cuenta de que si la consideras, tú también estarás loco? -dijo Molly.
– No sería la primera vez que alguien dice que lo estoy.
Dylan le dio un mordisco a su hamburguesa y masticó. Molly se esforzó por dejar de mirarlo, pero no podía controlar sus ojos. Parte de su tristeza y miedo se disiparon. Era suficiente que no le hubiese dicho que no bruscamente. No importaba, recordaría aquellos momentos, y cuando la realidad se pusiera demasiado fea, buscaría aquel recuerdo para sonreír.
La luz del sol entró en el restaurante, pero no llegó a su mesa. Las lámparas eléctricas del techo derramaban una suave luz en su dirección, iluminando a Dylan como focos en el escenario de una película. Era lo bastante atractivo como para ser el personaje principal, pensó, complacida de ver que aunque había madurado, todavía estaba tan maravilloso y perfecto como siempre. Había algo muy grato en pasar unas horas en presencia de un hombre atractivo. No importaba que ella no estuviera a su altura físicamente o que ni siquiera fuera su tipo. No lo deseaba como lo había hecho a los diecisiete años, cuando estaba enamorada platónicamente de él.
Estéticamente, la atraía. Su pelo oscuro, corto, que ni siquiera le llegaba al cuello de la camisa. Años antes, lo llevaba más largo, casi hasta los hombros. Decidió que le gustaba más el estilo conservador. Sus ojos eran como los recordaba, aunque había leves arrugas a su alrededor. Sus labios eran firmes, y su mandíbula bien marcada. El pendiente de oro había desaparecido, y estaba un poco más ancho. Por lo que percibía a través de la camisa del traje y los pantalones, estaba tan en forma como antes. Seguía siendo el hombre más increíble que había conocido.
Irradiaba una seguridad que dejaba traslucir su poder. Seguramente era mejor que no fueran a ninguna parte juntos. Después de todo, no sabía si podría controlar sus hormonas. Lo último que necesitaba en su vida era volver a enamorarse de él. Era estúpido.
Una vocecita en su cabeza le dijo que en aquellos momentos podía permitirse un poco de estupidez, pero ignoró las palabras. Tal vez podrían olvidarse del viaje y caer juntos en la cama. Una noche de sexo salvaje la despejaría durante un mes.
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