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Susan Mallery: Sin miedo a la vida

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Susan Mallery Sin miedo a la vida

Sin miedo a la vida: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante la adolescencia, Molly Anderson se había enamorado platónicamente del atractivo Dylan Black, a pesar de que era un joven demasiado rebelde y sólo tenía ojos para su hermana Janet. Pero antes de marcharse de su ciudad natal con el corazón roto, Dylan le había dado a Molly el anillo de compromiso rechazado por Janet y le había prometido llevarla a correr una aventura algún día. Bueno, como todo su mundo se había venido abajo de repente, Molly decidió buscar a Dylan y aceptar su ofrecimiento. Dylan siempre había sentido debilidad por Molly. Entonces, ¿por qué no pasar unos días con ella y divertirse sin lazos emocionales de por medio? Después, los dos habían prometido seguir su camino. Pero eso fue antes de que Molly despertara su deseo y conmoviera su alma cínica con su valor callado. Tal vez algunas promesas estaban destinadas a romperse…

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La habían abrazado antes, y hasta la habían besado un par de novios a los que ya había olvidado. Pero habían sido unos chicos y Dylan era todo un hombre. Trató de fijarse en todo para poder recordarlo más tarde, ya que tenía el presentimiento de que Dylan iba a dejarla con poco más que recuerdos.

Molly apoyó la barbilla en su hombro y sintió la fresca suavidad del cuero. Inspiró el aroma de Dylan y absorbió el calor de su cuerpo. Era fuerte y delgado, y la abrazaba como si ella realmente fuese importante para él. Luego Dylan dio un paso atrás.

– Tengo que irme -le dijo.

– Lo entiendo -asintió Molly-. Tiene que ser muy duro para ti quedarte aquí. Todavía la quieres.

– Si esto es amor -repuso Dylan con una media sonrisa-, duele horrores -se quedó pensativo por un momento-. Te propongo una cosa, Molly. Cuando seas mayor y estés lista para una aventura, ven a buscarme. Y dame esto. Iremos donde tú quieras.

Acto seguido, se metió la mano en el bolsillo delantero de la chaqueta y sacó un anillo de oro delgado y sencillo. Molly contuvo el aliento. Supo enseguida que era el anillo de boda que debía de haberle comprado a su hermana.

– No lo sabía -susurró.

– No hay nada que saber -le dijo-. Lo compré, pero nunca llegué a declararme. Toma, guárdalo. Tráeme el anillo cuando estés preparada. ¿Trato hecho?

Dylan dejó el anillo en la palma de su mano. Molly la cerró y se quedó mirándolo.

– Adiós, peque -le dijo, y luego se acomodó sobre su moto.

Molly se quedó de pie viendo cómo se alejaba. No importaba que Dylan hubiera comprado el anillo para Janet y que realmente hubiera querido casarse con su hermana. No importaba que Janet hubiera sido lo bastante estúpida como para cortar con él antes de que Dylan se declarase. Molly tenía el anillo en su poder. En cuando se hiciera mayor, iría en su busca y huiría con él. Iba a hacer que se enamorara de ella y serían felices el resto de sus vidas. Tenía su promesa. La promesa del anillo de boda.

Capítulo 1

Diez años después

– En las películas es más fácil -dijo Molly, de pie junto al marco de la puerta mientras contemplaba el desorden de su habitación. En el cine y en la televisión, cuando un personaje decidía hacer las maletas y dejarlo todo atrás, se oía la música de fondo, había un cambio de escena y el personaje en cuestión aparecía en la carretera, en un avión o donde fuera. En la vida real, alguien tenía que hacer el equipaje-. Como parece que nadie se ofrece voluntario, supongo que tendré que hacerlo yo misma -murmuró.

Contempló la maleta abierta sobre la cama y los montones de ropa desperdigados a su alrededor. Había un bloc de notas en la cómoda con una lista de las cosas que tenía que hacer antes de marcharse: pedirle a una vecina que le recogiera el correo, comprobar que había pagado todas las facturas. Al menos no tenía un perro o un gato del que preocuparse. También estaba el pequeño detalle de decidir a dónde quería ir. Le resultaría más fácil marcharse si tuviera claro su destino. Pero, en aquellos momentos, lo único que quería hacer era irse… y no volver jamás. Desgraciadamente, no tenía esa opción.

Se acercó a la cama y tomó un jersey entre las manos. Estaban a principios de mayo en el sur de California, lo que significaba que los días eran cálidos y las noches frescas. Lo metió en la maleta. Necesitaba pantalones vaqueros, ¿pero vestidos? Un vestido o una falda y una blusa requerían medias y zapatos de tacón, y no quería cargar con todo aquello. Además, estaba la cuestión del bolso a juego y… Molly maldijo entre dientes.

– Nada de eso es importante -se dijo-. Vete de una vez.

Sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos, unas lágrimas que había prometido no seguir derramando. No debía sufrir, pero lo hacía. Ojalá pudiera olvidar. Ojalá pudiera dormir durante los quince días siguientes hasta que todo se hubiera resuelto.

Movió la cabeza. Iba a tardar más de quince días en resolverse, recordó. Tal vez meses. De modo que, en cuestión de un año todo estaría bien, ¿no? No tenía la respuesta, nadie la tenía. Inspiró profundamente y contuvo las lágrimas. Era fuerte y no estaba dispuesta a deprimirse. Se cuadró de hombros, se acercó a la cómoda y sacó el cajón de ropa interior. Luego, volvió a la cama y vació todo su contenido en la maleta. Si no podía decidir qué llevar, se lo llevaría todo. Eso hacía la vida más sencilla.

Dejó el cajón vacío en la alfombra y empezó a rebuscar entre las braguitas y los sujetadores. Tomó un sujetador sencillo de deporte, uno de los últimos que había comprado, y algo llamó su atención. Un destello de luz… un reflejo.

Molly hurgó en la maraña de encaje y algodón. Al apartar a un lado las prendas, el pequeño objeto se deslizó a una esquina de la maleta. Lo tomó y lo miró. Por primera vez en diez días, Molly sonrió, y pasó el pulgar sobre el anillo de oro. El anillo de Dylan, el que había comprado para su hermana pero le había dado a ella. Habían pasado años. Molly se dejó caer sobre el colchón. ¿Qué habría sido de él? Había desaparecido de su vida de repente, igual que uno de esos héroes de las películas del Oeste que tanto le gustaban. Sólo que en lugar de irse montado sobre un recio caballo, se había alejado montado en su motocicleta.

Se preguntó dónde estaría aquel día. ¿Seguiría teniendo la misma magia? Antes, estar junto a Dylan había bastado para hacer que su mundo estuviera bien. Lo tenía por el hombre más perfecto y atractivo del planeta. Se acordó de lo poco atractiva que era ella entonces, con sus granos y su aparato ortopédico, e hizo una mueca. Pero Dylan siempre había tenido tiempo para ella. Le había hecho sentirse especial y nunca lo olvidaría.

Se colocó el anillo en el dedo corazón de su mano derecha. Sin duda, Dylan seguiría rompiendo corazones a una velocidad alarmante. O tal vez había madurado, como todos los demás, y era un hombre casado de mediana edad, con dos hijos y una hipoteca. Trató de imaginarlo conduciendo un respetable sedan, pero la imaginación le falló. Para ella, Dylan siempre sería joven y atractivo, un peligroso rebelde con chaqueta y botas negras.

Dejó el anillo en el dedo y reanudó la tarea. Estaba doblando una camisa de algodón de mangas largas cuando sonó el teléfono. Sabía quién era antes de contestar.

– Estoy bien -dijo al descolgar el auricular y colocárselo entre el hombro y el cuello.

– Podría haber sido un vendedor -dijo Janet-, y te habrías sentido muy tonta.

– No, el teléfono sonaba como si fueras tú. Sabía quién llamaba -dejó la camisa y se sentó en el suelo-. En serio, estoy bien.

Janet suspiró, y aquel sonido llegó claramente desde el otro extremo del estado. Janet y su marido, Thomas, vivían al norte de California, en Mill Valley, cerca de San Francisco.

– No te creo, Molly. Estoy preocupada. Ya sé que me dices que no me preocupe, pero no puedo evitarlo. Eres mi hermana y te quiero.

– Te lo agradezco -Molly dobló las rodillas y las acercó a su pecho-. Yo también te quiero. No podría haber sobrevivido sin tu ayuda, pero tienes que creerme. Estoy bien.

Era una mentira insignificante.

– He pensado en ir a verte y pasar una semana o dos contigo. Hasta que… ya sabes.

Molly imaginó a Janet pasando una semana en su pequeño apartamento preocupándose por todo. Lo cierto era que la idea tenía mérito. Janet y ella no se habían llevado bien de niñas, una situación favorecida por su madre, pero después de que Janet se casara y se fuera a vivir al norte de California, las dos hermanas habían descubierto que tenían más cosas en común de lo que habían creído y habían creado entre ellas un estrecho lazo de afecto.

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