Y entonces, Noah se apartó con violencia, ordenándole:
– Siéntate. -Él hizo lo mismo, la ayudó a incorporarse y tiró del bonito camisón blanco hasta que se atascó en las caderas-. Un poco más.
Y tirando con habilidad y esfuerzo, la prenda salió, voló sobre la cabeza de Sarah y aterrizó en el suelo, donde al instante llegó también el pijama de Noah, que, abrazado a la mujer se dejó caer sobre la cama.
Sus cabezas aterrizaron a la altura de las almohadas, sus ojos muy abiertos, carne desnuda contra carne desnuda, el pecho izquierdo de Sarah en la mano abierta de Noah.
– Si te duele dímelo -le advirtió él con voz ronca.
Ella asintió dos veces con movimientos rápidos de cabeza, los ojos muy abiertos y sin aliento.
Bajó del pecho a la cadera, donde pasó su mano por debajo para sostener el cuerpo de Sarah y mostrarle el movimiento, fluido, rítmico y enteramente tentador. Se besaron con pasión y desesperación, llevados por la sensación de implacabilidad que trae consigo la primera vez. Noah le cogió una rodilla y la llevó hasta la altura de la cintura; deslizó la mano por el muslo de la mujer jadeante hasta su parte más íntima. La acarició.
«Oh», gritó ella, y «Oh» de nuevo en tanto su rostro se contorsionaba contra la almohada. En cierto momento, él cogió la mano de Sarah y le susurró: «Aquí… así». Y todo lo que ella había creído sórdido y sucio se tornó sublime.
Hombre astuto y maravilloso, la hizo desear con ardor el momento de la unión. Y después, gritar con la garganta tensa hacia atrás. Y finalmente, la hizo aferrarse con sus pies a su cuerpo estremecido.
Cuando todo terminó, se quedaron abrazados, exhaustos, respirando el olor de sus cuerpos húmedos de sudor.
Ella rió radiante de júbilo una vez, con los ojos cerrados y su cara en el pecho de él. Noah corrigió un poco la posición de la cabeza de Sarah, de modo que pudiera acariciarle las comisuras de los labios.
– Bueno, ahora ya sabes -dijo sonriendo.
– Tanta preocupación por nada.
– ¡Nada! -exclamó, levantando la cabeza de la almohada hasta que ella se rió y él se dejó caer de nuevo.
Descansaron un rato, satisfechos.
– ¿Noah?
– ¿Mmm?
– Dijiste que me besarías por todas partes. Me debes unas cuantas partes.
Una risa ahogada subió desde el pecho de Noah y brotó en su garganta.
– Ahhhh, Sarah Campbell, veo que he dado comienzo a algo.
Lo había hecho. Es más, tuvo que acabarlo más de una vez aquella noche.
A medianoche, todavía estaban despiertos, demasiado hechizados para perder el tiempo durmiendo. Sarah descansaba con la cabeza sobre un brazo de Noah; de pronto, se puso derecha y exclamó:
– ¡Noah, escucha! ¡Abre la ventana!
– ¿Qué?
– ¡Abre la ventana… rápido! Creo que oigo los repiques.
Él obedeció; apagó la lámpara, descorrió luego las cortinas, y levantó el bastidor de la ventana. Cuando sintió el aire frío penetrando en la habitación, volvió deprisa a la cama, tiró de sábanas y mantas hasta el cuello y atrajo el cuerpo de Sarah hacia el suyo.
– Oh, Noah, escucha… Adeste Fideles, como el año pasado.
Noah empezó a cantarle la canción al oído.
Ella se le unió, en voz tan baja que algunas palabras surgían apenas como murmullos.
Cuando terminó, se quedaron inmóviles; la felicidad se dibujaba en sus caras.
– Es curioso -dijo él-, nunca había considerado Adeste Fideles una canción de amor.
– Tendríamos que cantarla cada Navidad, para celebrar nuestro aniversario.
– Con o sin acompañamiento -añadió él.
Pensaron en ello durante un rato, en las Navidades que habrían de venir, en todos los años de felicidad que se acumularían, uno tras otro, mientras les contaban a sus hijos la historia de su difícil comienzo, su boda el día de Nochebuena y la melodía de los triángulos filtrándose por la ventana.
Más tarde, cuando ya habían escuchado un buen repertorio de villancicos, el cuarto estaba helado y la ventana cerrada y trataban de darse calor mutuamente, Noah pegó su cuerpo al de Sarah como una página de un libro a otra y dijo:
– Seremos felices, Sarah.
– Mmm… eso creo -respondió ella soñolienta.
Noah cerró los ojos y susurró contra la espalda de la mujer:
– Te amo.
– Yo también te amo -musitó Sarah.
Y libres, se durmieron.
Lavyrle Spencer es una de las más prestigiosas escritoras de novela romántica, dentro del género histórico o contemporaneo con más de 15 millones de copias vendidas.
Nació en 1943 y comenzó trabajando como profesora, pero su pasión por la novela le hizo volcarse por entero en su trabajo como escritora. Publicó su primera novela en 1979 y desde entonces ha cosechado éxito tras éxito.
Vive en Stillwater, Minnesota, con su marido en una preciosa casa victoriana. A menudo se escapan a una cabaña rústica que tienen en medio de lo profundo del bosque de Minnesota. Entre sus hobbies se incluye la jardinería, los viajes, la cocina, tocar la guitarra y el piano electrónico, la fotografía y la observación de la Naturaleza.
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[1]En español, deadwood significa literalmente «madera seca». (N. de la T.)
[2]Juego de palabras entre pink y Pinkney. En inglés, pink significa «rosa o rosado». (N. de la T.)