LaVyrle Spencer - Perdón

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Sarah llega al pequeño pueblo de Deadwood con el deseo de fundar un periódico y encontrar a su hermana, que huyó de casa cinco años atrás. Sin embargo, muy pronto se da cuenta de que conseguir ambos propósitos será más arduo de lo seprado. Pese a contar con el apoyo incondicional de un hombre, abrirse camino no es fácil para una mujer soltera. Y además, el pardero de su hermana Addie resulta ser un sitio “algo” distinto de la respetable casa de familia donde se supone debíaa residir.
Perdón es una historia conmovedora sobre la inocencia perdida y recuperada, una prueba más de que el amor es capaz de vencer todas las adversidades…

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Addie Baysinger también. Una noche de finales de noviembre, después de la cena, cogiendo la mano de Robert bajo la mesa, sonrió mirando a Sarah y dijo:

– Vamos a tener un hijo.

La taza de café de Sarah nunca llegó a sus labios. Resonó contra el plato mientras sus ojos se agrandaban mostrando sorpresa. Por un momento, no atinó a decir nada. Finalmente, encontró las palabras:

– Oh, Addie, es maravilloso.

– Estamos muy contentos. ¿Verdad, Robert? -Le dirigió una mirada enamorada a su esposo, que le besó los nudillos.

Su sonrisa confirmó lo que dijo:

– Contentísimos. Queremos un varón.

Sarah cubrió con su mano las del matrimonio y las apretó con fuerza.

– Es una noticia maravillosa. Me alegro mucho por vosotros. Felicidades. -Los rostros de la pareja irradiaban un júbilo tan auténtico que el corazón de Sarah se encogió. Su hermanita y el querido y bueno de Robert. Habían superado todos los obstáculos que la vida les había puesto y habían salido victoriosos.

Realmente, su felicidad era una victoria. Conviviendo con ellos, Sarah había observado los efectos de esta victoria, los dos adaptándose a la rutina de la vida matrimonial como pájaros laboriosos construyendo el nido. Ahora este nido empezaría a llenarse, era ley de vida y Sarah era consciente de que había llegado el momento de irse.

– Y, ¿cuando tendrá lugar el feliz acontecimiento?

Addie se encogió de hombros con excitación.

– No estoy segura. Creo que a finales de la primavera.

– El momento ideal. Días cálidos, noches frescas y bastante antes de la peor invasión de mosquitos.

– En lo que a mí se refiere, cualquier momento sería perfecto -afirmó Addie.

– Es también el momento idóneo para que empiece a pensar en mi traslado -añadió Sarah.

Addie frunció el entrecejo.

– Pero, Sarah, tenemos mucho sitio. Para el pequeño con un cesto de ropa para dormir bastará.

– Ha llegado el momento. -Siguió diciendo Sarah-. Llevo pensándolo algún tiempo. Os agradezco que me hayáis permitido quedarme, pero éste es vuestro hogar y es justo que viváis en él, solos. -

Addie y Robert hablaron a la vez.

– Pero Sarah…

– Sabes que no…

Sarah alzó las manos.

– Lo sé. -Las apoyó sobre la mesa-. Si fuera lo bastante egoísta como para ser un estorbo para vosotros durante más tiempo, ya sé que podría vivir en esta casa hasta ser tan vieja que no pudiera subir las escaleras.

– Te queremos, Sarah -dijo Robert con sinceridad-. No queremos que te vayas.

Sarah le sonrió con ternura y le apretó la mano otra vez.

– Gracias, Robert, pero soy yo la que necesita irse. Necesito un hogar propio, la sensación de pertenecer a algún sitio.

– Pero esta casa es tan tuya como mía.

– Se compró con el dinero de papá, igual que la oficina del periódico. Así que estamos en paz, ¿no crees? Bueno, no quiero oír hablar más sobre este tema. -Se puso de pie y recogió las tazas de café vacías-. He decidido empezar a buscar algo enseguida, así que espero tener mi propia casa a principios de año. Pasaré la Navidad aquí, pero eso es todo.

Mientras se alejaba con las tazas, Robert y Addie intercambiaron miradas que revelaban que, aunque reacios en principio a que Sarah se marchara, la idea de vivir solos les resultaba, sin duda, atractiva. Robert se incorporó y siguió a Sarah hasta la pila. La cogió por los hombros y la obligó a girarse.

– Siempre serás bienvenida a esta casa.

Sarah no lo dudaba. Pero al mirar a Robert, también adivinó que él todavía se sentía culpable por haber causado la separación entre ella y Noah y que, a modo de penitencia, la mantendría bajo su ala protectora, siempre y cuando ella se lo permitiera.

– Lo sé, Robert. Me instalaré en alguna parte al otro lado del pueblo, aquí al lado como quien dice. Y vendré a menudo a visitar a vuestro hijo. Seguramente lo mimaré más que nadie.

Él la abrazó cariñosamente y la besó en la mejilla. El roce de su bigote trajo a la memoria de Sarah el recuerdo de otro bigote y la hizo sentirse una tía solterona.

Con el paso de los meses, Addie empezó a llevar vestidos holgados y sin cintura. Era la mujer embarazada de aspecto más sano imaginable, con un brillo nuevo en sus, habitualmente, pálidas mejillas, el pelo dorado resplandeciente hasta los hombros y una alegría constante que a veces producía una punzada de envidia en Sarah. Habiéndose criado en un hogar sin madre, Sarah nunca había sido testigo de la dicha conyugal. Durante aquellos cortos días de invierno, la Navidad ya próxima, en que el lugar favorito de todos era cerca del calor de la cocina, ella y Robert solían volver a casa pronto del trabajo. Robert entraba en la casa sonriendo e iba directamente hacia Addie, dondequiera que estuviera e hiciese lo que hiciese. La besaba en la frente, en la boca o en la oreja y le preguntaba cómo iba todo, mientras contemplaba lleno de adoración el estómago redondo de su esposa. Addie le mostraba las ropitas que había confeccionado -la máquina de coser no dejaba un momento de funcionar- o le explicaba algo que había leído en la revista Peterson acerca de la preparación de comidas para bebés, de los pañales o de la dentición. En una ocasión, Sarah los encontró al anochecer mirando por la ventana de la cocina, Robert apoyando su barbilla en un hombro de Addie y abrazándola por debajo del pecho. Addie tenía la cabeza ladeada y se cogía a sus brazos. Ninguno de los dos hablaba; se limitaban a mecerse felices de izquierda a derecha. Sarah los observó durante un rato; luego se alejó de puntillas para no interrumpir la escena y se dirigió a la salita, donde contempló a través de la ventana los tonos oscuros del crepúsculo, pensando en Noah y sufriendo por lo mucho que se habían perdido. Addie y Robert eran conscientes del abatimiento y aislamiento crecientes de Sarah. Por la noche, en la cama, hablaban en voz baja del tema y se preguntaban cómo ayudarla.

Una noche de diciembre, después de cenar y de que Sarah se retirara a su habitación, Robert se acercó a Addie, que cosía en una silla de respaldo vertical, recomendable en su estado, se inclinó sobre ella, y mirándola a los ojos le dijo:

– Iré a ver a Noah.

Addie le miró y le dio un beso en la mejilla con expresión sombría.

– Buena suerte, cariño.

Eran casi las ocho y media cuando Robert se plantó frente a la puerta de la cocina de Noah. Noah abrió la puerta y durante un rato, ninguno de los dos hombres habló.

– Bueno, qué sorpresa -dijo por fin.

– ¿Todavía estás enfadado conmigo? -preguntó Robert sin preámbulos.

– No. Se me pasó hace mucho.

– ¿Interrumpo algo?

– Sólo una cena de última hora. Pasa. -Ya en el interior de la casa, añadió-: Quítate la chaqueta y siéntate.

La habitación tenía un aspecto austero y solitario, con la única excepción de las cortinas con flores amarillas estampadas que Addie había hecho la primavera anterior, el único toque femenino de la estancia. La cena interrumpida de Noah consistía en alubias y pan en un plato azul. La mesa carecía de mantel; las paredes de cuadros y el suelo de alfombras. Las botas de Noah descansaban junto al cajón de la leña; su sombrero, sobre la mesa, el cinturón con el arma colgaba del respaldo de la silla en que estaba sentado y la pesada chaqueta de cuero de un gancho junto a la puerta. El corazón de Robert se encogió al ver a su amigo tan solo.

– ¿Cómo te va?

Noah se encogió de hombros.

– Bah, ya sabes. Como siempre. -Se sentó y siguió comiendo-. Oí decir que vais a tener un hijo.

– Así es. En primavera. Addie rebosa felicidad.

– Tú también, ¿no?

– Pues la verdad es que sí.

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