LaVyrle Spencer - Perdón

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Sarah llega al pequeño pueblo de Deadwood con el deseo de fundar un periódico y encontrar a su hermana, que huyó de casa cinco años atrás. Sin embargo, muy pronto se da cuenta de que conseguir ambos propósitos será más arduo de lo seprado. Pese a contar con el apoyo incondicional de un hombre, abrirse camino no es fácil para una mujer soltera. Y además, el pardero de su hermana Addie resulta ser un sitio “algo” distinto de la respetable casa de familia donde se supone debíaa residir.
Perdón es una historia conmovedora sobre la inocencia perdida y recuperada, una prueba más de que el amor es capaz de vencer todas las adversidades…

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Era, para Addie, todo lo que nunca había tenido; para Robert, lo que siempe había soñado.

Sus cuerpos se unieron triunfalmente. Él estaba arrodillado con ella a su alrededor… una hoja húmeda en torno a un tallo… los brazos de Addie cruzados sobre los hombros de Robert, los de él cogiéndola por debajo de las caderas.

Unidos en un solo cuerpo, permanecieron inmóviles y extasiados. Robert alzó el rostro buscando los radiantes ojos verdes. Todos aquellos años… qué increíble resultaba pensar que nunca se hubieran conocido de ese modo. Qué maravilla que la naturaleza les obsequiara con el goce de aquel momento a ellos, que se querían tanto.

Se besaron e iniciaron el movimiento. Y lo hicieron ligero y gracioso como un vuelo.

Y entonces, en un momento dado, la cabeza de Addie colgó hacia atrás y se estremeció gritando el nombre de Robert… la mitad del nombre de Robert, el resto perdiéndose en el infinito.

Robert la acostó bruscamente debajo suyo, imponiéndole un ritmo apasionado, observando la adoración en su mirada y una sonrisa complacida en sus labios, en tanto la suya daba paso a la tensión muscular y a la conmoción gozosa del climax.

Momentos después se dejó caer pesadamente sobre ella.

El pelo de Robert estaba húmedo. Sus miembros, agotados e inertes. Su respiración acelerada. Hizo rodar a Addie de lado, pero manteniéndola cerca de su cuerpo con la ayuda de su talón y pasando su brazo por detrás de la nuca. Le tocó la nariz con un dedo y delineó sus labios y la mejilla.

– ¿Cómo se siente, señora Baysinger?

Addie sonrió y cerró los ojos.

– No me lo hagas decir.

– Dilo.

Abrió los ojos, serenos y tranquilos.

– Como si hubiera sido la primera vez.

Robert meditó antes de hablar; las yemas de sus dedos dibujaban figuras en la garganta pálida de la mujer saciada.

– Lo ha sido -declaró al tiempo que esbozaba una vid alrededor de su pecho izquierdo.

Sus miradas dejaban translucir su inmenso amor y, tras un prolongado silencio, ella preguntó:

– ¿Robert?

Él se sentía demasiado extasiado para responder.

– Hay algo que debo decirte. Es acerca de mi otra vida.

Robert dejó de dibujar vides.

– Dilo.

– Lo haré ahora y nunca más volveré a hablar de eso.

– Dilo… no hay problema.

– Cuando estaba con otros hombres -empezó, mirándole a los ojos-, me convertía en otra mujer. Era Eve, y sabía que ser ella era lo único que me permitía sobrevivir. Pero esta noche, contigo, he sido Addie. Por primera vez en mi vida, he sido Addie.

Robert la estrechó fuertemente, hundiéndole la barbilla en un hombro.

– Shh.

– Pero tienes que saber cuánto te amo por conseguir que me haya vuelto a sentir Addie.

– Lo sé… -susurró, retirándose un poco para mirarla-. Lo sé.

– Te amo -repitió.

Él le respondió devolviéndole palabra por palabra:

– Te amo, Addie. -Ella ya lo sabía.

Mirándola aún le dijo:

– Quiero que tengamos hijos. ¿Puedes?

– Sí, puedo.

– No estaba seguro. Supuse que debías de haber hecho algo para evitarlo todos estos años. No sabía si era algo definitivo.

– No lo era.

La besó, cogiéndola del cuello con una mano, que luego llevó hasta el pelo en forma de caricia.

– ¿Robert?

– ¿Mmm? -Continuaba acariciándole el pelo.

– Quiero tener muchos hijos. Más de los que puedan caber en esta casa.

Robert sonrió y se puso sobre ella. Antes de que sus labios se encontraran en un beso dijo:

– Entonces, cuanto antes empecemos, mejor.

Capítulo Veintidós

Con la pérdida de Noah, la ilusión se había esfumado de la vida de Sarah. Antes de que él irrumpiera en ella, Sarah era una apasionada de su trabajo, que la llenaba de energía y la incitaba a superarse. Cualquiera que fuese el esfuerzo que requirieran de ella las exigencias de su oficio como editora, se imponía otras mucho mayores. Había sido una luchadora entusiasta, que a menudo embestía con la cabeza gacha y una vehemencia que no había sido consciente de poseer hasta que se hubo agotado.

En las semanas que siguieron a la boda de Addie y Robert su carácter cambió. Iba a la oficina todos los días, pero su trabajo allí dejó de tener importancia. Componía artículos, tipos y corregía pruebas, pero todo eso se convirtió en rutinario, carente de atractivo. Buscaba noticias, vendía anuncios y hacía reseñas de espectáculos, pero admitía que, a la larga, lo que hacía no influía demasiado en el desarrollo del mundo.

Una vez en casa, se retiraba temprano a la habitación, sintiéndose una intrusa en el piso de abajo, donde Addie y Robert, colmados de felicidad conyugal, se acurrucaban en el sofá, entrelazaban sus manos y en ocasiones se besaban en silencio. Aunque Sarah no contemplaba, ni mucho menos, con malos ojos esa dicha, presenciarla la acongojaba.

En su habitación comenzaba artículos que con frecuencia dejaba a medias, mientras algún recuerdo fugaz le inspiraba un verso. A veces componía un poema entero; otras, todo se quedaba en ese único verso; a menudo volcaba los pensamientos de su soledad en su diario personal, o bien se quedaba mirando la cajita de madera hasta que su mano la cogía, la abría y retiraba el broche de compromiso para sostenerlo y frotarlo con un pulgar. Luego se cubría el rostro con las manos y reflexionaba sobre sus carencias como mujer.

¿Quién podía enamorarse de un caparazón frígido incapaz de recibir afecto humano? Si no podía aceptarlo del hombre al que amaba ¿qué posibilidad tenía de superar esa faceta estéril? Se imaginaba buscando a Noah, incitando una unión física y llevándola a cabo hasta el final, simplemente para probarse a sí misma. Pero era demasiado ignorante para visualizar el acto completo y tras hacer balance de sus conocimientos sobre el tema, acababa siempre por sentirse culpable y frustrada.

Qué irónico resultaba que una vez hubiera rechazado a Noah gritando: «¡No, yo no soy como Addie!», y ahora rezara para parecerse a ella, concibiéndose, además, como un monstruo. Le parecía una gran crueldad que la naturaleza le hubiera dado la necesidad de ser amada y, en cambio, le negara la capacidad de aceptar la manifestación más profunda del amor.

Con frecuencia maldecía a su padre, el que fuera antaño admirado pilar de corrección, cuyos viles actos eran la causa de que ella se encontrara metida en aquel atolladero. Denigrar la memoria de Isaac Merritt sólo incrementaba su dolor, haciéndola más solitaria y distante en su hogar y más amargada e inquisitiva en el trabajo, donde, a diario, se veía obligada a usar las herramientas que alguna vez había valorado tanto por haber pertenecido a su padre.

Un día, a mediados de julio, cuando el calor y el olor a estiércol de la calle llenaban la oficina del periódico, Sarah protagonizó una escena lamentable. Había estado contando las veces que Patrick sacaba la petaca para beber. También había estado escuchando la velocidad con que los tipos quedaban ordenados en el componedor. Parecía que la marcha se ralentizaba a medida que avanzaba la tarde. Oyó un golpe seco y el ruido de algo al caer a sus espaldas, seguidos de una maldición. Sarah miró por encima de su hombro en dirección al ruido y vio a Patrick mascullando y recogiendo tipos desparramados por la bandeja de la galera. En lugar de empezar a ordenarlos, el irlandés sacó de nuevo la petaca. Sarah se volvió con brusquedad hacia él y le dio un manotazo, de tal manera que la petaca voló por los aires.

– ¡Eso es! ¡Sigue bebiendo! Eso ordenará los tipos desparramados, ¿eh? -gritó. La petaca cayó al suelo, dio un par de vueltas y el contenido se derramó.

Patrick se echó hacia atrás, con los talones clavados en el suelo. Tenía las mejillas coloradas y la mirada algo vidriosa.

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