LaVyrle Spencer - Perdón

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Sarah llega al pequeño pueblo de Deadwood con el deseo de fundar un periódico y encontrar a su hermana, que huyó de casa cinco años atrás. Sin embargo, muy pronto se da cuenta de que conseguir ambos propósitos será más arduo de lo seprado. Pese a contar con el apoyo incondicional de un hombre, abrirse camino no es fácil para una mujer soltera. Y además, el pardero de su hermana Addie resulta ser un sitio “algo” distinto de la respetable casa de familia donde se supone debíaa residir.
Perdón es una historia conmovedora sobre la inocencia perdida y recuperada, una prueba más de que el amor es capaz de vencer todas las adversidades…

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Addie sonreía con un brillo singular mientras miraba a Robert a los ojos. Una lágrima se formó en los ojos de Sarah y cuando levantó el pañuelo para enjugarla, Noah giró la cabeza hacia ella. La mirada no duró más de lo que hubiera tardado la lágrima en caer, pero aquel instante fugaz en que sus ojos se encontraron convenció a Sarah de algo: lo que había habido entre ellos no había terminado para ninguno de los dos.

La ceremonia concluyó. Addie recorrió el pasillo del brazo de Robert. Sarah, del de Noah. El contacto se prolongó hasta el final del pasillo y fue el único que tuvieron aquel día. En la puerta de la iglesia él la soltó. Durante el almuerzo, en el patio de la iglesia, y el baile, bajo el cielo azul de junio, se mantuvieron alejados. Conversaron con gente conocida pero evitaron cualquier tipo de contacto entre ellos. A ratos, a través del abarrotado patio, Sarah lo veía bebiendo cerveza o charlando, bailando con Emma o Addie, pero si sus miradas se topaban por casualidad, las desviaban al mismo tiempo.

Noah bailó una vez con Geneva Dawkins, que se ruborizó mucho y también con una de las chicas de Rose's, que parecía resultarle muy simpática. En cierto momento él echó la cabeza hacia atrás riendo de algo que ella le había dicho. Qué doloroso ver el reflejo del sol en su pelo y su bigote, revivir los momentos en que ella había compartido su risa, saber que aquellos momentos de felicidad jamás volverían.

«Quién sabe, quizás volviera a frecuentar Rose's, ahora que ya nada se lo impedía.» La idea produjo en Sarah un dolor físico.

Durante un rato, Noah se quedó presenciando un juego en el que participaban chicos de la edad de Josh. Cuando alzó la cabeza y sorprendió a Sarah con la mirada puesta en él, ella desvió los ojos y echó a andar hacia otro sitio.

El pueblo había crecido. Rostros desconocidos surgían entre la multitud. Sarah se dedicó a presentarse a cada uno de ellos, apuntando los nombres de los recién llegados para publicarlos en la columna «Bienvenidos» del Chronicle, invitando a las mujeres a unirse al Club de Damas y a los hombres a asistir a las sesiones del Concejo. Pero el placer por su trabajo parecía algo del pasado.

Al aproximarse el atardecer, buscó a Emma.

– Tengo que pedirte un gran favor.

– Pide.

– Necesito un sitio donde pasar la noche.

– Lo tienes.

– Un colchón en el suelo será suficiente. Ya sé que no hay mucho espacio en tu casa…

– Lo tienes, no te preocupes.

– Creo que debo dejarles la casa a Robert y Addie, al menos por esta noche. Verás, el plan original era que…

– Sé cuál era el plan original.

– Alquilaría una habitación en un hotel, pero están todos llenos y…

– ¿Vas a dejar de disculparte? Somos tus amigos. Te quedarás con nosotros y no quiero oír ni una palabra más.

Sarah buscó a Addie y se lo dijo.

– Me siento como si te echara de tu propia casa -le dijo Addie.

– Es tu noche de bodas. Si el tren pasara por Deadwood, ya estarías de camino a tu luna de miel en alguna parte. Como no es posible, pasaré la noche con los Dawkins.

En casa de Emma, una vez el resto de la familia se hubo retirado a dormir, las dos mujeres se sentaron en la cocina y bebieron un brebaje que Emma llamaba «té de tetera», un té poco cargado con mucha leche caliente.

– Ha sido una bonita boda -dijo Sarah.

– Ajá.

– Y Addie estaba preciosa.

– Sí.

– Y Matheson ni parpadeó.

– Es cierto.

– Nunca había visto a Robert tari feliz.

– ¿Vamos a pasarnos la noche cotilleando o vas a contarme lo que te preocupa?

– Ya sabes lo que me preocupa… Noah.

– Creía que eso había terminado.

– Se supone que sí, pero todavía le amo.

– Ya me he dado cuenta durante el banquete.

– ¿En serio?

– Yo y unas quinientas personas más. ¿Por qué anulasteis la boda?

– Oh, Emma, es tan complicado.

– No soy tonta. Si me das la oportunidad, tal vez pueda ayudarte.

Sarah meditó y bebió un trago de té. Quería contárselo todo a Emma, pero ahora que podía hacerlo se preguntaba si no sería una deslealtad.

– Te lo contaré, siempre y cuando me prometas que lo que aquí oigas no saldrá de estas cuatro paredes.

– Te lo prometo.

Sarah le contó toda la historia. Cuando llegó a la parte de Addie y su padre, Emma se llevó una mano a la boca y la apretó con fuerza. Sus ojos, atónitos, parecía que no iban a parpadear nunca.

– …y a partir de ese día, cada vez que Noah me toca… no sé… algo ocurre en mi interior y me pongo tensa. Sé que él no es mi padre, lo sé, pero de todos modos me siento amenazada y me paralizo y… me siento tan estúpida y culpable y… oh, Emma, ¿qué voy a hacer? -Sarah lloraba desconsoladamente cuando la última palabra salía de sus labios.

Emma, consternada y sin saber qué decir, se puso en pie y ayudó a Sarah a hacer lo propio para darle un fuerte abrazo y así evitar mirarla a los ojos. Un padre y su propia hija. Dios santo, en toda su vida había oído algo más espantoso. Pobre Addie, y pobrecita Sarah, idolatrando a aquel maníaco degenerado durante todos esos años. ¿Quién podía culparla por detestar a cualquiera que usara pantalones, después de sufrir una conmoción semejante? Pero, ¿qué se suponía que debía decirle? ¿Cómo consolarla cuando el estremecimiento que ella misma sentía era tal que le costaba dominarlo?

Sarah sollozó y se aferró a su amiga como a una madre. Emma le puso las manos en la espalda y de tanto en tanto le daba palmaditas cariñosas.

– Oh, pobrecita, mi pobrecita muchacha, qué cosa más terrible.

– Le amo, Emma. Quiero casarme con él, pero… Oh, Emma, ¿cómo puedo cambiar…?

Emma no tenía ni idea de qué aconsejarle. Tales reacciones a estímulos tan violentos quedaban fuera de su experiencia. Se había enamorado de un hombre común, se habían casado, habían tenido hijos, trabajado con empeño y vivido según los preceptos de la Biblia. Siempre había pensado que la mayoría de las vidas se desarrollaban de este modo. Sin embargo, esa repugnante historia…

– Debes darte tiempo. ¿No dicen acaso que el tiempo todo lo cura?

– Pero le he hecho mucho daño a Noah. Lo alejé de mí cuando todo lo que quería hacer era ayudarme. Nunca volverá a mi lado.

– Eso no puedes saberlo. Quizás te esté dando tiempo para reponerte.

– No quiero tiempo. Lo único que quiero es casarme con él ahora y hacer una vida tan normal como la de cualquiera.

Emma le volvió a acariciar la espalda y los hombros, todo ello con unas ganas terribles de echarse a llorar, pero sin saber qué decir para aliviar el dolor de su amiga.

– Oh, Dios -suspiró-. Ojalá pudiera ayudarte.

Sarah se secó las lágrimas y Emma volvió a llenar las tazas. Se sentaron algo más tranquilas. Sarah habló, mirando a su amiga con abatimiento.

– Le vi bailar con esa chica de Rose's. Los vi reírse.

Emma se limitó a apretarle la mano en silencio.

En la casa de la calle Mt. Moriah, los recién casados entraron en el dormitorio. Robert bajó la intensidad de la luz de la lámpara, corrió las cortinas y volvió junto a Addie. Le sonrió, acariciándole la cara.

– Tus flores se han marchitado. -Quitó los capullos de flor de ciruelo del pelo de Addie y los dejó junto a la lámpara, en la mesilla de noche.

Addie miró hacia arriba, como buscando las flores, y se tocó el pelo con timidez.

– Me sorprende que no se hayan caído. Hay tan poco pelo para sostenerlos.

– No creo que sea tan poco. En todo caso suficiente para mí -la corrigió Robert, bajándole las manos y manteniéndolas entre las suyas.

Habían estado entre una multitud durante diez horas, alegres, sonrientes, esperando aquella hora como las violetas, aletargadas en invierno, esperan la primavera.

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