LaVyrle Spencer - Perdón

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Sarah llega al pequeño pueblo de Deadwood con el deseo de fundar un periódico y encontrar a su hermana, que huyó de casa cinco años atrás. Sin embargo, muy pronto se da cuenta de que conseguir ambos propósitos será más arduo de lo seprado. Pese a contar con el apoyo incondicional de un hombre, abrirse camino no es fácil para una mujer soltera. Y además, el pardero de su hermana Addie resulta ser un sitio “algo” distinto de la respetable casa de familia donde se supone debíaa residir.
Perdón es una historia conmovedora sobre la inocencia perdida y recuperada, una prueba más de que el amor es capaz de vencer todas las adversidades…

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Cuando salieron de la casa, Addie iba orgullosa del brazo de Robert, entusiasmada y expectante. Sarah los miró alejarse, sintiéndose melancólica y un poco celosa de su felicidad.

De pronto la casa le pareció triste. Se paseó inquieta, regó unas plantas, subió a su cuarto, se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas de fieltro marrón. Se quitó las peinetas del pelo y lo dejó suelto, cayendo sobre su espalda, demasiado deprimida para cepillarlo. Se desabrochó los botones de los puños y del cuello, se envolvió en su chal naranja favorito, extrajo el broche de compromiso y lo puso delante suyo, encima del escritorio, se puso las gafas y extrajo de un cajón su diario íntimo. Al cabo de un rato sintió frío. Escribió poco: se distraía continuamente y se descubría mirando hacia los compartimientos de su escritorio.

A eso de las ocho, se trasladó con el material de escritura al piso de abajo. Había un árbol de Navidad en la sala, pero la habitación estaba oscura cuando la cruzó en dirección a la cocina, donde dejó las cosas sobre la mesa. El broche lo puso al alcance de la mano, junto al diario de tapas veteadas y páginas blancas sin cuadrículas. Puso dos maderos de tamaño mediano en el fuego, se sirvió un poco de café y se sentó para continuar escribiendo.

Los ruidos de la cocina, acogedores en épocas más felices, ahora le resultaban desagradables testigos de su soledad: el siseo de la tetera sobre el hornillo; el suave chisporroteo de algunas brasas; el crujido de la silla ante el más mínimo movimiento de Sarah; el sonido de la pluma al contacto con el papel; el débil silbido de la lámpara mientras Sarah estudiaba el broche, esperando que las palabras se formaran en su mente; el ruido seco cuando Mandamás saltó de una silla y se desperezó estirando las patas.

Sarah se reclinó.

– Eh, Mandamás, ven aquí -la llamó, bajando la mano con los dedos doblados.

Mandamás terminó de estirarse, se sentó sobre su cola ondulada y la miró de soslayo a un metro y medio de distancia. Sarah contempló a la gata, deseando que saltara a su falda, un consuelo cálido y vivo, pero Mandamás tenía otras cosas que hacer. Comenzó a limpiarse el cuerpo con la lengua.

«Me gustaría ser un gato. Mis únicas preocupaciones serían comer, dormir y limpiarme. No habría penas, desdichas, ni compromisos rotos. Cuando sintiera necesidad de compañía saldría en busca de otro de mi especie, me acurrucaría con él, maullaría y saltaría a la luz de la luna junto a él, en la hierba alta o en la nieve dura, y, llegado el momento, me aparearía y al día siguiente, quizás ni siquiera me acordaría de todo eso.»

Mandamás se alejó, se instaló de un salto en la mecedora y se acurrucó quedando sus patas delanteras escondidas.

Sarah sumergió la punta de su pluma en el tintero y escribió:

Me pregunto qué se sentirá al estar embarazada, echarse la capa sobre el vientre hinchado y salir del brazo de Noah a cenar a casa de Chambers y Adrienne Davis; formar parte, por fin, de un mundo compartido.

Volvió a cargar la pluma y la sostuvo sobre la página, mirando su extremo fijamente, hasta que la tinta empezó a secarse, creando un diseño jaspeado, azulado y cobrizo, sobre el metal curvo.

En la sala, unas agujas del árbol de Navidad cayeron al suelo de madera desnudo. Mandamás torció las orejas, sus pupilas se dilataron y volvió la cabeza hacia la puerta.

Sarah la miró con aire distraído, hasta que la gata volvió a acurrucarse y entornó los ojos. La mujer desvió entonces la mirada al broche, extendió una mano y lo tocó con la punta de los dedos, con tanta delicadeza como si tratara de localizar finas estrías.

Pasados unos segundos, suspiró, mojó la pluma de nuevo y escribió:

Me sorprendo fantaseando sobre Noah con mucha frecuencia, imaginando qué hubiera ocurrido si yo hubiera sido como Addie y pudiera…

Llamaban a la puerta principal.

Sarah y Mandamás giraron la cabeza en dirección a los golpes. Sarah permaneció inmóvil hasta que la llamada se repitió, luego empujó la silla hacia atrás y se quitó las gafas, se echó el chal sobre los hombros y cruzó la sala en dirección a la puerta. Con una mano se arregló un poco el pelo desordenado en la nuca. Abrió la puerta.

Noah estaba de pie en el escalón de entrada.

Durante un instante, ninguno de los dos habló. Ni se movió. Los ojos de él la observaban bajo el Stetson marrón, las manos a los lados del cuerpo, sus facciones difuminadas a la débil luz de la lámpara de la cocina. Las líneas que unían su nariz y su boca eran surcos profundos que se perdían en el tupido bigote. Los ojos sombríos, simples puntos de luz.

En el umbral, a un nivel superior al de él, ella mantenía cerrado sobre su pecho el viejo chal con una mano y, con la otra, el picaporte de la puerta; la luz a sus espaldas iluminaba el contorno de su cabello desgreñado.

– Hola, Sarah -dijo él por fín con una voz que sonó muy cansada.

– Hola, Noah.

El silencio reinó mientras esperaban que un milagro los relajara.

– Creo que tendríamos que hablar. ¿Puedo entrar?

– Addie y Robert no están. Han ido a cenar a casa de los Davis.

– Sí, lo sé, Robert me lo dijo. Por eso he venido.

Ella ocultó su sorpresa.

– ¿De qué serviría hablar?

– No lo sé… -Bajó la mirada al suelo y sacudió la cabeza con desánimo-. No lo sé… -repitió en voz más baja-. Lo único que sé es que debemos hacerlo porque no podemos continuar así.

Sarah retrocedió dejando libre la entrada.

– Pasa.

Noah se movió como un granjero a través de un campo azotado por el granizo y entró. Sarah dejó que él cerrara la puerta, deteniéndose a cierta distancia para esperarle con los brazos cruzados, ciñendo tanto el chal a su cuerpo que el tejido se deformaba.

– Encenderé una lámpara -dijo ella dirigiéndose hacia una mesa redonda.

– No, no lo hagas. En la cocina se está más caliente.

Avanzó hacia allí como atraído por una fuerza sobre la que no tenía ningún control. Se detuvo en el marco de la puerta, contemplando la habitación donde habían compartido las cenas, risas, juegos y amistad que habían ocupado el vacío que ahora sentía en su vida. Sarah había estado escribiendo: sus cosas estaban desparramadas sobre la mesa. La estancia emanaba una melancolía que lo conmovió profundamente: la gata acurrucada en una mecedora junto a la cocina, la evidencia de la particular ocupación de Sarah un sábado por la noche, cuando el resto de la gente disfrutaba de actividades más alegres, el broche de compromiso que él le había regalado entre los materiales de escritura, como un talismán sin poder. Se acercó al borde de la mesa y contempló la taza de café vacía, el broche, las gafas, el libro abierto con una caligrafía muy suelta, tan distinta a sus garabatos esforzados que nunca parecían seguir la línea horizontal de la hoja. Tocó el cuaderno, leyó la última frase escrita y sintió una enorme presión en el pecho.

– No está bien leer los diarios de otras personas -comentó ella desde la puerta.

Noah la miró por encima de su hombro, estudiando sus brazos firmemente cruzados y el rostro serio.

– No tienes secretos para mí, Sarah. Todo lo que tú sientes, yo también lo siento. Diría que somos un par de personas muy infelices.

– Siéntate. -Ella entró en la cocina y cerró el diario, depositó el portaplumas encima y dejó el broche donde estaba. Noah colgó su chaqueta en el respaldo de una silla, se quitó el sombrero, levantó a la gata de la mecedora y se sentó allí mientras Sarah lo hacía en una de las sillas de la mesa.

Mandamás se quedó en la falda de Noah, donde él la había puesto, convirtiéndose en el centro de atención de las miradas de ambos mientras él le acariciaba el cuello y la cabeza. Al cabo de unos segundos alzó la vista y preguntó en tono cansado:

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