Bertrice Small - La Pasión De Skye O’Malley

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Criada desde pequeña en alta mar como el varón que siempre deseó y nunca tuvo su padre, jefe de una poderosa flota de las costas de Irlanda, la hermosa Skye O'Malley contrae a los quince años matrimonio con un hombre cruel y vicioso, aunque no sin antes perder su virginidad a manos del noble Niall Burke, que ejerce así el tradicional derecho de pernada. En realidad, Skye ama a Burke en secreto y esa única noche de pasión resultará para ella inolvidable.
Pero su vida y sus amores no han hecho más que empezar y llegarán a abarcar con el tiempo desde las brutalidades de su marido irlandés a los refinamientos sensuales de los harenes de Argel…

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– Supongo que no esperaréis que una mujer en mi estado se quede de pie todo el rato, milord.

– Por favor, recordad que sois una prisionera, señora -dijo lord Dudley con mala intención.

– Y por otra parte -contestó ella, furiosa y fría-, a menos que ese hombre salga de la habitación me iré ahora mismo, lord Burghley.

– Por favor, una silla para lady Burke -ordenó Cecil-. Dudley, callaos.

– Espero -hizo notar Skye mientras se sentaba con mucha alharaca-, que podáis explicarme ahora el motivo de este encierro. Hace semanas que estoy aquí sin saber por qué, y estoy empezando a pensar que la situación se está haciendo intolerable.

Una sonrisa amarga se insinuó en las comisuras de los labios de Cecil.

– Deseábamos hablar con vos acerca de los piratas que han asolado Devon en los últimos tiempos.

Skye enarcó una ceja.

– Si deseabais hablar conmigo sobre eso, sir, ¿por qué no lo hicisteis? ¿Necesitabais traerme a prisión? Sé bastante sobre los piratas, perdí dos barcos el año pasado. Lamento que la comisión de la reina no haya descubierto a los culpables, ¡Me costó mucho dinero!

– No parecéis haber sufrido demasiado desde el punto de vista financiero -hizo notar Cecil.

– Soy muy rica, como bien sabéis, milord Burghley. Pero, de todos modos, me molesta mucho perder dinero. Tengo que mantener mis barcos, pagar a mis capitanes y tripulaciones. Y ellos, a su vez, alimentan mi economía. Es un círculo muy satisfactorio cuando funciona, y cuando aparecen los piratas ese círculo se rompe.

– Eso que decís es inteligente, señora, pero no lo suficiente para que nosotros lo creamos -ladró Dudley.

Skye lo miró con ojos de hielo.

– Estáis panzón por la buena vida que os dais, milord. Pero vuestro cerebro sigue tan blando como siempre. -El conde de Leicester se puso rojo y su boca se cerró y se abrió varias veces sin articular palabra.

Shrewsbury y Cavendish se estremecieron como conteniendo la risa y hasta Cecil estuvo a punto de sonreír. Pero sabía que ahora era su turno y que Skye lo atacaría, así que prestó atención.

– Señores, si tenéis acusaciones formales que hacerme, hacedlas. Si no, dejadme marchar porque me estáis reteniendo ilegalmente. -La condesa miraba solamente al consejero-. Lord Burghley, me insultáis gravemente haciéndome venir ante esta gente. No volveré a presentarme sin acusaciones formales a las que responder, ni lo haré ante ninguna comisión que incluya a lord Dudley. Y no tenéis que preguntarme por qué, ya que sabéis muy bien las razones, no hay duda de ello. -Se puso en pie, se volvió y caminó hacia la puerta.

– ¡Detenedla! -gritó Dudley a los guardias.

Skye giró en redondo, elegante a pesar del vientre. Sus ojos azules brillaron de desprecio. Se puso las manos sobre el vientre, como para protegerlo y gritó con furia:

– Llevo en mi seno al heredero del MacWilliam. Si ponéis vuestras manos sobre mí y lo lastimáis, ni siquiera mis ruegos podrán detener la chispa que encenderá toda Irlanda. Si la reina quiere una guerra contra mi gente, la conseguirá con facilidad, os lo aseguro -después se volvió y dejó la habitación sin que nadie la detuviera.

– ¿Por qué no habéis detenido a esa perra irlandesa? -preguntó Dudley, furioso-. ¿A quién le importa si su cachorro se ahoga con el cordón?

– Milord -dijo Cecil con voz aséptica-, estáis en este comité porque la reina me lo pidió y yo soy su fiel servidor en todo. Pero no os he elegido yo, y le pediré a Su Majestad que considere la demanda de lady Burke al respecto. Estoy de acuerdo con ella, sois repulsivo. Caballeros, podéis retiraros. Mañana a la misma hora trataremos de interrogar otra vez a lady Burke.

Este segundo interrogatorio no llegaría, sin embargo, a llevarse a cabo porque Skye acababa de sentir los primeros dolores del parto. Apretó los dientes y se alejó con los guardias por el laberinto de pasadizos. Sintió que se desmayaba cuando subía por las escaleras hacia sus habitaciones y se obligó a subir más y más, aunque sentía que sus piernas eran de plomo y que no podía levantarlas. Al llegar arriba, gruñó y se dejó caer.

Asustado, el capitán de la guardia se volvió hacia ella:

– ¡Milady! -exclamó. Saltó los escalones que lo separaban de la prisionera y la sostuvo con su brazo; la ayudó a subir lo que quedaba de la escalera hasta la habitación y gritó para pedir ayuda mientras la acompañaba. La puerta se abrió de par en par y aparecieron Eibhlin y Daisy, que se acercaron a Skye para cogerla de manos del capitán.

– ¿Necesitáis algo? -preguntó él, preocupado.

Eibhlin sonrió para darle ánimos.

– No, gracias, capitán. Tenemos todo lo necesario. Sin embargo, me gustaría que informarais en la Torre de que lady Burke está empezando un parto prematuro. -Bajó la voz para convertirla en un murmullo que Skye y Daisy podían oír fácilmente-. Espero que no los perdamos a los dos. Toda esa estupidez de arrestar a mi hermana… ¿Y cuáles son las acusaciones, capitán? ¡No hay acusaciones! Bueno, gracias por vuestra ayuda. Sois un buen cristiano y rezaré por vos. -Después cerró la puerta y dejó al guardián fuera.

– ¡Eibhlin! -Skye reía entre una contracción y otra-. ¡Eres la monja menos santa que conozco! Has aterrorizado a ese pobre hombre. Ahora correrá directo a sir John y le dirá que me estoy muriendo.

– ¡Me alegro! Haremos que se sientan culpables -gruñó Eibhlin mientras Daisy ayudaba a Skye a desvestirse-. ¿Qué quería Cecil?

– Que confesara mi relación con los piratas. Es tal como te dije. No tienen pruebas. -Hizo una mueca cuando el dolor le recorrió el cuerpo. De pronto, se le rompió la bolsa y el líquido formó un charco a sus pies-. ¡Eibhlin! Creo que este niño va a nacer ahora mismo.

– ¡Daisy, rápido muchacha! Lleva la mesa frente a la chimenea.

Daisy luchó con la mesa de roble para empujarla a través de la habitación.

– ¡Eibhlin! ¡Ayúdala! Puedo mantenerme en pie sola.

Entre las dos mujeres llevaron la mesa frente a la chimenea encendida. Después, Daisy corrió por las escaleras hasta el dormitorio, que quedaba más arriba, y volvió con las almohadas de pluma de ganso, un banquito y una sábana que entre las dos pusieron sobre la mesa. Ayudaron a Skye a subir a ella y se recostó con las piernas separadas y las almohadas sosteniéndole los hombros, mientras seguían los dolores. Eibhlin metió las delgadas y elegantes manos, en la vasija que Daisy le había traído. Unas semanas antes, la monja le había enseñado lo que debía hacer cuando llegara el momento, y la muchacha lo estaba cumpliendo al pie de la letra.

La comadrona se inclinó para examinar a su paciente.

– ¡Por Dios! ¡Este niño ya casi está fuera! -exclamó. Se estiró y dio la vuelta al bebé dentro del vientre de la madre.

– Te…, te lo dije -jadeó Skye sacudida por una nueva contracción. Y en ese momento, el niño, ya fuera, empezó a gritar con fuerza-. ¿Es…, está bien el niño? ¿Los dedos, las manos, los pies?

Eibhlin secó al bebé y contempló la carita arrugada.

– ¡Está muy bien, y es niña, Skye! ¡Tiene todos los dedos, no te preocupes!

– ¿Una niña? ¡Al diablo! -Después Skye rió débilmente-. Willow tendrá una hermanita, eso le encantará. Y yo me alegro de tener una hija más. Pero el MacWilliam se sentirá muy defraudado.

– Tendrás más hijos -dijo Eibhlin con sequedad.

Skye la miró, divertida, pensando que era hermoso tener a su hermana con ella. Cuánto tiempo le permitiría quedarse la reina, reflexionó, ahora que el bebé había nacido ya, y en ese preciso momento, se oyó un golpear en la puerta.

– Rápido, Daisy, dile a quien sea que no puede entrar -indicó Eibhlin.

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