Bertrice Small - La Pasión De Skye O’Malley

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Criada desde pequeña en alta mar como el varón que siempre deseó y nunca tuvo su padre, jefe de una poderosa flota de las costas de Irlanda, la hermosa Skye O'Malley contrae a los quince años matrimonio con un hombre cruel y vicioso, aunque no sin antes perder su virginidad a manos del noble Niall Burke, que ejerce así el tradicional derecho de pernada. En realidad, Skye ama a Burke en secreto y esa única noche de pasión resultará para ella inolvidable.
Pero su vida y sus amores no han hecho más que empezar y llegarán a abarcar con el tiempo desde las brutalidades de su marido irlandés a los refinamientos sensuales de los harenes de Argel…

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– ¡Qué Dios guarde a la condesa y la traiga de vuelta a casa pronto!

«¿Qué demonios quiere Bess Tudor? -se preguntó De Grenville-. ¿Qué ha hecho Skye que ha ofendido tanto a la reina, algo tan terrible y tan secreto, algo que nadie sabe?»

El viaje, que tendría que haber durado apenas unos días, les ocupó más de una semana. El coche se movía despacio y se detenía frecuentemente para que la hermosa condesa estirara las piernas y se refrescara. Empezaban a viajar tarde y se detenían temprano. Cuando De Grenville sugirió que fueran un poco más rápido, Skye se quedó en cama y los retrasó un día más. De ahí en adelante, De Grenville apretó los dientes y mantuvo el ritmo lento del comienzo.

Cuando llegaron a Londres, De Grenville puso a Skye en una barca cerrada para que no se reconociera el blasón de los Lynmouth, que estaba grabado en la portezuela del coche de Skye. El coche y los sirvientes volvieron inmediatamente a Devon.

Privada de la familiaridad del coche y los sirvientes personales, Skye sintió que parte de su coraje se extinguía, pero nadie hubiera podido decirlo, porque su mirada seguía tan serena como antes. Skye había aprendido hacía tiempo que demostrar miedo solamente ayuda a los enemigos y los alienta. Cuidadosamente, De Grenville la ayudó a sentarse en la barca cerrada, luego ayudó a Daisy y luego entró él.

– Siempre quise llevarte por el río en mi barca -dijo en un intento de conversación.

– Claro, Dickon -le contestó ella-. Y te aseguro que ese viaje en tu barca sería mucho más agradable para mí que el que estamos haciendo ahora.

– Skye, dime, por favor, ¿qué pasa entre tú y la reina?

– Realmente no tengo ni idea, Dickon -le replicó ella con dulzura, y giró la cara para mirar el río.

Él suspiró y no lo intentó de nuevo.

Skye respiraba despacio, concentrada en el acto simple de darles aire a sus pulmones. Cada latido de los remos la llevaba más cerca de la prisión y Dios sabía de qué más. Ah, juró entre dientes, no admitiría nada. Nunca. Le ganaría a la reina en este juego del gato y el ratón, sí, le ganaría aunque fuera lo último que hiciera en su vida.

Empezó a lloviznar. El atardecer era un resplandor malva y gris que invadía el cielo alrededor de ellos. El río estaba tranquilo y callado, y parecía no haber ninguna otra barca navegando en él. Al cabo de un rato, el corazón de Skye se aceleró. Allá delante se alzaba la Torre de Londres, amenazadora, alta, oscura en la noche que llegaba. La barca puso rumbo a la orilla y el niño que crecía en el vientre de Skye le pateó cuando la barca golpeó el muelle de piedra. Ella se puso una mano en la cintura mientras pensaba: «No tengas miedo, amor mío, yo te protegeré.» «Sí -dijo otra voz quejosa en su mente-, pero ¿quién te protegerá a ti?» Skye tembló.

De Grenville saltó a tierra para ayudarla a desembarcar. Ella se quedó un momento de pie, saboreando sus últimos momentos de libertad; luego se volvió para empezar a subir por los escalones que conducían a la Torre. La escalera estaba gastada por el tiempo y resbaladiza por la lluvia, y Skye resbaló una vez, cosa que le dio mucha rabia. De Grenville la sujetó por el codo para evitar que se cayese.

Ella se detuvo para recuperar el equilibrio y después se separó de él.

– No tengo miedo, milord.

– Lo sé. Son los escalones, Skye -le contestó él, mientras pensaba en la valentía de la mujer a la que había traído a la prisión.

El gobernador de la Torre los esperaba en la entrada, y al ver el estado de Skye, la miró muy preocupado. Claro que no sería la primera mujer en dar a luz allí, pero odiaba tener que aceptar a mujeres embarazadas como prisioneras. Una mujer así podía provocar cualquier tipo de incidente. La recibió con todo el calor que pudo.

– Por favor, aceptad mi invitación a cenar, lady Burke. Mi esposa y yo estaremos encantados de teneros con nosotros mientras vuestra sirvienta prepara las habitaciones. Enviaré a mi gente por vuestro equipaje y me ocuparé de que se enciendan las chimeneas.

– Gracias, sir John -contestó Skye. Luego, se volvió y dijo-: Adiós, Dickon. Por favor, dile a Su Majestad que si realmente hubiera querido venir a Londres, lo habría hecho hace ya mucho. Espero recibir una lista de los cargos que hay contra mí, y si no hay ninguno, dile a la reina que este arresto es ilegal. -Se volvió de nuevo-. Sir John, vuestro brazo, por favor. Estos días estoy un poco torpe.

Richard de Grenville dejó la Torre y se fue a Whitehall donde residía la reina en esta época. Caminó hasta las habitaciones de Cecil y pidió verlo inmediatamente. El secretario del consejero, que ya estaba inmunizado contra las demandas urgentes, se sorprendió mucho cuando lord Burghley le dijo que dejara entrar a sir Richard sin perder tiempo. Cuando la puerta se cerró detrás de Dickson, Cecil indicó con un gesto a su invitado que tomara asiento y le preguntó:

– ¿Por qué habéis tardado tanto, sir? ¿Hubo dificultades en Lynmouth?

– No, milord, ninguna, aunque lord Burke se enfureció bastante y lady Burke parecía confundida y no entendía las razones de la reina. Pero sí hay una complicación, y por eso me ha llevado tanto tiempo volver. -Cecil lo miró y De Grenville siguió adelante con su explicación-: Lady Burke tendrá un hijo dentro de poco. Hemos tenido que viajar despacio.

– ¡Maldita sea! -se enfureció Cecil-. Se lo advertí a la reina y ahora… -Se detuvo.

– Milord -interrumpió De Grenville-, ¿por qué ordenó arrestar a la condesa? ¿Qué es lo que ha hecho?

– ¿Hacer? No estamos seguros de que haya hecho nada, sir Richard. Está bajo sospecha solamente.

– Ah. -Dickon deseaba preguntar bajo sospecha de qué, pero no se atrevía.

– Podéis marcharos, sir Richard. Recordaréis, espero que no debéis comentar esta misión con nadie.

– Sí, milord. -Lord De Grenville se volvió para marcharse, dudó y luego miró de nuevo a Cecil y preguntó-: ¿Puedo visitar a Skye de vez en cuando, milord? Se sentirá sola.

– No, no podéis, sir Richard. Su presencia en Londres debe permanecer en secreto. Si alguien os viera en la Torre, no podríais explicar vuestra presencia allí. -De Grenville lo miró, desilusionado, y entonces Cecil agregó con voz más amable-: Tal vez podáis verla antes de Navidad, y llevarle los saludos de su familia, sir.

A solas, Cecil pensó que, por lo menos, había logrado aislar a lady Burke. La dejarían sola durante algunas semanas para que pensara en las razones por las que estaba allí. Si realmente era culpable, se asustaría, y para cuando la interrogaran, estaría aterrorizada. Sonrió.

Unos días después, ya no sonreía. De pie frente a él había una implacable monja irlandesa que se identificó como la hermana Eibhlin, nacida O'Malley, del convento de St. Bride, en la isla de Innishturk.

– He venido -dijo con voz firme y suave- a atender a mi hermana en su parto.

Al principio, Cecil fingió ignorar de qué se trataba.

– Señora -le contestó con frialdad-, no tengo ni la menor idea de qué tiene que ver eso conmigo.

Eibhlin lo miró con una sonrisa burlona que a Cecil le resultó familiar.

– Milord, no perdamos tiempo. El arresto de mi hermana llevaba vuestra firma. He pasado muchos días viajando lo más rápido que he podido y casi me rompo el cuello para llegar a tiempo desde la costa oeste de Irlanda. Pienso estar con Skye y, a menos que me deis permiso para verla, encontraré los medios para llegar hasta la reina y hacer que esto se haga público. Los O'Malley hemos mantenido la paz con Inglatera hasta ahora, porque lord Burke nos aseguró que solamente se trata de un malentendido.

– ¿Y por qué, por qué, señora -se irritó Cecil-, os dejaría ver a vuestra hermana? No se lo he permitido a su esposo, ¿por qué a su hermana sí?

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