Bertrice Small
Mi Pasión eres tú
2° de la Serie Friarsgate
Until You (2003)
La frontera, diciembre de 1511.
– Estás totalmente loca -dijo sir Thomas Bolton a su prima Rosamund mientras galopaban a través de la frontera rumbo a Escocia. Hacía frío, pero el día era bello y diáfano.
– ¿Por qué? -Inquirió la joven-. ¿Porque una vez en la vida haré cuanto me plazca? Estoy harta de que me digan con quién debo casarme y siempre para beneficio de otros, no mío. Tuve suerte con Hugh Cabot y con Owein Meredith. Pero, ¿qué ocurrirá la próxima vez? No me atrevo a correr nuevamente ese riesgo. De ahora en adelante tomaré mis propias decisiones, querido Tom. Por lo demás, no estoy particularmente interesada en ser la esposa de nadie. Todavía soy joven y quiero visitar la corte del rey Jacobo, libre de las trabas que implica un marido. Quizás hasta tenga un amante.
– Seguramente estás planeando alguna travesura, primita. En ese caso, debes compartirla conmigo -le respondió Thomas Bolton con una sonrisa maliciosa.
– ¡Oh, Tom, nunca se te ocurra dejarme! No sé qué haría sin ti. ¡Eres mi mejor amigo!
– Por favor, querida, no te pongas sentimental a mis expensas -dijo sonriendo, pues amaba a su prima tanto como ella a él. Su hermana menor se parecía a Rosamund. Cuan solo se sintió cuando murió en el parto junto con el bebé. Luego, gracias a la reina, encontró a Rosamund, la heredera de la rama principal de su familia. Desde luego, ella nunca reemplazaría a su hermana, pero ocupaba un lugar importante en su corazón.
– ¿Logan Hepburn se sentirá muy molesto cuando sepa que no estoy en Friarsgate? -se preguntó Rosamund en voz alta.
– ¿Todavía pones en duda su sinceridad?
Rosamund suspiró.
– No debería, supongo, pero la cuestiono, al menos en parte. Nadie me ha buscado jamás solamente por lo que soy. Si él me quisiera de veras, tomaría en cuenta mis sentimientos y sería paciente. Además, cuando Edmund le comunique dónde nos hemos ido, seguro vendrá a toda prisa a Edimburgo, o dondequiera que esté la corte en ese momento. Pero, para entonces, ya estaré participando de las festividades navideñas y habrá otros hombres dispuestos a cortejarme. Logan Hepburn se verá obligado a abandonar el viejo cuento de que me ama desde que era niña y de que llegó la hora de desposarme. En realidad, no me ama. Me desea, eso es todo.
Sir Thomas Bolton chasqueó la lengua.
– Según mis conjeturas, los próximos meses serán sumamente interesantes, querida.
– Hasta ahora llevé una vida muy circunspecta. Cumplí con mis deberes. Hice todo cuanto me impusieron. Ahora, sin embargo, pienso hacer lo que me venga en gana, algo diferente y estimulante, algo que nadie hubiese esperado de mí.
– ¡Oh, Dios! -Exclamó su primo mirando a Rosamund con asombro-. Me temo que tu estado de ánimo sea muy peligroso, dulce paloma. Evidentemente, estás dispuesta a abrir la puerta de la jaula de una patada. Y la verdad es que te han enjaulado desde la más tierna infancia. Pero sé precavida, te lo suplico.
– Precavida, querido Tom, era la antigua Rosamund. La nueva quiere algo más de la vida. Y cuando lo consiga, volveré a Friarsgate a cuidar de mis hijas y, probablemente a casarme con Logan Hepburn, si todavía me espera.
Tom meneó la cabeza con cierto escepticismo, pero luego la miró y sonrió.
– Estaré a tu lado, si así lo deseas, querida Rosamund; pese a los problemas en los que te meterás, de eso no me cabe duda. Tengo entendido que esos señores de Escocia son muy diferentes de nosotros, los caballeros ingleses. Más salvajes y temerarios, según me han dicho.
– Así los ha descripto la reina en su carta y ha despertado mi curiosidad -respondió Rosamund con una sonrisita cómplice.
– Si lo dice la reina, puedes estar segura de que nos divertiremos en grande. Siempre y cuando -agregó con seriedad, al advertir que habían comenzado a caer los primeros copos de nieve- no nos congelemos antes de llegar a Edimburgo.
Tom se estremeció de frío y se subió el cuello de la capa.
– No falta mucho para llegar a la mansión de lord Grey, donde pasaremos la noche. ¡Mira, allí está la casa! -dijo Rosamund, señalando la siguiente colina.
– Entonces, por Dios, galopemos más rápido.
Luego Tom se dirigió al capitán de su escolta.
– ¿Es posible, querido señor, cabalgar a mayor velocidad? No deseamos convertirnos en dos témpanos.
El capitán asintió observando con cierto desdén al caballero inglés. Levantó la mano e hizo una señal a sus hombres para que apresuraran la marcha, sorprendido al ver que sus escoltados no se quedaban a la zaga.
– Vamos, querida muchacha -exclamó Tom eufórico-. Estamos en Escocia y la aventura nos aguarda.
– ¿Quién es? -preguntó el primer conde de Glenkirk a su amigo lord Grey.
– ¿A quién te refieres?
– A la mujer que está sentada en un escabel al lado de la reina.
– ¡Ah, sí! -Entendió lord Grey-. La joven de cabello rojizo y vestido verde. Es una amiga de infancia de la reina, la dama de Friarsgate que acaba de llegar de Inglaterra por invitación de Su Majestad. Es encantadora, ¿verdad? Pasó una noche en casa de camino al castillo, pero, por desgracia, yo no estaba allí.
– Me gustaría conocerla.
– ¡Vaya, vaya! -Replicó lord Grey chasqueando la lengua-. No te he visto interesado en una mujer en más de veinte años. Y además, amigo mío, podrías ser su padre -agregó con ironía.
– Afortunadamente no lo soy -contestó el conde con una ligera sonrisa-. ¿Quieres presentármela?
– ¿Cómo podría hacerlo si ni siquiera me la han presentado a mí?
Era plena temporada navideña en la corte del rey Jacobo IV. Los dos amigos estaban en medio del gentío, en el gran salón del castillo de Stirling, construido por Jacobo III, el difunto padre del rey. Había vigas de madera en el techo, enormes ventanales con vitrales que formaban el escudo heráldico y cinco grandes chimeneas. Por encima de la chimenea, situada detrás de la mesa donde se sentaba el rey, colgaba la insignia bordada del castillo. Las paredes estaban pintadas de un amarillo pálido al que denominaban "dorado real".
La corte de Jacobo IV de Escocia era muy cosmopolita y era habitual escuchar a sus huéspedes hablar en seis idiomas, por lo menos. El monarca, un hombre culto, de gustos eclécticos, podía conversar acerca de las más modernas teorías científicas, arquitectura, poesía e historia. Mundano y de gran encanto, no solo era apreciado por los cortesanos sino también por el pueblo.
El conde de Glenkirk volvió a mirar a la joven pelirroja. Andrew Grey estaba en lo cierto: por primera vez en mucho tiempo se sentía atraído por una mujer. Hacía veintiocho años que era viudo y cuando perdió a su esposa Agnes juró que no permitiría nuevamente que una mujer muriera al dar a luz a sus hijos. Por cierto, había disfrutado de su cuota de amantes, quienes, en general, habían servido para satisfacer su lujuria, aunque algunas llegaron a ser sus amigas. Eran plebeyas y no damas pertenecientes a familias respetables, a quienes un caballero debía cortejar o pedir en matrimonio. La amante de su juventud, Meg McKay, había dado a luz a su hija Janet y su esposa, Agnes, le había dado a su único hijo varón. El conde suspiró al recordarlas. Nunca, desde la muerte de ambas, había mirado a otra mujer como a la dama de Friarsgate. Su sola presencia conmovía su corazón inmune a esas tiernas emociones durante largo tiempo. Se preguntó si no se estaría comportando como un tonto.
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