Bertrice Small - Mi Pasión eres tú

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Mientras la guerra se cierne sobre Inglaterra y Escocia, la dama de Friarsgate conoce, por fin, a su verdadero amor.
Rosamund Bolton ha tomado el control de su vida. Reclamó la herencia que le pertenecía, rechazó a su último pretendiente y decidió viajar a la corte de su querida amiga, la reina Margarita de Escocia. En ese ámbito suntuoso e impredecible conocerá al hombre que cambiará su destino para siempre.
Patrick Leslie, primer conde de Glenkirk, provoca en la dama de Friarsgate una pasión abrasadora, a pesar de su trágico pasado. Mientras la guerra se cierne sobre Escocia e Inglaterra y Enrique VIII intenta convertirse en el monarca más poderoso de Europa, Patrick y Rosamund emprenden una peligrosa misión en nombre del rey Jacobo IV, en la que pondrán a prueba su lealtad y la intensidad de su amor.

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– La reina cree que está en deuda conmigo, pero no es cierto. Y aunque lo fuera, ya pagó esa deuda -dijo Rosamund, bajando la voz-. Esta noche estás muy locuaz, primo.

– Tu ausencia me preocupaba -le contestó con suavidad.

– ¿Y qué lo llevó a buscarla en la gélida noche? -le preguntó el conde, divertido.

– Escuché decir a una de las damas de la reina que había presentado a mi prima al conde de Glenkirk y que ambos habían abandonado juntos el salón. Tengo derecho a sentirme intrigado y no soy el único. Entiendo, milord, que no ha estado en la corte en muchos años.

– No disfruto de los rumores ni de las intrigas de la corte -replicó el conde, con cierta mordacidad-, pero soy un fiel súbdito de Jacobo Estuardo y estoy a su disposición cada vez que requiere mi presencia.

– ¡Ni una palabra más, Tom! -Lo reprendió Rosamund-. Y antes de que lo preguntes, lord Leslie no sabe aún por qué lo ha convocado el rey.

– Prima, acabas de romperme el corazón. ¿Cómo puedes pensar que soy un vulgar chismoso? -exclamó, llevándose la mano al pecho con aire dramático.

– Nadie podría considerarte jamás un vulgar chismoso, Tom -le respondió con malevolencia.

– Milord, cuando me entere del deseo de Su Majestad, le aseguro que enseguida lo sabrá toda la corte. Admito que yo mismo siento curiosidad, pues el rey no ignora que detesto abandonar Glenkirk, pero tampoco ignora que mi hijo se encargará de nuestras tierras durante mi ausencia.

– ¿Entonces tiene usted una esposa, milord?

– Soy viudo, lord Cambridge. De otro modo no me hubiera acercado a su prima Rosamund. Me complace comprobar que tiene en usted a un galante protector.

– Quiero mucho a Rosamund, milord. Ella y sus hijas son mi única familia. No me gustaría que la lastimaran, usted me entiende.

– Desde luego -asintió el conde con voz calma.

– Queridísimo Tom, no puedo explicarte lo que ha sucedido porque ni siquiera yo lo comprendo, pero siempre hemos confiado el uno en el otro. Debes creerme si te digo que todo cuanto ocurra entre Patrick y yo estará bien. ¿No es así, milord?

Lord Leslie asintió asombrado, pues acababa de darse cuenta de que realmente lo creía.

Si Rosamund no podía explicar cuanto les había sucedido, tampoco él era capaz de hacerlo. Esa noche, en el gran salón del castillo de Stirling, había visto por primera vez a una joven. No obstante, algo dentro de él se negaba a admitir que fuera la primera vez. Y luego, al hablar con ella, sintió que la conocía desde toda la eternidad e instintivamente supo que ella experimentaba lo mismo.

Tom percibió la magia que envolvía a la pareja y se quedó estupefacto. ¿Qué clase de hechicería era esa? Y, sin embargo, no había nada de malo, nada de oscuro en esta pasión que se intensificaba cada vez más. Se despidió de ellos, entró en el castillo y se encaminó al gran salón. Sólo allí, lejos de la atmósfera demasiado densa, ardiente e inquietante que los rodeaba, podría pensar con claridad en lo acontecido.

– ¿Te alojas en el castillo? -preguntó Rosamund, tras la súbita partida de Tom.

– Como huésped de Su Majestad, me han asignado un cuarto para mí solo.

– A mí me dieron una habitación que comparto con Annie, mi doncella.

– Entonces, señora, iremos a mi madriguera, pues no necesito desembarazarme de ningún criado. Si ven a tu Annie pasar la noche en otra parte, habrá murmullos. Por el momento, no deseo que nadie se entere.

– Tampoco yo. Esta magia, o como quieras llamarla, solo nos pertenece a nosotros. De ahora en adelante me comportaré como una perfecta egoísta, algo que no hecho en toda mi vida -respondió Rosamund.

Luego deslizó su mano en la del conde, lo siguió por varios corredores y, finalmente, subieron una escalera.

Él se detuvo ante una puerta de roble, la abrió y entraron en un pequeño cuarto cuyo mobiliario consistía en una cama y una silla. No había chimenea y la única ventana, cerrada con postigos de madera, no tenía cortinas. La habitación estaba helada. El conde dejó la capa en la silla, y tras desabotonar cuidadosamente los alamares que sujetaban la de Rosamund, la depositó sobre la suya.

Cuando encontró la vela, la encendió y cerró la puerta con llave.

– No es un lugar digno de ti, pero al menos nadie nos molestará.

– Bésame -le respondió suavemente Rosamund.

Él suspiró y se inclinó para complacerla. Sus helados labios se calentaron al posarse en los de ella.

Rosamund deslizó los brazos en torno a su cuello y lo atrajo hacia sí. Los redondos y mórbidos senos se aplastaron contra el terciopelo que cubría el pecho del conde. Se besaron ávida e interminablemente, hasta que les dolió la boca. Luego, ella apartó la cabeza al tiempo que decía:

– Supongo, milord, que sabrá desvestirme como una buena doncella.

– Hace años que no despojo a ninguna dama de sus galas, espero no haberlo olvidado -replicó el conde, riendo.

Luego la hizo girar y comenzó a desatar el corpiño mientras le besaba la nuca. De su cuerpo emanaba un fresco aroma a brezo blanco que reconoció de inmediato.

Puso el pequeño y elegante corpiño encima de las capas y desanudó el cordón que sujetaba la falda. Luego la liberó de la enorme cantidad de terciopelo que comenzaba a deslizarse por sus caderas, y recogió la falda del suelo.

– ¡Por todos los santos! ¿Qué es eso que tienes ahí? -le preguntó azorado.

– Se llama miriñaque y se usa para ahuecar las faldas. Está de moda -rió.

– Se ve peligroso. ¿Puedes sacarte la maldita cosa sin mi ayuda?

Rosamund se desembarazó del miriñaque, se quitó las enaguas de franela y las colocó en la silla.

– Siéntate en el borde de la cama y te quitaré las medias.

Rosamund se sentó, observando cómo el conde le sacaba los zapatos de cuero de punta cuadrada y desenrollaba cuidadosamente las medias de lana. Cuando sus pies se sintieron libres, flexionó los dedos hacia arriba y hacia abajo para devolverles el calor.

– Métete bajo las mantas -invitó el conde, y le dio la espalda con el propósito de desvestirse.

Rosamund lo observó a la luz oscilante de la única vela. Había vivido medio siglo y, sin embargo, su cuerpo era duro y vigoroso. Evidentemente, no era un hombre dado a los placeres propios de la ociosidad. Las nalgas se veían firmes y las piernas, musculosas y velludas. Tenía espaldas anchas y una piel suave. Cuando se dio vuelta para meterse en la cama, estaba totalmente desnudo y ella pudo vislumbrar su virilidad. Incluso en reposo, sus dimensiones eran considerables. Se estremeció, anticipando el placer, al tiempo que lascivos pensamientos le arrebolaban las mejillas. ¿Qué estaba haciendo allí, acostada con un extraño?

Él la abrazó y sus dedos desanudaron las cintas que cerraban la camisa de Rosamund. Cuando la delicada tela se abrió, contempló sus senos con deleite, bajó la cabeza y frotó el rostro contra la perfumada piel.

– Yo nunca… -comenzó a musitar la muchacha.

– Lo sé -la interrumpió el conde, sabiendo instintivamente lo que iba a decir-. No alcanzo a comprender lo que nos sucedió esta noche, pero el destino ha dispuesto que estemos juntos. No eres una de esas damas ligeras de la corte, de modo que estoy tan sorprendido como tú. Pero todavía hay tiempo. Si deseas dejarme ahora, no te lo impediré.

– No podría irme aunque quisiera -admitió Rosamund, sacándose la camisa y arrojándola al suelo. Luego agregó, en tono jocoso-: Soy una mujer práctica, Patrick, y no deseo estropear la ropa.

Él la echó hacia atrás para acariciar los redondos y mórbidos senos. Nunca había visto esferas tan terriblemente apetitosas. Su piel era firme y sedosa al tacto. Rosamund suspiró de placer mientras las manos del conde la acariciaban con ternura. Él tomó uno de los pechos y bajó la cabeza, besando una y otra vez la perfumada carne femenina hasta que su boca se apoderó del erguido pezón y comenzó a succionarlo ávidamente.

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