– Mi cuñado es un buen hombre, sir, pero yo soy comadrona. Skye me necesita.
– Tiene a su sirvienta con ella.
– ¿Quién? ¿Daisy? Una muchacha excelente cuando se trata de arreglar el cabello y cuidar ropa y joyas, pero ¿para el parto? Lo lamento, pero no. Cuando ve sangre, se desmaya, y hay mucha sangre en un parto, caballero. ¿Lo sabíais? El problema es que tal vez vos deseáis que mi hermana sufra.
– ¡Por Dios, mujer! -le ladró Cecil-. No deseamos hacer daño alguno a lady Burke. Hubiéramos mandado a alguien a ayudarla cuando llegara el momento.
– Sí, claro, me doy cuenta -le replicó Eibhlin con desprecio-. Alguna vieja con uñas sucias que infectaría a Skye y al bebé en tres segundos. ¿Acaso sabéis algo de partos, lord Cecil?
El consejero de la reina sintió que la irritación se le subía al rostro. Esa mujer era insufrible.
– Señora -tronó-, entrar en la Torre es muy fácil. Salir suele ser complicado.
La monja volvió a dedicarle su sonrisa burlona y esta vez él reconoció el gesto. Era la sonrisa de la condesa de Lynmouth. «Extraño -pensó-, no se parece para nada a lady Burke. Excepto en la boca. Nunca hubiera creído que eran parientes a no ser por esa sonrisa y esa actitud de indudable superioridad.»
– No tengo miedo, milord -le contestó ella y él se dio cuenta de que era cierto. «Ah, estas irlandesas», pensó de nuevo.
– Entonces id, señora. Mi secretario os dará los papeles -dijo.
– Espero poder ir y venir a mi antojo, milord. Necesitaré varias cosas cuando llegue el momento.
– No, señora -la cortó Cecil-. Sería muy simple planear una huida para lady Burke en vuestras ropas de monja. Lo que haga falta, lo llevaréis con vos o pediréis a los sirvientes que lo compren en el mercado. Podéis entrar en la Torre, pero una vez allí no saldréis más. Ésas son las condiciones.
– Muy bien -contestó Eibhlin-. Las acepto. -Le hizo una reverencia y se volvió con ademán orgulloso-. Adiós, milord. Muchas gracias.
Varias horas después, aferrando el papel en sus delgadas manos, Eibhlin O'Malley cruzaba la entrada de la Torre de Londres y llegaba a la celda de su hermana, arriba, en una de las muchas torres del complejo. Mientras subía por las escaleras, notó con alivio que los soldados que la escoltaban eran respetuosos con ella y que el edificio parecía limpio, relativamente libre de corrientes de aire y sin olores desagradables.
Skye dormía cuando ella llegó. Daisy casi se cae de espaldas. La miró con alivio.
– Ah, hermana, gracias a Dios que estáis aquí.
La boca generosa de Eibhlin se frunció, divertida.
– ¿Realmente ha sido tan terrible, Daisy?
– Es que yo nunca he ayudado a dar a luz ni siquiera a una gata, hermana. Estaba tan asustada. Cuando llegara el momento, hubiera estado sola con mi señora. Y lord Burke me habría matado si le hubiera pasado algo a ella o al bebé.
– Bueno, no te preocupes más, Daisy. He venido para quedarme.
Cuando Skye se despertó, Eibhlin ya se había instalado en las habitaciones que ocupaba la prisionera.
– ¿Cómo diablos has llegado aquí? -exclamó lady Burke abrazándola.
– Hace diez días un inglés gigantesco llegó a St. Bride y me dijo que me necesitabas. Crucé Irlanda sobre un caballo flaco, subí a un barco ruinoso y desembarqué en Lynmouth. Niall me contó el resto y me envió a Londres.
– ¿Y Cecil te ha dejado entrar? Me sorprende. Desde que llegué, no he visto a nadie, aparte de Daisy y los guardias. Pensé que Cecil estaba tratando de asustarme con tanta soledad.
– Pero como eres una mujer sensata, hermana, supongo que no estás asustada en absoluto.
Skye sonrió.
– No, Eibhlin. Claro que no.
– Entonces no tienes más sentido común que hace unos años, hermanita, no más que a los diez -replicó la monja con gracia y Skye rió.
– ¡Ah, Eibhlin, me alegro tanto de que estés conmigo!
La dos hermanas se acostaron juntas en la gran cama que ocupaba casi toda la habitación. Estaba adornada con las colgaduras de terciopelo rojo que había traído Skye. Las sábanas, el colchón de plumas, las almohadas de pluma de ganso y las mantas de piel, todo era de Lynmouth. Había fuego en el hogar, un fuego que calentaba la fría noche de diciembre y llenaba la habitación del perfume de la madera de manzano. Como su celda estaba en la parte superior de una de las torres, Skye estaba absolutamente sola y tenía toda la intimidad que pudiera desear. Era el único lugar donde no tenía miedo de que la oyeran. Así que ahora habló con su hermana, en voz baja, pero en libertad.
– ¿Te han presentado una lista formal de acusaciones? -preguntó Eibhlin.
– No, y eso confirma mis sospechas de que creen que hago piratería, pero no tienen pruebas. Ni siquiera me han interrogado. -Skye rió entre dientes con suavidad-. No, no tienen pruebas, Eibhlin. Después de un tiempo, tendrán que soltarme y yo habré hecho quedar a la reina Isabel Tudor como una tonta; no una, sino dos veces.
Eibhlin la miró con muchas dudas.
– Ten cuidado, hermana; tal vez te estás buscando una buena caída. Isabel es la reina de Inglaterra y, si quiere, puede dejarte aquí hasta que te pudras.
– Si lo intenta -dijo Skye con la voz mucho más dura de pronto-, los Burke y los O'Malley levantarán el condado de Connaught contra ella y si Connaught se rebela, lo seguirá todo Irlanda. Te aseguro que nuestra isla está llena de rebeldes que esperan una excusa cualquiera.
– ¡Dios mío, Skye, sí que estás furiosa! ¿Por qué? ¿Por qué ese odio contra la reina de Inglaterra?
Lentamente, sin olvidar un solo detalle, Skye le contó a su hermana lo que había decidido la reina en cuanto al tutor de Robin, y las violaciones y humillaciones constantes a las que la sometió lord Dudley. Niall no se lo había explicado.
– Y yo que pensaba que yo era la rebelde de la familia -dijo Eibhlin-. Por Dios, Skye, eres dura. Así que la reina sabía lo que pasaba y lo consentía. Entonces, se merece lo que le has hecho. Pero ahora el problema es cómo sacarte de aquí.
– ¡No puede hacerme nada sin pruebas! -insistió Skye con empecinamiento.
– No necesita pruebas para mantenerte aquí -replicó Eibhlin-. Lo que tenemos que hacer es convencerla de que no eres culpable con algo que parezca muy convincente, una contraprueba.
– ¿Qué clase de prueba?
– No lo sé todavía. Tengo que rezar para que se me ocurra algo.
Skye rió.
– Espero que tus plegarias sean muy poderosas, Eibhlin. Vete a dormir ahora. Mi conciencia está tan limpia como la de un bebé recién nacido. -Y mientras lo decía, ató las cintas de su gorra de dormir con firmeza bajo su barbilla, se recostó y poco después dormía profundamente.
Pero Eibhlin no durmió. Se quedó tendida boca arriba, pensando. Skye tenía razón. La reina no había presentado acusaciones formales de piratería contra la condesa de Lynmouth, y eso quería decir que no tenía pruebas. Pero hasta que se convenciera de que Skye no era culpable, la mantendría prisionera, aunque no se atreviera a actuar más abiertamente contra ella. Era un empate.
A la mañana siguiente, mientras Skye terminaba su ejercicio diario en su celda, llegó un capitán de la guardia.
– Buenos días, milady. Vengo a escoltaros. Lord Cecil desea veros.
– Muy bien -dijo Skye mientras sentía que los latidos de su corazón se aceleraban. Así que finalmente iban a interrogarla. Estaba esperando esa oportunidad. Quería medir su inteligencia con la de Cecil. Siguió al guardia a través del laberinto de corredores hasta que, finalmente, llegaron a una habitación recubierta de paneles de madera con una pequeña ventana que miraba hacia el río. En el centro de la pieza había una larga mesa a la que estaban sentados Cecil, Dudley y otros dos hombres. Skye creyó reconocer al conde de Shrewsbury y a lord Cavendish. Cuando se dio cuenta de que no había silla para ella, dijo con voz fría como el hielo:
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