Robert Chambers - El Rey de Amarillo

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En El Rey de Amarillo. Relatos macabros y terroríficos -título que hace referencia a una obra imaginaria, «El Rey de Amarillo», cuya lectura provoca estupor, locura y tragedia espectral, y de la que el Necronomicón lovecraftiano es deudor- hemos seleccionado los cinco relatos de corte fantástico de la colección original (dejando de lado los que no lo son): La máscara, En el Pasaje del Dragón, El Reparador de Reputaciones, La demoiselle d’Ys y, el más famoso, El Signo Amarillo -obra maestra del cuento macabro de suspense, con un final escalofriante-. El volumen se completa con El Creador de Lunas y Una velada placentera, proc…

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Ella abrió los dos brazos, con las manos tímidamente extendidas y la palma hacia arriba. Su cara se alzaba hacia la de él, cerrando suavemente los ojos; los párpados de densas pestañas le temblaban.

Se erguía como una joven sacerdotisa, inmóvil salvo por el súbito estremecimiento de un miembro, un breve aleteo del pulso en la garganta redondeada. Y así lo veneró, desnuda y sin vergüenza, aun después que él, flaqueando, cayó pesadamente sobre su rostro; aun cuando la brisa del crepúsculo sobre las arenas, agitó sus cortos rizos como el viento agita la piel de un animal muerto en el polvo.

Cuando el sol de la mañana se asomó por sobre el muro de niebla, y ella vio que era el sol, y lo vio a él caído en la arena a sus pies, se dio cuenta entonces de que era un hombre, sólo un hombre, pálido como la muerte y manchado de sangre.

Y, sin embargo -¡milagro de milagros!- el divino asombro en sus ojos se hizo más profundo todavía, y le pareció que se le desmayaba el cuerpo, y caer temblando, y desmayarse nuevamente.

Porque, aunque no era más que un hombre lo que yacía a sus pies, le había sido más fácil contemplar a un dios.

El soñó que respiraba fuego… fuego que había anhelado más que el agua. Loco de delirio, se arrodilló delante de las llamas, frotando sus manos desgarradas, lavándoselas en las llamas de aroma carmesí. Tenía agua también, agua de fresco aroma, que salpicaba su carne quemada, que le lavaba los ojos, los cabellos, la garganta. Luego llegó el hambre, una desgarradora y feroz agonía que le quemaba, le apretaba y le desgarraba las entrañas; pero también eso se desvaneció y soñó que había comido y que toda su carne estaba tibia. Luego soñó que dormía; y cuando se durmió ya no siguió soñando.

Un día despertó y la encontró tendida a su lado, estrechamente cerradas las suaves palmas, sonriente, dormida.

V

Ahora los días empezaron a pasar más rápidamente que la marea por la atezada playa; y las noches, polvoreadas de estrellas y azules, llegaban y se desvanecían y retornaban, sólo para oler al alba como el perfume de una violeta.

Contaban las horas como contaban las burbujas doradas que guiñaban con un millón de ojos a lo largo de la costa moteada de espuma; y las horas terminaban, y empezaban, y resplandecían iridiscentes, y terminaban como terminan las burbujas en el vaho de un minúsculo arco iris.

Había todavía fuego en el mundo; flameaba al taco de ella y donde ella lo decidiera. Un arco tenso con una hebra de sus propios cabellos, una flecha alada como un ave marina con punta de concha, una línea obtenida del tendón de plata de un ciervo, un anzuelo de hueso pulido: estos fueron los misterios que él aprendió, y los aprendió riendo, la sedosa cabeza de ella inclinada junto a la suya.

La primera noche en que fue construido el arco y afinada la sedosa cuerda, ella se deslizó por el bosque iluminado por la luna hasta el arroyo; y allí se quedaron al acecho, susurrando, escuchando y susurrando, aunque ninguno entendía la voz que amaba.

En la profundidad del bosque, Kaug, el puercoespín, rascaba y husmeaba. Oían a Wabóse, el conejo, pit-a-pat, pit-a-pat, que saltaba por entre las hojas muertas a la luz de la luna. Skeé-skah, el pato silvestre, pasaba volando sin ruido, esplendoroso como un capullo flotante.

A lo lejos, en la argentina placidez del océano, Shinge-bis, el somorgujo, sacudía el perfumado silencio con su risa ociosa, hasta que Kay-óshk, la gaviota gris, se agitaba en sueños. Se producía una súbita ondulación en la corriente, una suave salpicadura, un dulce sonido en la arena.

– ¡Ihó! ¡Mira!

– No veo nada.

La amada voz era para ella sólo una melodía sin palabras.

– ¡Ihó! ¡Ta-hinca, la hembra del ciervo rojo! ¡E-hó! El macho vendrá detrás!

– Ta-hinca -repetía él preparando la flecha.

– ¡E-tó! ¡Ta-mdóka!

De modo que él apuntaba la flecha a la cabeza, y las plumas grises de la gaviota le rozaban la oreja y en la oscuridad vibraba la armonía de la cuerda canora.

Así murió Ta-mdóka, el ciervo de siete puntas en las astas.

VI

Como una manzana lanzada en giro al aire, así giraba el mundo por sobre la mano que lo había arrojado al espacio.

Y un día a principios de primavera, Sé-só-Kah, el petirrojo, despertó al amanecer y vio a una joven al pie del árbol florecido que sostenía a un bebé acunado entre las sedosas sábanas de sus cabellos.

Al oír su débil gemido, Kaug, el puercoespín, levantó su cabeza cubierta de púas, Wabóse, el conejo se quedó inmóvil con flancos palpitantes. Kay-óshk, la gaviota gris, avanzó de puntillas por la playa.

Kent se arrodilló rodeándolos a ambos con su brazo bronceado.

– ¡Ihó! ¡Inâh! -susurró la joven, y sostuvo al bebé en las flamas rosadas del alba.

Pero Kent tembló al mirar, y sus ojos se anegaron. Sobre el pálido musgo verde se extendían sus sombras: tres sombras. Pero la sombra del bebé era blanca como la espuma.

Como era el primogénito, lo llamaron Chaské; y la joven cantaba mientras lo acunaba en las sedosas vestiduras de sus cabellos;durante todo el día a la luz del sol cantaba:

Wâ wa, wâ-wa, wâ-we… yeá;

Kah wéen, nee-zhéka Ke-diaus-âi,

Ke-gâh nau-wái, ne-mé-go S'wéen,

Ne-bâun, ne-bâún, ne dâun-is âis.

E-we wâ-wa, wâ-we… yeá;

E we wâ-wa, wâ we… yeá.

Mar adentro, Shinge-bis, el somorgujo, escuchaba reacomodándose las plumas satinadas del pecho. En el bosque, Ta-hinca, el ciervo rojo, volvió su delicada cabeza al viento.

Esa noche Kent pensó en el muerto por primera vez desde que llegara a la Llave del Dolor.

– ¡Aké-u! ¡Aké-u! -gorjeó Sé-só-Kah, el petirrojo. Pero los muertos nunca vuelven.

– Amado, siéntate junto a nosotros -susurró la joven viendo la perturbación que había en su mirada-. Ma-cânte maséca.

Pero él miró al bebé y a su blanca sombra sobre el musgo, y se limitó a suspirar:

– ¡Ma-cânte maséca, amada! La Muerte nos vigila desde el otro lado del mar.

Ahora por primera vez conoció algo más que el miedo al miedo: conoció el miedo. Y con el miedo llegó el dolor.

Nunca antes había sabido que el dolor yacía oculto en el bosque. Ahora lo sabía. Sin embargo, esa felicidad, eternamente renacida cuando dos manecillas le rodean a uno el cuello, cuando débiles dedos lo cogen a uno de la mano, esa felicidad que Sé-só-Kah comprendía mientras gorjeaba para su compañera de nido, que Ta-mdóka conocía mientras lamía a sus cervatos moteados, esa felicidad le dio ánimos para salir al encuentro del dolor con calma, en sueños o en las profundidades del bosque, y lo ayudó a mirar del frente las cuencas vacías del miedo.

Ahora pensaba a menudo en el campamento; en Bates, su compañero de tienda; en Dyce, cuya muñeca había quebrado de un golpe; en Tully, a cuyo hermano había matado. Aun le parecía oír el disparo, el súbito estruendo entre las cicutas; otra vez veía el vaho del humo, la alta figura que caía entre las malezas.

Recordaba el mínimo detalle del juicio: la mano de Bates sobre su hombro; Tully, de roja barba y ojos feroces que exigía su muerte; mientras que Dyce escupía y escupía y fumaba y pateaba los leños ennegrecidos que sobresalían del fuego. También recordaba el veredicto, la terrible risa de Tully; y la nueva cuerda de yute que sacaron de los paquetes del mercado.

A veces pensaba en estas cosas mientras vadeaba en el bajío con la lanza de punta de concha pronta; en esas ocasiones a veces mientras se estaba arrodillado a la orilla del arroyo del bosque a la espera de la salpicadura de Ta-hinca entre los berros: en esos momentos la flecha emplumada silbaba lejos de su blanco, y Ta-mdóka pateaba y bufaba hasta que aun la marta blanca, extendida sobre un tronco podrido, fruncía el hocico y se alejaba furtiva hacia las más negras profundidades del bosque.

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