Robert Chambers - El Rey de Amarillo

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El Rey de Amarillo: краткое содержание, описание и аннотация

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En El Rey de Amarillo. Relatos macabros y terroríficos -título que hace referencia a una obra imaginaria, «El Rey de Amarillo», cuya lectura provoca estupor, locura y tragedia espectral, y de la que el Necronomicón lovecraftiano es deudor- hemos seleccionado los cinco relatos de corte fantástico de la colección original (dejando de lado los que no lo son): La máscara, En el Pasaje del Dragón, El Reparador de Reputaciones, La demoiselle d’Ys y, el más famoso, El Signo Amarillo -obra maestra del cuento macabro de suspense, con un final escalofriante-. El volumen se completa con El Creador de Lunas y Una velada placentera, proc…

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La sombra de las hojas se movían sobre su rubia cabeza, crespa con rizos cortados cortos. Una mariposa revoloteaba a su alrededor, posándose ora en sus piernas, ora en el dorso de sus manos bronceadas. Toda la tarde las abejas zumbaron entre las flores del bosque; las hojas arriba apenas susurraban; las aves costeras empollaban junto al borde cristalino del agua; la delgada marea, dormida sobre la arena, espejaba el cielo.

El crepúsculo empalideció el cenit; una brisa sopló en las profundidades del bosque; una estrella refulgió, se apagó, refulgió otra vez, se desvaneció y refulgió.

Llegó la noche. Una mariposa nocturna revoloteaba de un lado al otro bajo los árboles: un escarabajo zumbaba alrededor de un montón de algas marinas y cayó pataleando en la arena. En algún sitio entre los árboles, un sonido habíase hecho distinto: la canción de un arroyuelo, melodiosa, interminable. La escuchó en su sueño; entretejía todos sus sueños como una aguja de plata, y como una aguja lo pinchó: pinchó su garganta seca y sus labios resquebrajados. No pudo despertarlo; la noche fresca lo vendaba desde la cabeza hasta los pies.

Al acercarse el alba, un pájaro despertó y cantó. Otros pájaros se agitaron inquietos, a medias despiertos; una gaviota extendió un ala acalambrada en la costa, reacomodó sus plumar, se rascó el cuello empenachado y avanzó dos pasos somnolientos hacia el mar.

La brisa marina se estremeció tras la orilla neblinosa; agitó las plumas de las gaviotas dormidas; despertó el murmullo de las hojas. Una rana resonó, se quebró y cayó. Kent se agitó, suspiró, tembló y despertó.

Lo primero que oyó fue la canción del arroyo y se dirigió con paso tembloroso directamente al bosque. Allí estaba, una delgada corriente profunda a la luz grisácea de la mañana, y se extendió junto a él y metió en él su mejilla. También un pájaro bebía del estanque: un pajarillo de abultado plumaje, ojos vivaces y sin miedo.

Sus rodillas estaban más firmes cuando por último se puso de pie, sin hacer caso de las gotas que le perlaban los labios y la barbilla. Con el cuchillo excavó y raspó unas raíces blancas que crecían a la orilla del arroyo, y después de lavarlas en el estanque, se las comió.

El sol teñía el cielo cuando volvió a la canoa, pero la eterna cortina de niebla, mar adentro, impedía aún su visión.

Levantó la canoa, con el fondo hacia arriba, sobre su cabeza y, con el remo y la pértiga en cada mano, la llevó al bosque.

Después que la puso en tierra, se estuvo erguido un momento abriendo y cerrando su navaja. Luego miró los árboles. Había aves allí, si pudiera echarles mano. Miró el arroyo. Las huellas de sus dedos estaban en la arena; había también las huellas de algo más: el casco puntiagudo de un ciervo.

No tenía sino su navaja. Volvió a abrirla y la miró.

Ese día excavó almejas y se las comió crudas. También vadeó las orillas y trató de ensartar peces con la pértiga, pero sólo cogió un cangrejo amarillo.

Lo que necesitaba era fuego. Quebró y afiló piedras con aspecto de pedernal y raspó yesca de una rama secada al sol. Los nudillos le sangraron, pero no obtuvo fuego.

Esa noche oyó ciervos en los bosques y no le fue posible dormir de tanto pensar, hasta que llegó el alba tras el muro de niebla y se levantó con ella para beber y arrancar almejas con sus blancos dientes. Una vez más luchó por conseguir fuego, anhelándolo como nunca había anhelado el agua, pero los.nudillos le sangraron y su cuchillo raspó el pedernal en vano.

La mente, quizá, se le había alterado un tanto La blanca playa parecía levantarse y caer como una alfombra blanca en un hogar con corrientes de aire. También las aves que correteaban por la arena parecían grandes y jugosas como perdices; las persiguió arrojándoles conchillas y ramas hasta que apenas pudo sostenerse en pie sobre las arenas ascendente y descendente… o alfombra, lo que fuere. Esa noche los ciervos lo despertaron a intervalos. Los oyó salpicar, bramar y quebrar ramillas a lo largo del arroyo. En una oportunidad fue furtivo tras ellos navaja en mano, hasta que un paso en falso dentro del arroyo lo despertó de su locura, y volvió a tientas a la canoa temblando.

Llegó la mañana y nuevamente bebió en el arroyo, tendiéndose sobre la arena donde incontables cascos en forma de corazón habían dejado claras huellas; y otra vez arrancó almejas crudas de sus conchas y se las tragó gimiendo.

Durante todo el día la blanca playa ascendió y descendió, se alzó y se aplastó ante sus brillantes ojos secos. En ocasiones persiguió a la aves costeras, hasta que la playa inestable hizo que tropezara y cayó cuan largo era sobre la arena. Entonces se levantaba quejumbroso y se arrastraba a la sombra del bosque y observaba los pájaros canoros en las ramas, quejumbroso, siempre quejumbroso.

Sus manos, pegajosas de sangre, golpeaban el hierro contra el pedernal, pero tan débilmente que ahora ya ni siquiera brotaban frías chispas.

Empezó a temer la noche que se acercaba; temía oír en la espesura a los grandes ciervos cálidos. El miedo lo ganó de súbito, y bajó la cabeza, apretó los dientes y se arrancó otra vez el miedo de la garganta.

Entonces erró sin rumbo por el bosque pasando entre malezas, raspándose contra los árboles, pisando musgo, ramas y lodo, meciendo las manos magulladas al andar, siempre meciendo las manos.

El sol se ponía en la niebla al salir del bosque a otra playa: una playa cálida, suave, teñida de carmesí por el fulgor de las nubes de la tarde.

Y sobre la arena a sus pies yacía una joven dormida, envuelta en el vestido sedoso de sus propios negros cabellos, de miembros redondeados, morenos, suaves como la flor de la playa atezada.

Una gaviota revoloteó en lo alto chillando. Sus ojos, más profundos que la noche, se abrieron. Entonces sus labios se separaron para dar salida a un grito, dulcificado por el sueño:

– ¡Ihó!

Se puso en pie frotándose los aterciopelados ojos.

– ¡Ihó! -gritó maravillada-. ¡Inâh!

La arena dorada rodeaba sus piececitos. Las mejillas se le enrojecieron.

– ¡E-hó! ¡E-hó! -susurró y escondió la cara en sus cabellos.

IV

El puente de las estrellas abarca los mares del cielo; el sol y la luna son los viajeros que lo recorren. Esto se sabía también en la morada de los Isantee hace centenares de años atrás. Chaské se lo dijo a Hârpam, y cuando Hârpam, lo supo, se lo dijo a Hapéda; y así el conocimiento se difundió hasta Hârka, y desde Winona a Wehârka, de arriba a abajo, de un extremo al otro y siempre más allá, por todos los hilos de la trama, hasta que llegó a la isla del Dolor. ¿Cómo? ¡Sólo Dios lo sabe!

Wehârka, charlando entre los tules, pudo habérselo dicho a Ne-kâ; y Ne-kâ, alto entre las nubes de noviembre, pudo habérselo dicho a Kay-óshk, quien se lo dijo a Shinge-bis, quien se lo dijo a Skeé-skah, quien se lo dijo a Sé só-Kah.

¡Ihó! ¡Inâh! ¡Ved que maravilla! Y este es el hado de todo conocimiento que llega a la isla del Dolor.

Cuando el fulgor rojo murió en el cielo y las arenas nadaron en las sombras, la joven apartó las cortinas de seda de sus cabellos y lo miró.

– ¡Ehó! -susurró nuevamente con dulce deleite.

Porque le era ahora evidente que él era el sol. ¡Había cruzado el puente de estrellas en el crepúsculo azul! ¡Había venido!

– ¡E-tó!

Se le acercó estremecida, debilitada por el éxtasis de este santo milagro obrado ante ella.

¡É1 era el sol! Su sangre listaba el cielo al amanecer; su sangre teñía las nubes a la tarde. En sus ojos se demoraba todavía el azul del cielo ahogando dos estrellas azules; y su cuerpo era tan blanco como el pecho de la luna.

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