Salió poniéndose sus delgados guanteletes. La alcé hasta la montura, di una rápida orden a Jean Marie y monté a mi vez.
Pues bien, dejarse abrumar por pensamientos de horror en semejante mañana con Lys montada junto a ml, no importa qué hubiera sucedido la noche precedente, era imposible. Además Môme venía a la carrera junto a nosotros. Le pedí a Tregunc que lo cogiera, pues temía que los cascos de los caballos lo descerebrara si nos seguía, pero el astuto cachorro se esquivó y se lanzó tras Lys que iba al trote a lo largo del camino.
"No importa", pensé, "si recibe un golpe, seguirá viviendo, pues no tiene cerebro que perder."
Lys me esperaba en el camino junto a la capilla de Nuestra Señora de St. Gildas cuando me uní a ella. Se persignó, yo me quité la gorra y luego sacudimos nuestras riendas y galopamos hacia el bosque de Kerselec.
Hablamos muy poco mientras cabalgamos. Era maravilloso contemplar a Lys montada. Su exquisita figura y su cara adorable eran la encarnación de la juventud y la gracia; sus cabellos rizados refulgían como hebras de oro.
Con el rabillo del ojo vi al mimado cachorro Môme que saltaba animoso, olvidado de los cascos de los caballos. Nuestro camino serpenteaba cerca de los riscos. Un inmundo cormorán levantó vuelo desde las rocas negras y aleteó pesadamente a través de nuestro camino. El caballo de Lys se alzó sobre las patas traseras, pero ella lo obligó a asumir la posición normal y señaló con el látigo el ave.
– La veo -dije-; parece seguir nuestro camino. Es raro ver un cormorán en un bosque ¿no es cierto?
– Es un mal signo -dijo Lys-. Conoces el proverbio de Morbihan: "Cuando el cormorán abandona el mar, la Muerte ríe en el bosque y los hombres prudentes construyen embarcaciones."
– Me gustaría -dije sinceramente- que hubiera menos proverbios en Bretaña.
Nos era posible divisar el bosque ahora; a través del brezal me era posible ver el brillo de los adornos de los gendarmes y el resplandor de los botones de plata de la chaqueta de Le Bihan. El seto era bajo y lo superamos trotando luego a través del páramo donde estaban Le Bihan y Durand gesticulando.
Se inclinaron ceremoniosamente ante Lys cuando nos acercamos.
– El rastro es horrible… es un río -dijo el alcalde con su voz chillona-. Monsieur Darrel, creo que a madame no le agradaría acercarse mas.
Lys cogió las riendas y me miró.
– ¡Es horrible! -dijo Durand acercándose-. Parece que todo un regimiento sangrante hubiera pasado por aquí. El rastro serpentea y serpentea de un lado al otro allí en la espesura; lo perdemos a veces, pero siempre volvemos a encontrarlo. No puedo entender cómo un hombre… no, ni veinte, pueda sangrar de esa manera.
Una llamada, respondida por otra, resonó desde las profundidades del bosque.
– Son mis hombres; están siguiendo el rastro -murmuró el brigadier-.¡Sólo Dios sabe que habrá al final!
– ¿Volvemos, Lys? -pregunté.
– No; cabalguemos a lo largo del borde occidental de los bosques y desmontemos. El sol calienta mucho ahora, y me gustaría descansar por un momento -dijo.
– La parte occidental del bosque no tiene nada desagradable -dijo Durand.
– Muy bien -respondí-; llámeme, Le Bihan, si encuentra algo.
Lys hizo girar a su yegua y yo la seguí a través de los flexibles brezos y, por detrás, venía Môme con animado trote.
Penetramos el bosque soleado a un cuarto de kilómetro poco más o menos de donde habíamos dejado a Durand. Bajé a Lys de su caballo, arrojé ambas riendas sobre una rama y; dándole a mi esposa el brazo, la ayudé a instalarse en una roca plana y musgosa que sobresalía sobre un arroyuelo que murmuraba entre los abedules. Lys se sentó y se quitó los guanteletes. Môme le apoyó la cabeza en el regazo, recibió inmerecidas caricias y se me acercó dubitativo. Tuve la debilidad de condonar su ofensa, pero hice que se tendiera a mis pies para gran disgusto suyo.
Apoyé mi cabeza en las rodillas de Lys mirando el cielo entre las ramas entrecruzadas de los árboles.
– Supongo que lo maté -dije-. Me afecta de manera terrible, Lys.
– No era posible que lo supieras, querido. Pudo haber sido un ladrón y… si… no… ¿Habías… habías disparado el revólver desde ese día hace cuatro años en que el Almirante Rojo trató de matarte? Pero sé que no.
– No -dije intrigado-. Así es, no lo he hecho. ¿Por qué?
– ¿Y no recuerdas que te pedí que me dejaras cargarlo por ti el día en que Yves partió jurando que te mataría a ti y a su padre?
– Sí, lo recuerdo por cierto. ¿Y bien?
– Y bien… llevé los cartuchos a la capilla de St. Gildas primero y los sumergí en agua bendita. No te rías, Dick -dijo Lys gentilmente y puso sus frías manos en mis labios.
– ¡Reír, querida mía!
Arriba el cielo de octubre era de pálida amatista, y la luz del sol ardía como una flama anaranjada a través de las hojas amarillas de las hayas y los robles. Mosquitos y jejenes danzaban y giraban en el aire; una araña se dejó caer desde una rama a cierta distancia del suelo y quedó suspendida del extremo de la imperceptible hebra.
– ¿Tienes sueño, querido? -preguntó Lys inclinándose sobre mí.
– Sí… un poco; apenas dormí un par de horas anoche -respondí.
– Puedes dormir si lo deseas -dijo Lys y me tocó acariciadora los ojos.
– ¿Te pesa mi cabeza en las rodillas?
– No, Dick.
Estaba ya medio adormecido; no obstante, oía el rumor del arroyo bajo las hayas y el zumbido de las moscas del bosque en el aire. En seguida, aun éstas se acallaron.
Lo próximo de que tuve conciencia es que me encontraba sentado con el eco del grito todavía en los oídos, y vi a Lys ocultándose tras de mí, cubriéndose la cara con ambas manos.
Cuando me puse en pie de un salto, volvió a gritar y se aferró a mis rodillas. Vi a mi perro lanzarse gruñiendo entre unas malezas, luego lo oí gemir y salió retrocediendo con plañidero aullido, las orejas caídas y la cola arrastrada. Me agaché y me desembaracé de la mano de Lys.
– ¡No vayas, Dick! -gritó-. ¡Oh, Dios, es el Sacerdote Negro!
En un momento había saltado el arroyo y me había abierto camino entre las malezas. No había nadie. Miré a mi alrededor; examiné cada tronco, cada arbusto. Súbitamente lo vi. Estaba sentado en un tronco caído, con la cabeza apoyada en las manos y la vieja sotana negra recogida a su alrededor. Por un momento se me erizó el pelo bajo la gorra; me brotó el sudor en la frente y los pómulos; luego recobré la razón y comprendí que el hombre era humano y estaba probablemente herido de muerte. Sí, de muerte; porque allí, a mis pies, se extendía el húmedo rastro de sangre, sobre hojas y piedras, hasta un pequeño hueco, desde la figura de negro que descansaba silenciosa bajo los árboles.
Vi que no podía escapar aun cuando hubiera tendido fuerza para hacerlo, porque por delante tenía, casi a sus pies, un profundo pantano brillante.
Al dar un paso adelante, mi pie quebró una rama. Ante el sonido la figura se sobresaltó un tanto, y luego su cabeza cayó hacia adelante nuevamente. Tenía la cara enmascarada. Me acerqué al hombre y le pedí que me dijera dónde estaba herido. Durand y los demás irrumpieron entre las malezas en ese mismo momento y se apresuraron a acudir a mi lado.
– ¿Quién es usted que se oculta tras una máscara con sotana de sacerdote? -preguntó el gendarme en alta voz.
No hubo respuesta.
– ¡Mire…! ¡Mire la sangre coagulada en la sotana -dijo por lo bajo Le Bihan a Fortin.
– Se niega a hablar -dije.
– Quizás esté muy malherido -susurró Le Bihan.
– Lo vi alzar la cabeza -dije-; mi esposa lo vio arrastrarse hasta aquí.
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