Durand se acercó a la figura y la tocó.
– ¡Hable! -dijo.
– ¡Hable! -dijo trémulo Fortin.
Durand aguardó un momento, luego, con un súbito movimiento hacia arriba, arrancó la máscara del hombre y echó hacia atrás su cabeza. Estábamos viendo las órbitas de una calavera. Durand se quedó rígido; el alcalde chilló. El esqueleto cayó de sus ropas putrefactas al suelo delante de nosotros. De entre las costillas y los dientes sonrientes fluyó un torrente de sangre negra que corrió entre las hierbas estremecidas; luego la cosa tembló y cayó al lodo negro de la ciénaga. Desde el barro surgieron pequeñas burbujas de aire iridescente; los huesos fueron tragados lentamente y, cuando los últimos fragmentos se perdieron de vista, desde las profundidades y a lo largo de la orilla se arrastró una criatura con brillantes alas estremecidas.
Era la mariposa "cabeza de la muerte".
Desearía tener tiempo para contar cómo Lys superó las supersticiones… porque nunca supo la verdad acerca de este asunto, ni nunca la sabrá, pues prometió no leer este libro. Desearla contar acerca del rey y su coronación, y lo bien que le sentó el vestido en esa ocasión. Desearía escribir cómo Yvonne y Herbert fueron juntos a la caza del jabalí en Quimperlé y cómo los perros corrieron la presa por el medio del pueblo, derribando a tres gendarmes, el notario y una vieja. Pero me estoy volviendo charlatán, y Lys me llama para que acuda y oiga cómo el rey dice que tiene sueño. Y no es posible hacer esperar a su Alteza.
El halcón salvaje al cielo que el viento barre,
El ciervo al salutífero monte,
Y el corazón del hombre al corazón de la joven,
KIPLING
Estaba haciendo muy mal su trabajo. Le rodearon el cuello con la cuerda y le ataron las muñecas con juncos, pero de nuevo cayó esparrancado, revolviéndose, retorciéndose sobre las hojas, desgarrándolo todo a su alrededor, como una pantera atrapada.
Les arrancó la cuerda; se aferró de ella con puños sangrantes; le clavó sus blancos dientes hasta que las hebras de yute se aflojaron, se deshicieron y se rompieron roídas por sus blancos dientes.
Dos veces Tully lo golpeó con una porra de goma. Los pesados golpes dieron contra una carne rígida como la piedra.
Jadeante, sucio de tierra y hojas podridas, con las manos y la cara ensangrentadas, estaba sentado en el suelo mirando al círculo de hombres que lo rodeaban.
– ¡Disparadle! -exclamó Tully jadeante, enjugándose el sudor de la frente bronceada; y Bates, respirando pesadamente, se sentó en un leño y sacó un revólver de su bolsillo trasero. El hombre echado por tierra lo observaba; tenía espuma en la comisura de los labios.
– ¡Retroceded! -susurró Bates, pero la voz y la mano le temblaban. Kent -tartamudeó- ¿no dejarás que te colguemos?
El hombre por tierra lo miró con ojos refulgentes.
– Tienes que morir, Kent -lo instó-; todos lo dicen. Pregúntaselo a Zurdo Sawyer; pregúntaselo a Dyce; pregúntaselo a Carrots. Tienes que columpiarte por lo que hiciste ¿no es cierto, Tully? Kent, por amor de Dios ¡cuelga! ¡Hazlo por esta gente!
El hombre por tierra jadeaba: sus ojos brillantes estaban inmóviles.
Al cabo de un momento, Tully saltó sobre él otra vez. Hubo un crujir de hojas, ruido de ramas quebradas, un jadeo, un gruñido y luego el ruido de dos cuerpos que se retorcían entre las malezas. Dyce y Carrots saltaron sobre los hombres en el suelo Zurdo Sawyer cogió la cuerda nuevamente, pero las hebras de yute cedieron y él se cayó. Tully empezó a gritar:
– ¡Me está ahogando!
Dyce se alejó con paso vacilante gimiendo con la muñeca rota.
– ¡Dispara! -gritó Zurdo Sawyer, y arrastró a Tully a un lado-. ¡Dispara, Jim Bates! ¡Dispara en seguida, por Dios!
– ¡Retroceded! -dijo jadeante Bates, poniéndose en pie.
La multitud se apartó a derecha e izquierda; resonó un rápido estampido… y otro… y otro. Luego desde el remolino de humo surgió vacilante una alta forma que asestaba golpes… golpes que sonaban duros como el chasquido de un látigo.
– ¡Se ha soltado! ¡Disparad! -gritaron.
Hubo un galope de pesadas botas en los bosques, Bates, débil y atontado, volvió la cabeza.
– ¡Dispara! -chilló Tully.
Pero Bates se sentía enfermo; su revolver humeante cayó por tierra; su rostro blanco y sus ojos pálidos se le contrajeron. Sólo duró un momento; en seguida fue en pos de los otros abriéndose camino trabajosamente entre malezas mimbreras y cicuta.
A lo lejos oía a Kent que se precipitaba como un alce joven en noviembre, y supo que se dirigía a la costa. Los demás lo supieron también. Ya el resplandor gris del mar trazaba una línea recta a lo largo del borde del bosque; ya el suave golpeteo de las olas sobre las rocas irrumpía débilmente en el silencio del bosque.
– ¡Tiene una canoa allí! -bramó Tully- ¡Se escapará!
Y se había subido a ella, arrodillado en la proa, cogiendo el canalete. El sol que salía resplandecía como un relámpago rojo en él; la canoa se disparó en la cresta de una ola, se mantuvo suspendida con la proa goteante al viento, se hundió en las profundidades, se deslizó, se ladeó, se meció, se disparó hacia arriba otra vez, vaciló, y avanzó.
Tully se dirigió corriendo a la ensenada; el agua le bañó el pecho, desnudo y sudoroso. Bates se sentó en una desgastada roca negra y observó distraídamente la canoa.
La canoa menguó hasta convertirse en una mancha gris y plateada; y cuando Carrots, que había ido corriendo al campamento en busca de un rifle, volvió. habría sido más fácil darle a la mancha en el agua que a la cabeza de un somorgujo en el crepúsculo. De modo que Carrots, que era ahorrativo por naturaleza, disparó una vez y se satisfizo con conservar el resto de los cartuchos para mejor ocasión. La canoa era todavía visible y se dirigía.a mar abierto. En algún lugar más allá del horizonte se encontraban las llaves, una cadena de rocas desnudas como cráneos, negras y lodosas donde el mar cortaba su base, blanqueadas en la parte superior por el excremento de las aves marinas.
– ¡Se dirige a la Llave del Dolor! -le susurró Bates a Dyce.
Dyce, gimiendo y palpándose la muñeca quebrada, volvió la cara enferma hacia el mar.
La última roca hacia el mar era la Llave del Dolor, un pináculo quebrado pulido por las aguas. Desde la Llave del Dolor, a un día de remo mar adentro si se era lo bastante osado, había una larga isla boscosa en el océano conocida como Dolor en las cartas de la lóbrega costa.
En la historia de la costa, dos hombres habían hecho el viaje hasta la Llave del Dolor y, desde allí, hasta la isla. Uno de ellos había sido un cazador de pieles enloquecido por el alcohol, que sobrevivió y retornó; el otro, un joven estudiante universitario; encontraron su canoa destruida en el mar, y un día más tarde su destruido cuerpo fue devuelto a la costa.
De modo que cuando Bates le habló en voz baja a Dyce y cuando Dados llamó a los demás, supieron que el fin de Kent y de su canoa no estaban lejos; y volvieron al bosque, malhumorados, pero satisfechos de que Kent recibiría su merecido cuando el diablo recibiera el suyo.
Zurdo habló vagamente de la cosecha del pecado. Carrots, que nunca olvidaba la propiedad, sugirió un plan para una división equitativa de las posesiones de Kent.
Cuando llegaron al campamento, apilaron los efectos personales de Kent sobre una manta.
Carrots hizo el inventario: un revólver, dos porras de goma, una gorra de piel, un reloj de níquel, una pipa, una baraja nueva, un saco de goma, cuarenta libras de goma de abeto y una sartén.
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