Lys se sentó mientras murmuraba a medias dormida, preguntas a medias ansiosas.
– No lo sé -respondí-. Bajaré para ver qué significa.
– Es como el día que vinieron a arrestarte -dijo Lys dirigiéndome una mirada perturbada. Pero la besé y me reí hasta que ella sonrió también. Entonces me puse la chaqueta y la gorra y me precipité escaleras abajo.
La primera persona a la que vi junto al camino fue el brigadier Durand.
– ¡Hola! -dije-. ¿Ha venido usted a arrestarme de nuevo? ¿Cuál es la causa de todo este ajetreo?
– Hace una hora recibimos un telegrama -dijo Durand con animación-, y con razón suficiente, según me parece. Mire, monsieur Darrel.
Señaló el suelo casi a mis pies.
– ¡Dios de los cielos! -grité-. ¿De dónde ha salido ese charco de sangre?
– Eso es lo que quiero saber, monsieur Darrel. Max Fortin lo encontró al romper el alba. Mire, hay salpicaduras por todas partes en la hierba también. Un rastro de ella conduce a su jardín, a través de los macizos de flores hasta su misma ventana, la que da a la sala. Hay otro rastro que va desde este sitio a través del camino hasta los acantilados y al foso de grava y, desde allí, por el yermo hasta el bosque de Kerselec. En un minuto montaremos e iremos a registrar entre los árboles. ¿Quiere unírsenos? ¡Bon Dieu! El individuo ha sangrado como un buey. Max Fortin dice que se trata de sangre humana, de lo contrarío, no lo habría creído.
El pequeño químico de Quimperlé se acercó en ese momento frotando las gafas con un pañuelo de colores.
– Sí, es sangre humana -dijo-, pero una cosa me intriga: los corpúsculos son amarillos. Nunca vi antes sangre humana con corpúsculos amarillos. Pero ese su doctor inglés, Thompson, afirma que tiene…
– Pero se trata de sangre humana de cualquier modo ¿no es así? -insistió Durand.
– S-sí -admitió Max Fortin.
– Pues entonces es de mi incumbencia seguir el rastro -dijo el corpulento gendarme, y llamó a sus hombres y les dio orden de montar.
– ¿Oyó usted algo anoche? -me preguntó Durand.
– Oí la lluvia. Me asombra que no haya lavado estas huellas.
– Deben de haberse producido después de que cesara la lluvia. Mire esa espesa salpicadura, cómo pesa sobre las hojas de hierba y las inclina. ¡Ajj!
Era un coágulo pesado de maligno aspecto que me hizo retroceder con la garganta apretada de asco.
– Mi teoría -dijo el brigadier- es la siguiente: algunos de esos pescadores biribis, probablemente los islandeses se echaron al estómago alguna copa de cognac de más y se pelearon junto al camino. Algunos fueron acuchillados y fueron arrastrándose hasta su casa. Pero hay un solo rastro y, sin embargo… sin embargo ¿cómo es posible que toda esa sangre provenga de una sola persona? Bien, el herido, digamos, se arrastró primero hasta su casa y luego de vuelta hacia aquí, y se dirigió, borracho y agonizando, Dios sabe hacia dónde. Esa es mi teoría.
– Y muy buena, por cierto -dije con calma-. ¿Y va a seguirle el rastro?
– Sí.
– ¿Cuándo?
– En seguida. ¿Vendrá usted?
– Ahora no. Luego lo alcanzaré al galope. ¿Irá hasta la linde del bosque de Kerselec?
– Sí; oirá nuestras voces. ¿Viene usted, Max Fortin? ¿Y usted, Le Bihan? Bien; coged el carro.
El corpulento gendarme dobló la esquina de la casa en dirección del establo y en seguida volvió montado en un vigoroso caballo gris; su sable brillaba sobre la montura; sus guarniciones amarillas y blancas estaban inmaculadas. La pequeña muchedumbre de mujeres tocadas de cofias con sus hijos retrocedió cuando Durand espoleó y se alejó trotando seguido de dos policías montados. Poco después también Le Bihan y Max Fortin partieron en el desmantelado carro del alcalde.
– ¿Vendrá usted? -preguntó Le Bihan con su vocecilla aguda.
– Dentro de un cuarto de hora -repliqué, y volví a la casa.
Cuando abrí la puerta de la sala, la mariposa "cabeza de la muerte" batía sus fuertes alas contra el panel de la ventana. Por un segundo vacilé, luego me acerqué y abrí la ventana. El bicharraco salió volando, revoloteó un momento sobre los macizos de flores y luego se lanzó a través del yermo hacia el mar. Llamé a los sirvientes y los interrogué. Josephine, Catherine, Jean Marie Tregunc, ninguno de ellos habla oído la menor señal de perturbación durante la noche. Entonces le dije a Jean Marie que ensillara mi caballo y, mientras hablaba con él, Lys bajó.
– Querida -empecé yendo a su encuentro.
– Debes decirme todo lo que sabes, Dick -me interrumpió mirándome el rostro con gravedad.
– Pero no hay nada que decir… sólo una riña de borrachos y alguien que resultó herido.
– Y tú te dispones a partir… ¿A dónde, Dick?
– Pues hasta el borde de1 bosque de Kerselec. Durand, el alcalde y Max Fortin se han adelantado siguiendo… un rastro.
– ¿Qué rastro?
– Algo de sangre.
– ¿Dónde la encontraron?
– Afuera, junto al camino. -Lys se persignó.
– ¿Se acerca a nuestra casa?
– Sí.
– ¿Cuánto?
– Llega hasta la ventana de la sala -dije dándome por vencido.
Su mano me asió fuertemente por el brazo.
– Anoche soñé…
– También yo… -pero pensé en los cartuchos vacíos de mi revólver y callé.
– Soñé que corrías un grave peligro, y no me era posible mover mano ni pie para salvarte; pero tú tenias tu revólver y yo te gritaba que dispararas…
– ¡Y disparé! -grité excitado.
– ¿Tú… tú disparaste?
La tomé en mis brazos.
– Querida -dije, algo extraño ha ocurrido… algo que no puedo entender todavía. Pero, por supuesto, tiene una explicación. Anoche creí que disparaba contra el Sacerdote Negro.
– ¡Ah! -exclamó Lys angustiada.
– ¿Es eso lo que soñaste?
– Sí, sí ¡eso era! Y te rogaba que dispararas…
– Y lo hice.
Su corazón latía contra mi pecho. La sostuve junto a mí en silencio.
– Dick -dijo ella por fin-, quizá mataste… mataste a eso.
– Si era humano, di en el blanco -respondí lóbrego-. Y era humano -proseguí recuperándome, avergonzado de haberme casi desmoronado-. ¡Claro que era humano! Todo el asunto es bastante sencillo. No fue una riña de borrachos, como lo cree Durand; fue una broma pesada de un patán borracho, por la que ha recibido su merecido. Supongo que debo de haberle llenado el cuerpo de balas, y se ha ido arrastrando a morir al bosque de Kerselec. Es algo terrible; siento haber disparado de modo tan precipitado; pero los idiotas de Le Bihan y Max Fortin han estado crispándome los nervios al punto que me encuentro tan histérico como un escolar -terminé con enfado.
– Has disparado… pero el cristal de la ventana no se ha roto -dijo Lys en voz baja.
– Pues entonces la ventana estaba abierta. En cuanto al… al resto… Sufro de indigestión nerviosa y un médico ha de curarme del Sacerdote Negro, Lys.
Vi por la ventana a Tregunc que aguardaba con mi caballo junto al portón.
– Querida, creo que es mejor que vaya a unirme a Durand y los demás.
– Iré yo también.
– ¡Oh, no!
– Sí, Dick.
– No, Lys.
– Estaré en agonía cada instante que estés ausente.
– La cabalgata es demasiado fatigosa, y no sabemos el cuadro con que puedas toparte. Lys ¿no creerás realmente que en esto haya nada sobrenatural?
– Dick -respondió ella con gentileza-, yo soy bretona. -Con sus dos brazos en torno a mi cuello, mi mujer dijo:- La muerte es don de Dios. No le tengo miedo cuando estamos juntos. Pero sola… ¡oh, marido mío, tendría miedo de un Dios que te me quitara!
Nos besamos con sencillez, como dos niños. Entonces Lys se fue de prisa a cambiar de vestido y yo me paseé por el jardín mientras la esperaba.
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