Carrots barajó los naipes, cogió el comodín y lo arrojó pensativo al fuego. Luego repartió la baraja.
Cuando los bienes de su difunto compañero hubieron sido divididos por azar -pues no había posibilidades de hacer trampas- alguien se acordó de Tully.
– Está allí en la costa vigilando la canoa -dijo Bates con voz ronca.
Se puso en pie y se acercó a un montón sobre el suelo cubierto por una manta. Empezó a levantar la manta, vaciló y, finalmente, se alejó. Bajo la manta yacía el hermano de Tully, a quien la noche antes Kent había matado de un tiro.
– Creo que es mejor que esperemos hasta que Tully vuelva -dijo Carrots intranquilo. Bates y Kent habían sido compañeros de tienda. Una hora más tarde, Tully volvió al campamento.
Ese día no le dirigió la palabra a nadie. Bates lo encontró en la costa cavando, y le dijo:
– ¡Hola, Tully! Parece que no pudimos lincharlo.
– No -dijo Tully-. Consigue una pala.
– ¿Lo enterrarás aquí?
– Sí.
– ¿Dónde pueda escuchar el sonido de las olas?
– Bonito sitio.
– Sí.
– ¿Hacia qué lado mirará?
– ¡Hacia donde pueda ver esa maldita canoa! -gritó Tully con firmeza.
– No… no puede ser -aventuró Bates intranquilo-. Está muerto ¿no es así?
– Levantará la arena cuando la canoa regrese. ¡Y lo oiré! ¡Y estaré aquí! Y viviremos para ver colgado a Bud Kent.
A la hora del crepúsculo enterraron al hermano de Tully de cara al mar.
Las verdes olas bañan todo el día la Llave del Dolor. Blancas arriba, negras en la base, las rocas erguidas mantienen pináculos oblicuos como boyas acanaladas. Sobre los pulidos pilares empollan las aves marinas de alas blancas y ojos brillantes, que anidan y se recomponen las plumas y aletean y hacen resonar sus picos anaranjados cuando la espuma volátil avanza y retrocede por los riscos.
Cuando salió el sol pintando franjas carmesíes sobre las aguas, las aves marinas, unas junto a las otras, dormitaban en el sueño del alba.
Donde el sol de mediodía bruñía el mar, avanzó una ola opalina, distraída, sin ruido; un ave marina estiró un ala indiferente.
Y por el silencio de las aguas se deslizaba una canoa bronceada por la luz del sol, enjoyada por las gotas saladas que la cubrían de un lado al otro, con una estela de algas con diamantino esplendor, y en la proa un hombre bañado de sudor.
Arriba volaban las gaviotas en círculo, yendo de las rocas al mar, y su clamor llenaba el cielo despertando pequeños ecos en los peñascos.
La canoa rozó contra un oscuro bajío; las algas se mecieron y flotaron; los pequeños cangrejos marinos se internaron oblicuos en la límpida profundidad de las más verdes sombras. Así fue la llegada de Bud Kent a la Llave del Dolor.
Arrastró la canoa hasta mitad del camino por el bajío de roca y se sentó respirando pesadamente, con un brazo oscuro sobre la frente. Durante una hora se estuvo allí sentado. El sudor se le secó bajo los ojos. Las aves marinas regresaron, llenando el aire con suaves notas plañideras.
En torno al cuello tenía una marca lívida, un rojo círculo en carne viva. El viento salado hacía que le ardiera. Se lo tocaba a veces; se lo lavó con agua salada fría.
Lejos hacia el norte colgaba sobre el mar una cortina de niebla, densa, inmóvil como la neblina de las Grandes Costas. Ni una vez apartó la mirada de ella; sabía lo que era. Por detrás estaba la isla del Dolor.
Durante todo el año la isla del Dolor se oculta tras la neblina, muros de blanca niebla muerta que la rodean por todas partes. Los barcos le conceden amplio espacio para bornear. Algunos dicen que hay en la isla fuentes de aguas cálidas cuyas aguas fluyen al mar, levantando eternos vapores.
El cazador de pieles había vuelto con historias de bosques y ciervos y flores por todas partes; pero había estado bebiendo mucho y mucho era lo que se le perdonaba.
El cuerpo del joven estudiante devuelto a la costa estaba dañado al punto de que no era posible reconocerlo; pero dijeron algunos cuando lo hallaron que tenía asida en la mano una flor carmesí medio marchita, pero grande como un sapán.
De modo que Kent se mantenía inmóvil junto a la canoa, quemado por la sed; cada uno de los nervios le vibraba mientras pensaba en estas cosas. No era el miedo lo que le blanqueaba la carne firme bajo la piel tostada; era el miedo del miedo. No debía pensar; debía asfixiar el temor; sus ojos no debían desfallecer, su cabeza nunca apartarse del muro de niebla al otro lado del mar. Con las mandíbulas apretadas rechazaba el terror; con ojos refulgentes miraba los ojos huecos del espanto. Y de ese modo venció el miedo.
Se puso en pie. Las aves marinas giraban en el cielo precipitándose, elevándose, chillando, hasta que el áspero aleteo despertó ecos entre las rocas.
Bajo la proa aguda de la canoa, las algas se mecían, se sumergían, se separaban; las olas iluminadas por el sol avanzaban resplandecientes, danzantes, bañando una y otra vez proa y popa. Y entonces se arrodilló de nuevo, y el pulido canalete se columpió y se hundió, y se arrastró y se columpió y se hundió otra vez.
A lo lejos tras él, el clamor de las aves marinas se demoraba en los oídos, hasta que el suave hundirse del canalete ahogó todo otro sonido y el mar fue un mar de silencio.
No soplaba viento que le refrescara el sudor sobre las mejillas y el pecho. El sol encendía un sendero de flama ante él, y avanzó por un desierto de agua. El océano inmóvil se dividía ante la proa y se rizaba inocentemente a cada lado, resonando, espumado, chisporroteando como la corriente de un arroyo en un bosque. Miró a su alrededor el mundo de aguas planas, y el miedo del miedo lo asaltó otra vez y lo asió por la garganta. Entonces bajó la cabeza como un toro torturado y se sacudió el miedo del miedo de la garganta, y hundió el canalete en el mar como apuñala un carnicero hasta la empuñadura.
Así, por fin, llegó al muro de niebla. Era delgado en un principio, delgado y frío, pero fue espesándose y volviéndose más cálido, y el miedo del miedo se arrastraba tras él, pero no miraba atrás.
En la niebla la canoa se precipitó; las aguas grises corrían junto a él, altas como la borda, aceitosas, silenciosas. Se agitaban formas junto a proa, pilares de neblina sobre las aguas, vestidas en películas de desgarradas sombras. Formas gigantescas se alzaban a alturas que daban vértigo sobre él, rompiendo las mortajas harapientas de las nubes. Los vastos tapices de la niebla se estremecían y colgaban y temblaban cuando él los rozaba; el blanco crepúsculo hízose más profundo hasta adquirir sombría lobreguez. Y luego se hizo más delgado; la niebla se convirtió en neblina y la neblina en vapor y el vapor se alejó flotando y se desvaneció en el azul del cielo.
Todo a su alrededor había un mar de perla y zafiro que bañaba un bajío de plata.
Así llegó a la isla del Dolor.
Las olas bañaban una y otra vez el bajío de plata, rompiendo como ópalos quebrados donde las arenas cantaban con la espuma sonora.
Bandadas de pequeños pájaros costeros, vadeando en el bajío, sacudían sus alas teñidas por el sol y se escurrían isla adentro, donde, moteada de sombra desde el bosque circundante, se extendía la blanca playa de la isla.
El agua en torno era poco profunda y límpida como el cristal, y veía la arena ondulada y brillante en el fondo, donde flotaban algas purpúreas, y delicadas criaturas marinas se lanzaban como dardos, se agrupaban y se esparcían otra vez al hundir en el canalete.
Como terciopelo frotado contra terciopelo la canoa rozó la arena. Se puso con diflcultad en pie, salió tambaleante a tierra, arrastró la canoa bajo los árboles, la dio vuelta y se hundió junto a ella de cara contra la arena. El sueño ahuyentó el miedo del miedo, pero el hambre, la sed y la fiebre lucharon contra el sueño, y soñó… soñó con una cuerda que le cortaba el cuello, con la pelea en el bosque y los disparos. Soñó también con el campamento, con sus cuarenta libras de goma de abeto, con Tully, con Bates. Soñó con el fuego y la olla ennegrecida por el humo, con el inmundo olor del lecho mohoso, con las barajas grasientas y su propio nuevo juego, atesorado durante semanas para complacer a los otros. Todo esto soñó boca abajo en la arena; pero no soñó con el rostro de la muerte.
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