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Richard Bach: Uno

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Richard Bach Uno

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«— La verdad no se quema. La verdad espera a todos cuantos quieran hallarla — dijo —. Sólo se quemarán estas páginas. La elección es tuya. ¿Quieres que el paginismo se convierta en la próxima religión de este mundo? — Sonrió. — Seréis santos de la iglesia… Miré a Leslie y vi en sus ojos el mismo horror que yo sentía en los míos. Ella tomó la rama de sus manos y la acercó a los bordes del pergamino. La llamarada creció hasta convertirse en un amplio capullo de blanco sol bajo nuestros dedos. Un momento después dejábamos caer aquellas astillas luminosas al suelo. Allí ardieron por un instante más y quedaron oscuras. El anciano suspiró su alivio. — ¡Qué bendito atardecer! — exclamó —. ¡Cuán rara vez se nos da la oportunidad de salvar al mundo de una nueva religión!..»

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— Hay tránsito allá — advirtió Leslie —. Y allá.

— Los tengo a la vista.

La miré también a ella, actriz convertida en compañera de aventuras: pelo dorado envuelto a las suaves curvas de la cara, reflejando el sol y la sombra; ojos glaucos muy dedicados al trabajo de escrutar el cielo a nuestro alrededor. ¡Qué adorable cara había construido esa mente!

— Martín Uno Cuatro Bravo — dijo Control Los Angeles —. Emita señal cuatro seis cuatro cinco.

¿Cuáles eran las posibilidades de que nos encontráramos esa notable mujer y yo, de que nuestros senderos se encontraran y coincidieran como lo habían hecho? ¿Cuáles eran las posibilidades de que dejáramos de ser desconocidos para convertirnos en almas gemelas?

Ahora volábamos juntos a Spring Hill, a un congreso de investigación que explora los límites del pensamiento creativo: ciencia y conciencia, guerra y paz, el futuro de un planeta.

— ¿Eso no era para nosotros? — dijo ella.

— Tienes razón — repliqué —. ¿Qué número dijeron?

Ella se volvió a mirarme, los ojos llenos de diversión.

— ¿No te acuerdas?

— Cuatro seis cuatro cinco.

— Eso — dijo — ¿Qué harías sin mí?

Fueron las últimas palabras que oí antes de que el mundo cambiara.

2

El transpondedor de radar es una caja negra en el tablero de instrumentos del anfibio, con ventanillas que muestran un código de cuatro números. Cuando ponemos números en esas ventanillas, en cuartos oscuros situados a kilómetros de distancia se nos identifica: número de avión, rumbo, altitud, velocidad; todo lo que interesa a los del control de tránsito aéreo, en sus verdes talleres de radar.

Esa tarde, tal vez por diezmilésima vez en mi carrera de piloto, alargué la mano para cambiar esos números en sus ventanillas. Cuatro en la primera, seis en la segunda, cuatro en la siguiente, cinco en la última. Mientras mantenía la vista baja, fija en esa tarea, percibí un extraño zumbido que se inició en do bajo y fue ascendiendo por la escala hasta volverse inaudible; después, un juomp , como si nos hubiera alcanzado una fuerte corriente de aire ascendente, y un crepitante destello de luz de ámbar en la cabina.

Leslie gritó:

Giré bruscamente la cabeza para mirarla a la cara. La boca abierta, los ojos. dilatados.

— Un poco de turbulencia, queridita — dije—; un poco de…

En ese momento pude ver con mis propios ojos y me interrumpí en medio de la frase.

Los Angeles había desaparecido.

Desaparecidos estaban la ciudad, allá adelante, ancha como el horizonte; las montañas que la rodeaban; el velo de neblina de ciento cincuenta kilómetros.

ESFUMADOS.

El cielo había tomado el color azul de las flores silvestres: intenso, fresco, frío. Allá abajo no había autopistas, tejados y centros comerciales, sino un mar sin interrupciones, espejo del cielo. Azul de pensamiento, ese mar, que no tenía la profundidad del océano en su parte media, sino bajíos por doquier, como si hubiera arena de cobalto a una braza de profundidad, un diseño de platas y oros.

— ¡Dónde está Los Angeles? — dije —. ¿Ves…? ¡Dime qué ves!

— ¡Agua! ¡Estamos sobre el océano! — exclamó ella— Richie, Z,qué pasó?

— ¡No lo sé! —respondí, todo confusión vacua.

Verifiqué el tablero de instrumentos del motor; todos los indicadores marcaban lo que correspondía. La velocidad aerodinámica no había cambiado; el rumbo seguía siendo de 142 grados en la brújula giroscópica. Pero ahora la brújula magnética giraba ociosamente en su caja, como si hubieran dejado de importarle el norte y el sur.

Leslie probó llaves y oprimió interruptores.

— Las radios de navegación no funcionan — dijo, con el miedo atenaceándole la garganta —. Tienen potencia, pero no operan…

Sin duda. Los dispositivos de navegación mostraban líneas en blanco y banderillas en OFF. El tablero loránico presentaba un dato que nunca habíamos visto: SEÑAL PERDIDA.

Nuestras mentes también quedaron en blanco. Atónitos, lo miramos fijamente por un momento.

— ¿Viste algo antes de que… cambiara? — pregunté.

— No — dijo Leslie —. ¡Sí! Hubo una especie de silbido. ¿Lo oíste? Después, un destello de luz amarilla, un… una onda de impacto a nuestro alrededor… ¡y entonces desapareció, junto con todo lo demás! ¿Dónde estamos?

Se lo resumí lo mejor que pude:

— El avión marcha bien, exceptuando el loran y las radios de navegación. Pero la brújula magnética ha fallado… ¡El único instrumento de un avión que nunca puede fallar ha fallado! No sé dónde estamos.

— ¿Control Los Angeles? — sugirió ella, súbitamente.

— ¡Bien! — Oprimí el botón del micrófono.

— Hola, Control Los Angeles, Martín Uno Cuatro Bravo.

Bajé la vista, esperando la respuesta. Bajo el agua, la arena estaba torneada en una vasta matriz retorcida, como si allá corrieran arremolinados ríos de luz, arroyuelos que se reunieran en innumerables tributarios, todos conectados y reverberando a un par de metros de la superficie.

— Hola, Control Los Angeles — repetí —, aquí Martín Anfibio Uno Cuatro Bravo. ¿Cómo me reciben?

Subí el volumen; había estática en el altavoz de la cabina. La radio funcionaba, pero nadie hablaba por ella.

— Hola, cualquier estación que reciba a Martín Avemarina Uno Cuatro Bravo. Responda por esta frecuencia.

Ruido blanco. Ni una palabra.

— Me estoy quedando sin ideas — confesé. ¡RICHARD!

Por instinto urgí al avión a ascender, en busca de una vista más amplia, con la esperanza de que la altura nos ayudaría a encontrar alguna pista del mundo que habíamos perdido.

En pocos minutos descubrimos algunos hechos extraños: por mucho que ascendiéramos, el altímetro no se alteraba; el aire no estaba más enrarecido por la altitud. Cuando calculé que estaríamos a tres mil metros, el instrumento aún marcaba el nivel del mar.

El panorama tampoco se alteraba: millas y millas de bajíos caleidoscópicos, colores interminables, esquemas que nunca se repetían. El horizonte era igual por doquier: ni montañas ni islas. No había sol, ni nubes, ni barcos, ni seres vivientes.

Leslie dio un golpecito al indicador de combustible.

— Se diría que no estamos consumiendo nada — comentó — ¿Es posible?

— Lo más probable es que el flotador se haya atascado.

El motor funcionaba más lento o más rápido según yo moviera el acelerador, pero nuestro indicador de combustible se había petrificado una pizca por debajo del medio tanque.

— Sólo eso faltaba — le dije, meneando la cabeza —. Que también fallara el indicador de combustible. Probablemente nos queden dos horas de vuelo, pero preferiría economizar lo que tenemos.

Ella estudió el horizonte vacío.

— ¿Dónde aterrizaremos? — preguntó.

— ¿Acaso importa?

El mar lanzaba hacia arriba sus colores de gloria, desconcertándonos con sus esquemas.

Deslicé el acelerador hacia atrás y el barco volador se asentó en un largo planeo. Mientras descendíamos observamos aquel espectral paisaje marino. Dos de los senderos refulgían, serpenteando primero por separado, después en sentido paralelo, para unirse finalmente. De los dos partían otros miles, como ramas en un bosque de sauces.

Hay un motivo para esto, pensé. Algo trazó esas líneas. ¿Eran senderos? ¿Caminos de lava? ¿Rutas subacuáticas?

Leslie me tomó la mano.

— Richie — dijo, suave y triste —, ¿no te parece que estamos muertos? Tal vez chocamos con algo en el aire o algo chocó contra nosotros a tanta velocidad que no nos dimos cuenta.

En la familia, el experto sobre la muerte soy yo, pero ni siquiera se me había ocurrido… ¿Y si ella tenía razón? Pero en ese caso, ¿qué hacía Gruñón con nosotros? De cuanto he leído sobre la muerte, nada dice que no cambie siquiera la presión de aceite.

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