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Cassandra Clare: Ciudad de cenizas

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Cassandra Clare Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre? En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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Jace se quedó observando a Valentine con el rostro inexpresivo.

—Es un vampiro, es cierto —repuso—. Pero se llama Simón.

Valentine se detuvo frente a Jace con la Espada—Alma en la mano ardiendo con una cruda luz negra. Clary se preguntó por un aterrado instante si Valentine iría a clavársela a Jace allí mismo, y si Jace pensaba permitírselo.

—¿Debo entender, entonces —inquirió Valentine—, que no has cambiado de idea? ¿Lo que me dijiste cuando viniste a verme la otra vez era tu decisión definitiva o te arrepientes de haberme desobedecido?

Jace meneó lentamente la cabeza. Una mano sujetaba aún el puntal roto, pero la otra mano, la derecha, la tenía en la cintura, sacando algo del cinturón. Sus ojos, no obstante, no abandonaron ni por un momento los de Valentine, y Clary no estaba segura de si Valentine veía lo que él estaba haciendo. Esperó que no.

—Sí —respondió Jace—, lamento haberte desobedecido.

«¡No!» pensó Clary, y el corazón se le cayó a los pies. ¿Acaso se daba por vencido, o quizá pensaba que era el único modo de salvarlos a ella y a Simón?

El rostro de Valentine se dulcificó.

—Jonathan...

—Sobre todo —siguió Jace— porque planeo volver a hacerlo. Justo ahora.

La mano se movió, veloz como el rayo, y algo salió disparado por el aire en dirección a Clary. Cayó a pocos centímetros de ésta, golpeando el metal con un tintineo y rodando a continuación. Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par.

Era la estela de su madre.

Valentine empezó a reír.

—¿Una estela? Jace, ¿es alguna especie de broma? O es que finalmente...

Clary no oyó el resto de lo que dijo; se alzó pesadamente, jadeando por el dolor que le acuchillaba la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas y la visión se le nubló; alargó una mano temblorosa hacia la estela... y cuando sus dedos la tocaron, oyó una voz dentro de su cabeza, tan clara como si su madre estuviese junto a ella. «Toma la estela, Clary. Úsala. Sabes qué hacer.»

Los dedos de Clary se cerraron con fuerza alrededor de la estela. Se sentó en el suelo, haciendo caso omiso de la oleada de dolor que le recorrió la cabeza y le descendió por la espalda. Era una cazadora de sombras, y el dolor era algo con lo que debía vivir. Vagamente, pudo oír a Valentine pronunciar su nombre, sus pisadas acercándose más... y se arrojó contra el mamparo, alargando al frente la estela con tal fuerza que cuando la punta tocó el metal, le pareció oír el chisporroteo de algo que ardía.

Empezó a dibujar. Como sucedía siempre cuando dibujaba, el mundo se desvaneció y sólo quedaron ella, la estela y el metal sobre el que dibujaba. Recordó haber estado fuera de la celda de Jace murmurando para sí, «Abre, abre, abre», y supo que había empleado toda su energía para crear la runa que había roto las cadenas de Jace. Y comprendió que la energía que había puesto en aquella runa no era ni una décima parte, ni un centésima parte de la energía que estaba poniendo en la que estaba dibujando.

Las manos le ardían y gritó mientras arrastraba la estela por el metal, dejando una gruesa línea negra como el carbón tras ella. «Abre.»

Todo su desaliento, toda su decepción, toda su rabia pasó a través de sus dedos y penetró en la estela y en la runa. «Abre.» Todo su amor, todo su alivio al ver vivo a Simón, toda su esperanza de que todavía podrían sobrevivir. «¡Abre!»

La mano, sosteniendo todavía la estela, le cayó sobre el regazo. Por un momento reinó un silencio total mientras todos ellos, Jace, Valentine, incluso Simón, contemplaban fijamente la runa que ardía sobre el mamparo del buque.

Fue Simon quien habló, volviendo la cabeza hacia Jace.

—¿Qué pone?

Pero fue Valentine quien respondió, sin apartar los ojos de la pared. Tenía una expresión en el rostro... que no era en absoluto la que Clary había esperado, una mezcla de triunfo y espanto, de desesperación y deleite.

—Pone —contestó—: «Mene mene tekel upharsin».

Clary se levantó penosamente.

—Eso no es lo que pone —musitó—. Pone «abre».

Valentine miró a la muchacha a los ojos.

—Clary...

El chillido del metal ahogó sus palabras. La pared sobre la que Clary había dibujado, una pared compuesta de planchas de sólido acero, se combó y se estremeció. Los remaches saltaron de los encajes y chorros de agua penetraron en la habitación.

Clary pudo oír que Valentine gritaba, pero la voz quedó sofocada por los ruidos ensordecedores del metal al ser arrancado a medida que cada clavo, cada tornillo y cada remache que mantenían unido al enorme barco empezaba a soltarse de sus sujeciones.

Intentó correr hacia Jace y Simón, pero cayó de rodillas cuando otra oleada de agua penetró por el agujero de la pared, cada vez más grande. Esta vez la ola la derribó, y el agua helada la empujó hacia abajo. En algún lugar, Jace gritaba su nombre, la voz tronaba desesperada por encima de los chirridos del barco. Ella gritó su nombre sólo una vez antes de verse arrastrada al río a través del irregular agujero del mamparo.

Se agitó y pateó en las aguas negras. La atenazó el terror a la oscuridad total y a las profundidades del río, a los millones de toneladas de agua que la rodeaban, que presionaban sobre ella, arrebatándole el aire de los pulmones. No sabía dónde estaba la superficie ni en qué dirección nadar. Ya no podía seguir conteniendo la respiración. Tragó una bocanada de agua sucia, con el pecho reventándole de dolor y estrellas estallándole tras los ojos. En sus oídos, el sonido del agua en movimiento fue reemplazado por un agudo, dulce e imposible cántico. «Me estoy muriendo», pensó maravillada. Un par de manos pálidas surgieron de las aguas y la atrajeron hacia sí. Largos cabellos flotaron a su alrededor. «Mamá», pensó Clary, pero antes de que pudiera ver con claridad el rostro de su madre, la oscuridad le cerró los ojos.

Clary recuperó el conocimiento oyendo voces a su alrededor y con luces bollándole en los ojos. Estaba tumbada sobre la espalda encima de la plataforma de la camioneta de Luke. El cielo gris daba vueltas sobre su cabeza. Podía oler el agua del río alrededor, mezclada con el olor a humo y sangre. Rostros blancos flotaban sobre ella igual que globos sujetos a cordeles, pero fueron aclarándose poco a poco cuando pestañeó.

Luke. Y Simón. Ambos la contemplaban con expresiones de ansiosa inquietud. Por un momento pensó que los cabellos de Luke se habían vuelto blancos; luego, pestañeando, comprendió que estaban cubiertos de cenizas. De hecho, también lo estaba el aire, que incluso sabía a cenizas, y su ropa y su piel estaban surcados de mugre negruzca.

Tosió, notando sabor a cenizas en la boca.

—¿Dónde está Jace?

—Está...

Los ojos de Simon se dirigieron hacia Luke, y Clary sintió que se le contraía el corazón.

—Está bien, ¿verdad? —inquirió; intentó incorporarse y un fuerte dolor le recorrió la cabeza—. ¿Dónde está? ¿Dónde está?

—Estoy aquí.

Jace apareció en el borde de su campo visual, con el rostro en sombras. Se arrodilló junto a ella.

—Lo siento. Debería haber estado aquí cuando despertaste. Es sólo que...

La voz se le quebró.

—¿Es sólo qué?

Le miró fijamente; iluminado por detrás por la luz de las estrellas, sus cabellos eran más plateados que dorados, y los ojos parecían desprovistos de color. Tenía la piel surcada de negro y gris.

—Pensaba que tú también estabas muerta —dijo Luke, y se puso en pie con brusquedad.

Miraba a lo lejos, al río, a algo que Clary no podía ver. El cielo estaba lleno de volutas de humo negro y rojo, como si estuviera en llamas.

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