—Tengo que pelear —respondió él—. Pero eso es lo tú estás haciendo, ¿verdad? Participas en la pelea tanto como los cazadores de sombras que hay en el barco... y sé que puedes coger parte de mi energía, he oído hablar de brujos que lo han hecho... así que te la ofrezco. Tómala. Es tuya.
Valentine sonrió. Lucía su coraza negra y unos guanteletes que brillaban como los caparazones de negros insectos.
—Hijo mío.
—No me llames así —replicó Jace, y luego, notando que le empezaban a temblar las manos añadió—: ¿Dónde está Clary?
Valentine seguía sonriendo.
—Me desafió —respondió—. Tuve que darle una lección.
—¿Qué le has hecho?
—Nada. —Valentine se acercó más a Jace, lo bastante cerca para tocarle de haber alargado la mano; no lo hizo—. Nada de lo que no vaya a recuperarse.
Jace cerró el puño con fuerza para que su padre no lo viera temblar.
—Quiero verla.
—¿De veras? ¿Con todo esto en marcha? —Valentine echó un vistazo hacia lo alto, como si pudiese ver a través del casco del barco la carnicería que tenía lugar en la cubierta—. Yo habría pensado que querrías estar combatiendo con el resto de tus amigos cazadores de sombras. Es una lástima que sus esfuerzos sean vanos.
—Eso no lo sabes.
—Sí lo sé. Por cada uno de ellos, puedo invocar a un millar de demonios. Ni siquiera los mejores nefilim pueden resistir ante tal desventaja. Como en el caso —añadió— de la pobre Imogen.
—¿Cómo sabes...?
—Veo todo lo que sucede en mi barco. —Los ojos de Valentine se entrecerraron—. Sabes que es culpa tuya que muriera, ¿verdad?
Jace inspiró con fuerza. Sentía que el corazón le martilleaba como si quisiera saltarle fuera del pecho.
—De no ser por ti, ninguno de ellos habría venido al barco —continuó Valentine—. Creían que te estaban rescatando, ya sabes. Si sólo se hubiese tratado de los dos subterráneos, no se habrían molestado.
Jace casi lo había olvidado.
—Simon y Maia...
—Bueno, están muertos. Los dos. —El tono de Valentine era despreocupado, incluso indulgente—. ¿Cuántos tienen que morir, Jace, antes de que veas la verdad?
Jace sintió como si tuviera la cabeza llena de un remolino de humo. El hombro le ardía de dolor.
—Ya hemos tenido esta conversación. Estás equivocado, padre. Tal vez puedas estar en lo cierto respecto a demonios, incluso puede que tengas razón sobre la Clave, pero éste no es el modo...
—Me refiero —le interrumpió Valentine— a ¿cuándo te darás cuenta de que eres igual que yo?
A pesar del frío, Jace había empezado a sudar.
—¿Qué?
—Tú y yo somos iguales —respondió Valentine—. Tal y como me dijiste antes, tú eres lo que yo te hice ser, y te convertí en una copia de mí mismo. Tienes mi arrogancia. Tienes mi coraje. Y posees esa cualidad que hace que otros den su vida por ti sin vacilar.
Algo martilleó en el fondo de la mente de Jace. Algo que debería saber, o que había olvidado; el hombro le ardía...
—¡No quiero que la gente dé su vida por mí! —gritó.
—No. Sí que lo quieres. Te gusta saber que Alec e Isabelle morirían por ti. Que tú hermana lo haría. La Inquisidora sí murió por ti, ¿no es así, Jonathan? Y tú te quedaste a un lado y la dejaste...
—¡No!
—Eres igual que yo... No es de extrañar, ¿verdad? Somos padre e hijo, ¿por qué no deberíamos ser iguales?
—¡No!
Con un movimiento veloz Jace tiró del retorcido saliente de metal, que se desprendió de la pared con un resonante chasquido; el borde roto había quedado serrado y muy afilado.
—¡No soy como tú! —chilló, y hundió el saliente de metal en el pecho de su padre.
Valentine abrió la boca y retrocedió tambaleante, con el extremo del trozo de metal sobresaliéndole del pecho. Por un momento, Jace sólo pudo mirarle, pensando: «Me he equivocado... es realmente él...», pero entonces, Valentine pareció plegarse sobre sí mismo, y el cuerpo fue desmoronándose como si fuese arena. El aire se llenó de olor a quemado mientras el cuerpo de Valentine se convertía en cenizas y se dispersaba en el aire helado.
Jace se llevó una mano al hombro. La piel bajo la runa que quitaba el miedo se había consumido; estaba caliente al tacto. Una enorme sensación de debilidad le embargó.
—Agramon —musitó, y cayó de rodillas sobre la pasarela.
Fueron sólo unos pocos instantes los que pasó arrodillado en el suelo mientras el martilleo de su pulso iba aminorando, pero a Jace le pareció una eternidad. Cuando finalmente se levantó, tenía las piernas agarrotadas por el frío y las yemas de los dedos azules. El aire apestaba a quemado, aunque no había ni rastro de Agramon.
Recuperó el pedazo de metal y, agarrándolo con una mano, Jace se encaminó a la escala situada al final de la pasarela. El esfuerzo de descender penosamente sólo con la mano libre le aclaró la cabeza. Saltó del último travesaño encontrándose una segunda pasarela estrecha que discurría a lo largo de la pared de metal de una enorme bodega. Había docenas de otras pasarelas recorriendo las paredes y toda una variedad de tuberías y maquinaria. Se oían estallidos procedentes del interior de las tuberías, y de vez en cuando alguna de ellas soltaba un chorro de lo que parecía vapor, aunque el aire seguía siendo glacial.
«Vaya la que te has montado aquí, padre», pensó Jace. El desnudo interior industrial del barco no encajaba con el Valentine que él conocía, que era muy quisquilloso incluso respecto al tipo de cristal tallado del que estaban hechas sus licoreras. Jace miró alrededor. Lo que había allí abajo era un laberinto; no había modo de saber en qué dirección debía ir. Se volvió para descender por la siguiente escala y advirtió una mancha roja en el suelo de metal.
Sangre. La rascó con la punta de la bota. Todavía estaba húmeda, ligeramente viscosa. Sangre fresca. Se le aceleró el pulso. Recorrido un tramo más de pasarela, vio otra mancha roja, y luego otra un poco más allá, como un rastro de migas de pan en un cuento de hadas.
Jace siguió la sangre, las botas resonando contra la plancha de metal. La pauta que seguían las salpicaduras de sangre era peculiar, no era como si hubiese habido una lucha, sino más bien como si hubiesen transportado a alguien, sangrando, por la pasarela...
Llegó a una puerta. Estaba hecha de metal negro, con abolladuras y muescas aquí y allá. La huella ensangrentada de una mano estaba alrededor del pomo. Asiendo con más fuerza el irregular trozo de metal, Jace empujó la puerta.
Una oleada de aire aún más frío le golpeó. Jace inhaló con fuerza.
La habitación estaba vacía excepto por una tubería de metal que discurría a lo largo de una pared y lo que parecía un montón de arpillera en el rincón. Penetraba un poco de luz a través de un ojo de buey situado muy arriba en la pared. Cuando Jace avanzó con cautela, la luz del ojo de buey cayó sobre el montón del rincón, y el muchacho se dio cuenta de que no era una pila de basura en absoluto, sino un cuerpo.
El corazón de Jace empezó a golpearle en el pecho como una puerta sin cerrar en un vendaval.
El suelo de metal estaba cubierto de sangre pegajosa. Sus botas se soltaban de él con un desagradable sonido de succión mientras cruzaba la habitación e iba a inclinarse junto a la figura hecha un ovillo en el rincón. Un chico moreno vestido con vaqueros y una camiseta azul empapada de sangre.
Jace agarró el cuerpo por el hombro y tiró de él. Éste se volvió, laxo y sin fuerza, los ojos castaños mirando sin vida hacia el techo. Jace sintió un nudo en la garganta. Era Simón, y estaba blanco como el papel. Tenía un feo tajo en la base de la garganta, y también en ambas muñecas, dejando abiertas heridas irregulares.
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