Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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Una expresión herida pasó por el rostro de la joven.

—Pero todos te hemos estado buscando... Mamá y papá han...

—¡Isabelle! —chilló Jace, pero era demasiado tarde. Un demonio araña enorme se alzó sobre las patas traseras detrás de ella, lanzando veneno amarillo desde los colmillos.

Isabelle chilló cuando el veneno la alcanzó, pero el látigo salió disparado con cegadora velocidad, cortando al demonio en dos. Éste cayó pesadamente a la cubierta en dos pedazos, luego desapareció.

Jace corrió hacia Isabelle justo cuando ésta se desplomaba. El látigo se le escurrió de la mano mientras él la cogía, acunándola torpemente contra él. Pudo ver cuánta cantidad del veneno la había alcanzado. Éste había salpicado principalmente la chaqueta, pero un poco le había alcanzado la garganta, y ahí la piel ardía y chisporroteaba. De un modo apenas audible, la muchacha gimoteó; Isabelle, que jamás demostraba dolor.

—Dámela a mí.

Era Alec, que soltaba ya su arma mientras corría a ayudar a su hermana. Tomó a Isabelle de los brazos de Jace y la depositó con cuidado sobre la cubierta. Arrodillándose junto a ella, estela en mano, alzó los ojos hacia Jace.

—Contén cualquier cosa que venga mientras la curo.

Jace no podía apartar los ojos de Isabelle. La sangre manaba abundantemente del cuello y caía sobre la chaqueta, empapándole el cabello.

—Tenemos que sacarla de este barco —dijo con voz ronca—. Si se queda aquí...

—¿Morirá? —Alec pasaba la punta de su estela tan delicadamente como podía sobre la garganta de su hermana—. Todos vamos a morir. Son demasiados. Nos están masacrando. La Inquisidora merecía morir por esto; esto es culpa suya.

—Un demonio scorpios intentó matarme —explicó Jace, preguntándose por qué lo decía, por qué defendía a alguien a quien odiaba—. La Inquisidora se colocó en medio. Me ha salvado la vida.

—¿De verdad? —El asombro era evidente en la voz de Alec—. ¿Por qué?

—Imagino que decidió que yo era digno de ser salvado.

—Pero ella siempre... —Alec se interrumpió, la expresión cambiando a una de alarma—. Jace, detrás de ti... dos...

Jace giró en redondo. Se acercaban dos demonios: un rapiñador, con el cuerpo parecido al de un caimán, los dientes serrados y la cola de escorpión enroscándose por encima del lomo, y un drevak, con la pálida carne de gusano reluciendo a la luz de la luna. Jace oyó cómo Alec, detrás de él, inhalaba asustado; luego Samandiriel abandonó su mano, abriendo una senda plateada en el aire. Rebanó la cola del rapiñador justo por debajo del saco de veneno, al final del largo aguijón.

El rapiñador aulló. El drevak volvió la cabeza, confuso... y el saco de veneno le alcanzó directamente el rostro. El saco se rompió, empapando de veneno al drevak. Éste emitió un único alarido incomprensible y se desplomó con la cabeza corroída hasta el hueso. Sangre y veneno salpicaron la cubierta al mismo tiempo que el drevak desaparecía. El rapiñador, con sangre manándole a borbotones del muñón que era la cola, se arrastró unos pocos pasos más antes de desaparecer también.

Jace se inclinó y recogió a Samandiriel con cuidado. La cubierta de metal chisporroteaba aún allí donde el veneno del rapiñador se había derramado sobre ella, abriéndole diminutos agujeros que se iban agrandando.

—Jace. —Alec estaba de pie, sosteniendo a una pálida Isabelle, que se acababa de levantar—. Tenemos que sacar a mi hermana de aquí.

—Perfecto —replicó Jace—. Tú sácala de aquí. Yo voy a ocuparme de eso.

—¿De qué? —preguntó Alec, desconcertado.

—De eso —volvió a decir Jace, y señaló.

Algo iba hacia ellos por entre el humo y las llamas, algo enorme, jorobado y sólido. De lejos parecía ya cinco veces más grande que cualquier otro demonio del barco, con el cuerpo acorazado y numerosas extremidades terminadas en una garra quitinosa afilada como una púa. Las patas eran de elefante, enormes y con pies de dedos separados. Tenía la cabeza de un mosquito gigante incluidos los ojos de insecto y la trompa colgante rojo sangre para alimentarse.

Alec inhaló con fuerza.

—¿Qué diablo es? —preguntó.

Jace pensó durante un momento.

—Uno grande —dijo finalmente—. Mucho.

—Jace...

Éste volvió la cabeza y miró a Alec, y luego a Isabelle. Algo en su interior le dijo que ésta podría muy bien ser la última vez que los viera, y sin embargo seguía sin sentir miedo, no por su persona. Quiso decirles algo, tal vez que les quería, que cualquiera de ellos valía más para él que mil Instrumentos Mortales y el poder que pudieran conferir. Pero las palabras no quisieron salir.

—Alec —se oyó decir—, lleva a Isabelle a la escala ahora o todos nosotros moriremos.

Alec le miró a los ojos y le sostuvo la mirada por un instante. Luego asintió y empujó a Isabelle, que seguía protestando, hacia la barandilla. La ayudó a subir a ella y luego a pasar al otro lado, y con un alivio inmenso Jace vio cómo la oscura cabeza de la joven desaparecía a medida que empezaba a descender por la escala.

«Y ahora tú, Alec —pensó—. Vete.»

Pero su amigo no se iba. Isabelle, fuera de la vista en aquellos momentos, lanzó un grito agudo de protesta cuando su hermano volvió a bajar de un salto de la barandilla sobre la cubierta del barco. El guisarme de Alec descansaba sobre la cubierta donde lo había dejado caer; lo asió entonces y avanzó para colocarse junto a Jace y enfrentarse al demonio que se aproximaba.

No consiguió llegar tan lejos. El demonio, que se le venía encima a Jace, efectuó un repentino viraje y fue hacia Alec con la ensangrentada trompa chasqueando a un lado y a otro ávidamente. Jace se volvió para cubrir a Alec, pero la cubierta de metal sobre la que estaba, podrida por el veneno, se hundió bajo él. El pie atravesó la plancha de acero, y Jace cayó violentamente sobre la cubierta.

Alec tuvo tiempo de chillar el nombre de Jace antes de que el demonio se abalanzara sobre él. Alec lo acuchilló con el guisarme , hundiendo profundamente el extremo afilado del arma en la carne del demonio. La criatura se echó hacia atrás profiriendo un sobrecogedor alarido humano mientras que una sangre negra comenzaba a brotar a chorros de la herida. Alec retrocedió alargando la mano para coger otra arma justo cuando la garra del demonio le alcanzó con un trallazo, derribándole al suelo. Entonces, la trompa de la criatura se enroscó a su alrededor.

Isabelle chillaba. Jace forcejeó desesperadamente para sacar la pierna del agujero de la cubierta; afilados bordes de metal se le clavaron cuando consiguió liberarse de un tirón y se incorporó tambaleante.

Alzó a Samandiriel. Una potente luz, brillante como una estrella fugaz, surgió del cuchillo serafín. El demonio reculó emitiendo un quedo siseo. Relajó la presión sobre Alec, y por un momento, Jace pensó que tal vez fuera a soltarle. Entonces la criatura echó la cabeza hacia atrás con repentina y sobrecogedora rapidez y lanzó a Alec con una fuerza descomunal. Éste chocó contra la cubierta que la sangre volvía resbaladiza, patinó sobre ella... y cayó, con un único grito ronco, por el costado del barco.

Isabelle chillaba a todo pulmón el nombre de su hermano; sus alaridos eran como púas que se clavaban en los oídos de Jace. Samandiriel seguía llameando en su mano. La luz del arma iluminó al demonio, que avanzaba majestuoso hacia él con una mirada de insecto brillante y rapaz, pero lo único que Jace podía ver era a Alec; a Alec cayendo por el costado del barco, a Alec ahogándose en las negras aguas. Le pareció sentir el sabor del agua marina en la boca, o quizá fuera sangre. El demonio estaba casi sobre él; alzó a Samandiriel y lo arrojó. El demonio chilló con un sonido agudo y angustiado. Y entonces la cubierta cedió bajo Jace con un escalofriante chirrido de metal y el muchacho cayó a la oscuridad.

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