—¿Qué hace aquí, Inquisidora? ¿Por qué ha venido?
—Tú tenías razón —repuso ella—. Sobre Valentine. No ha querido hacer el intercambio.
—Le dijo que me dejara morir. —Jace se sintió repentinamente mareado.
—En cuanto rehusó, desde luego, reuní al Cónclave y les traje aquí. Te... te debo a ti y a tu familia una disculpa.
—Tomo nota —dijo él, que odiaba las disculpas—. ¿Alec e Isabelle? ¿Están aquí? ¿No se les castigará por ayudarme?
—Están aquí, y no, no se les castigará. —Todavía le miraba fijamente, escudriñándole con los ojos—. No puedo comprender a Valentine —dijo—. Que a un padre no le importe la vida de su hijo, su único hijo...
—Sí—repuso Jace; le dolía la cabeza y deseó que la mujer callase, o que un demonio les atacase—. Es una cuestión intrincada, ya lo creo.
—Amenos...
Jace la miró sorprendido.
—A menos que ¿qué?
Ella le dio en el hombro con un dedo.
—¿De cuándo es esto?
Jace bajó la mirada y vio que el veneno del demonio araña le había abierto un agujero en la camiseta, que le dejaba buena parte del hombro izquierdo al descubierto.
—¿La camiseta? De Macy's. Rebajas de invierno.
—La cicatriz. Esta cicatriz, aquí en el hombro.
—Ah, eso. —A Jace le sorprendió la intensidad de su mirada—. No estoy seguro. Algo que sucedió cuando yo era muy pequeño, según dijo mi padre. Un accidente de alguna clase. ¿Por qué?
La Inquisidora siseó a través de los dientes apretados.
—No puede ser —murmuró—. Tú no puedes ser...
—Yo no puedo ser ¿qué?
Había una nota de incertidumbre en la voz de la mujer.
—Todos estos años —continuó—, mientras te hacías mayor... ¿realmente pensabas que eras el hijo de Michael Wayland...?
Una furia intensa recorrió a Jace, convertida en más dolorosa por la diminuta punzada de decepción que la acompañó.
—Por el Ángel —escupió—, ¿me ha arrastrado aparte en medio de la batalla sólo para hacerme las mismas condenadas preguntas otra vez? No me creyó la primera vez y sigue sin creerme. Jamás me creerá, a pesar de todo lo que ha sucedido, incluso aunque todo lo que le dije era la verdad. —Señaló con un dedo en dirección a lo que sucedía al otro lado del muro de luz—. Yo debería estar ahí fuera peleando. ¿Por qué me mantiene aquí? ¿Para que cuando todo esto acabe, si todavía seguimos vivos, pueda ir a la Clave y contarles que no quise pelear en su bando contra mi padre? Buen intento.
Ella había palidecido aún más de lo que él había pensado posible.
—Jonathan, no es eso lo que yo...
—¡Mi nombre es Jace! —gritó él.
La Inquisidora reculó, con la boca entreabierta, como si aún estuviese a punto de decir algo. Jace no quiso oírlo. Pasó por su lado muy digno, casi derribándola, y pateó uno de los cuchillos serafín de la cubierta. Éste cayó y la pared de luz desapareció.
Al otro lado reinaba el caos. Formas oscuras pasaban veloces de un lado a otro por la cubierta, demonios gateaban sobre cuerpos desplomados, y el aire estaba lleno de humo y gritos. Se esforzó por ver a alguien conocido en la refriega. ¿Dónde estaba Alec? ¿Isabelle?
—¡Jace! —La Inquisidora corrió tras él, con el rostro contraído por el miedo—. Jace, no tienes una arma, al menos coge...
Se interrumpió cuando un demonio se alzó surgiendo de la oscuridad frente a Jace como un iceberg ante la proa de un barco. No era ninguno que él hubiese visto antes; éste tenía el rostro arrugado y las manos ágiles de un mono enorme, pero también una larga cola recubierta de púas de un escorpión. Los ojos giraban de un lado a otro y eran amarillos. Le siseó por entre dientes afilados como agujas. Antes de que Jace pudiera agacharse, la cola salió disparada al frente con la velocidad de una cobra al atacar. Vio cómo la afilada punta se acercaba a su cara...
Y por segunda vez esa noche, una sombra se interpuso entre él y la muerte. Desenvainando un cuchillo de hoja larga, la Inquisidora se arrojó frente a él, y recibió el aguijón de escorpión en el pecho.
Gritó, pero se mantuvo en pie. La cola del demonio chasqueó hacia atrás, lista para otro golpe... pero el cuchillo de la Inquisidora ya había abandonado la mano, volando directo al blanco. Las runas grabadas en la hoja relucieron mientras hendía la garganta del demonio. Con un siseo, como de aire escapando de un globo pinchado, éste se dobló sobre sí mismo, contrayendo la cola a la vez que se desvanecía.
La Inquisidora se desplomó sobre la cubierta hecha un ovillo. Jace se arrodilló junto a ella y le puso la mano en el hombro, haciéndola volverse sobre la espalda. La parte delantera de su blusa gris se cubría lentamente de sangre. Tenía el rostro flácido y amarillo, y por un momento Jace pensó que ya estaba muerta.
—¿Inquisidora? —Era incapaz de pronunciar su nombre de pila, ni siquiera en aquel momento.
Los ojos de la mujer se abrieron con un pestañeo. El blanco empezaba ya a perder brillo. Con un gran esfuerzo le hizo una seña para que se acercara a ella. Jace se inclinó, lo bastante cerca para oírla susurrarle a la oreja, susurrarle con su último aliento...
—¿Qué? —preguntó Jace, perplejo—. ¿Qué significa eso?
No hubo respuesta. La Inquisidora se había desplomado hacia atrás sobre la cubierta, los ojos muy abiertos y fijos, la boca curvada en lo que casi parecía una sonrisa.
Jace se sentó hacia atrás sobre los talones, petrificado y con la mirada fija. Estaba muerta. Muerta debido a él.
Algo le agarró por la parte posterior de la camiseta y tiró de él para ponerle en pie. Jace se llevó una mano al cinturón, recordó que estaba desarmado, giró en redondo y se encontró con un familiar par de ojos azules que le contemplaban con total incredulidad.
—Estás vivo —exclamó Alec; dos cortas palabras, pero cargadas de sentimiento.
El alivio resultaba evidente en su rostro, igual que el cansancio. A pesar de la frialdad del aire, tenía los cabellos negros pegados a las mejillas y la frente debido al sudor. Ropas y piel estaban surcadas de sangre y había un largo desgarrón en la manga de la chaqueta acorazada, como si algo irregular y afilado la hubiese rasgado. Asía un guisarme ensangrentado con la mano derecha y el cuello de la camiseta de Jace con la izquierda.
—Parece que sí —admitió Jace—. Sin embargo, no será así durante mucho tiempo si no me das un arma.
Con una veloz mirada a su alrededor, Alec soltó a Jace, sacó un cuchillo serafín del cinturón y se lo pasó.
—Toma —dijo—. Se llama Samandiriel.
Jace apenas acababa de agarrar el arma cuando un demonio drevak de mediano tamaño correteó hacia ellos, chirriando imperiosamente. Jace alzó a Samandiriel , pero Alec ya había despachado a la criatura con una estocada de su guisarme.
—Bonita arma —dijo Jace, pero Alec miraba más allá de él, a la figura gris caída sobre la cubierta.
—¿Es ésa la Inquisidora? ¿Está...?
—Está muerta —afirmó Jace.
Alec apretó la mandíbula.
—¡En buena hora! ¿Cómo ha sido?
Jace iba a responder cuando le interrumpió un sonoro grito de «¡Alec!» ¡Jace!». Era Isabelle, que corría hacia ellos por entre el hedor y el humo. Llevaba una ajustada chaqueta oscura manchada de sangre amarillenta. Cadenas de oro adornadas con amuletos en forma de runas le rodeaban las muñecas y los tobillos, y llevaba el látigo enroscado a ella igual que una red de alambre de electro.
Extendió los brazos.
—Jace, pensábamos...
—No. —Algo hizo que Jace retrocediera, rehuyendo su contacto—. Estoy cubierto de sangre, Isabelle. No lo hagas.
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