Se oyó un lejano chapoteo.
—Respuesta correcta —admitió Jace.
—¡Cielos! —exclamó Luke—. ¿Te la has puesto tú mismo?
—No. Clary.
El cuchillo serafín de Jace hendió el aire con fuego blanco; dos demonios drevak cayeron. Pero había docenas avanzando vacilantes hacia ellos, con las manos finalizadas en agujas extendidas.
—Es buena en runas, ya sabes.
—Adolescentes —exclamó Luke, como si fuese la palabra más asquerosa que conocía, y se arrojó sobre la horda que iba hacia ellos.
—¿Muerto? —Clary se quedó mirando a Maia como si ésta hubiese hablado en búlgaro—. No puede estar muerto.
Maia no dijo nada, se limitó a contemplarla con ojos tristes y oscuros.
—Yo lo sabría. —Clary se incorporó y se presionó un puño contra el pecho—. Lo sabría aquí.
—También yo pensaba eso —repuso Maia—. En una ocasión. Pero no lo sabes. Uno nunca lo sabe.
Clary se incorporó penosamente. La cazadora de Jace le colgaba de un hombro con la parte posterior casi hecha tiras. Se la sacó con un gesto impaciente y la dejó caer al suelo. Estaba destrozada, la espalda cubierta de una docena de marcas de garras afiladas. «A Jace no le gustará nada que le haya estropeado la cazadora —pensó—. Tendré que comprarle una nueva. Tendré que...»
Aspiró una larga y entrecortada bocanada de aire. Podía oír el martilleo de su propio corazón, pero también eso sonaba distante.
—¿Qué... le sucedió?
Maia seguía arrodillada en el suelo.
—Valentine nos atrapó a los dos —explicó ésta—. Nos encadenó juntos en una bodega. Luego vino con un arma... una espada muy larga y brillante, como si refulgiera. Me arrojó polvo de plata para que no pudiese enfrentarme a él, y... y le cortó el cuello a Simón. —Su voz se debilitó hasta convertirse en un susurro—. Luego le cortó las muñecas y vertió la sangre en unos cuencos. Algunas de esas criaturas demoníacas suyas entraron y le ayudaron a cogerla. Luego simplemente dejó a Simon allí tirado, sin tripas, como un juguete que ya no sirve para nada. Chillé... pero sabía que estaba muerto. Entonces uno de los demonios me cogió y me trajo aquí abajo.
Clary se apretó el dorso de la mano contra la boca; apretó y apretó hasta que notó la sangre salada. El sabor ácido de la sangre pareció abrirse paso a través de la niebla de su cerebro.
—Tenemos que salir de aquí.
—No quisiera ofender, pero eso es evidente. —Maia se puso en pie con una mueca de dolor—. No hay salida. Ni siquiera para un cazador de sombras. A lo mejor si tú fueses...
—¿Si yo fuese qué? —exigió Clary, deambulando por el espacio cuadrado de la celda que las contenía—. ¿Jace? Bueno, pues no lo soy. —Pateó la pared, que resonó hueca, luego metió la mano en el bolsillo y sacó su estela—. Pero poseo mis propias habilidades.
Apretó la punta de la estela contra la pared y empezó a dibujar. Las líneas parecían fluir de ella, negras y ardientes, igual que la ira furiosa que sentía. Estrelló la estela contra la pared una y otra vez y las líneas negras fluyeron de la punta igual que llamas. Cuando se apartó, respirando laboriosamente, vio que Maia la contemplaba atónita con los ojos muy abiertos.
—Chica —exclamó ésta—, ¿qué has hecho?
Clary no estaba segura. Parecía como si hubiese arrojado un cubo de ácido contra la pared. El metal que rodeaba la runa se combaba y goteaba igual que un helado en un día caluroso. Dio un paso atrás, observándolo con cautela mientras un agujero del tamaño de un perro grande se abría en la pared. Pudo ver vigas de acero detrás de él, más parte de las tripas de la nave. Los bordes del agujero chisporroteaban aún, aunque éste había dejado de extenderse hacia el exterior. Maia dio un paso al frente, apartando el brazo de Clary.
—Espera. —Clary se sintió repentinamente nerviosa—. El metal fundido... podría ser como... lodo tóxico o algo así.
Maia lanzó un resoplido.
—Soy de Nueva Jersey. Nací en medio de lodo tóxico. —Fue resueltamente hacia el agujero y miró por él—. Hay una pasarela de metal al otro lado —anunció—. Bien..., voy a pasar.
Se dio la vuelta y metió los pies por el agujero, luego las piernas, retrocediendo despacio. Hizo una mueca mientras retorcía el cuerpo para pasar, entonces se quedó muy quieta.
—¡Ay! Me he atascado. ¿Me ayudas? —Le alargó las manos.
Clary le cogió las manos y empujó. El rostro de Maia se puso blanco, luego rojo... y de improviso la muchacha quedó libre, igual que el corcho de una botella de champán al saltar de la botella. Con un chillido, cayó hacia atrás. Se oyó un estrépito, y Clary metió la cabeza por el agujero.
—¿Estás bien?
Maia yacía sobre una estrecha pasarela de metal unos metros más abajo. Rodó sobre sí misma lentamente y se sentó, haciendo una mueca de dolor.
—Mi tobillo..., pero estaré perfectamente —añadió al ver la cara de Clary—. Nosotros también sanamos con rapidez, ya sabes.
—Lo sé. De acuerdo, me toca a mí.
A Clary la estela se le clavó incómodamente en el estómago mientras se inclinaba, preparada para pasar a través del agujero tras Maia. La distancia hasta la pasarela resultaba inquietante, pero no tanto como la idea de aguardar en la bodega a lo que fuera que fuese a buscarlas. Giró sobre sí misma, se tumbó sobre el estómago y fue metiendo los pies por el agujero...
Y algo la agarró por la parte posterior de la camiseta, tirando de ella hacia arriba. La estela se le cayó del cinturón y tintineó al suelo. Clary lanzó un grito entrecortado de sorpresa y dolor; la tira del cuello del suéter se le clavó en la garganta y sintió como si se ahogara. Al cabo de un momento la soltaron y se estrelló contra el suelo, las rodillas golpeando el metal con un hueco sonido metálico. Dando boqueadas, rodó sobre la espalda y miró arriba, sabiendo lo que vería.
Valentine la observaba de pie junto a ella. En una mano sostenía un cuchillo serafín que relucía con una fuerte luz blanca. La otra mano, con la que le había agarrado por la camiseta, estaba cerrada en un puño. El cincelado rostro blanco mostraba una mueca de desprecio.
—Siempre la hija de tu madre, Clarissa —dijo—. ¿Qué has hecho ahora?
Clary se incorporó dolorosamente hasta quedar de rodillas. Tenía la boca llena de sangre procedente del labio que se había desgarrado. Al mirar a Valentine, la rabia contenida floreció como una flor envenenada en su pecho. Aquel hombre, su padre, había matado a Simon y lo había dejado muerto en el suelo como si fuese basura. Ella había pensado que había sentido odio antes en su vida; estaba equivocada. Esto sí que era odio.
—La chica loba —prosiguió Valentine, frunciendo el entrecejo—, ¿dónde está?
Clary se inclinó y le escupió la sangre que tenía en la boca sobre los zapatos. Con una aguda exclamación de repugnancia y sorpresa, él retrocedió alzando el arma que tenía en la mano y, por un momento, Clary vio la furia en sus ojos y pensó que realmente iba a hacerlo, que realmente iba a matarla allí mismo, arrodillada a sus pies, por escupirle en los zapatos.
Lentamente, él bajó el arma. Sin una palabra, pasó junto a Clary y fue a mirar con atención por el agujero que ésta había abierto en la pared. Clary se volvió despacio, escudriñando el suelo hasta que la vio. La estela de su madre. Alargó el brazo hacia ella, conteniendo la respiración...
Valentine vio lo que hacía y, de una única zancada, cruzó la bodega. Tiró la estela fuera del alcance de Clary de una patada. La estela giró por el suelo de metal y fue a caer por el agujero de la pared. Clary entrecerró los ojos, sintiendo la pérdida de la estela como si volviera a perder a su madre.
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