—Pero...
No acabó la frase. Jace ya se había zambullido en el agua, saltando desde la furgoneta de un único y grácil movimiento. Cayó a las sucias aguas del río y empezó a nadar hacia el barco con poderosas patadas que creaban remolinos de espuma en el agua.
Luke se volvió hacia Magnus, cuyo pálido rostro era apenas visible a través del parabrisas agrietado. Alzó una mano y le pareció ver que Magnus asentía en respuesta.
Enfundando el kindjal , se zambulló en el río en pos de Jace.
Alec soltó a Isabelle, medio esperando que ésta empezara a chillar en cuanto le quitara la mano de la boca. No lo hizo. Permaneció quieta junto a él y se quedó mirando fijamente cómo la Inquisidora se erguía, tambaleándose ligeramente, con el rostro de un blanco grisáceo.
—Imogen —llamó Maryse, y no había sentimiento en la voz, ni siquiera ira.
La Inquisidora no pareció oírla. Su expresión no cambió mientras se dejaba caer sin fuerzas en el viejo sillón de Hodge.
—Dios mío —exclamó, clavando la mirada en el escritorio—. ¿Qué he hecho?
Maryse hizo una seña a su hija.
—Trae a tu padre.
Isabelle, con una expresión tan asustada como Alec no le había visto nunca, asintió y abandonó la habitación.
Maryse cruzó la estancia hacia la Inquisidora y la miró.
—¿Qué has hecho, Imogen? —dijo—. Le has entregado la victoria a Valentine. Eso es lo que has hecho.
—No —musitó ella.
—Sabías exactamente lo que Valentine planeaba cuando encerraste a Jace. Te negaste a permitir que la Clave interviniera porque habría interferido en tu plan. Querías hacer sufrir a Valentine como él te ha hecho sufrir a ti; mostrarle que tenías el poder de matar a su hijo como él había matado al tuyo. Querías humillarle.
—Sí...
—Pero Valentine no se deja humillar —continuó Maryse—. Yo podría habértelo dicho. Jamás le tuviste controlado. Sólo fingió considerar tu oferta para tener la absoluta certeza de que no tendríamos tiempo de pedir refuerzos a Idris. Y ahora es demasiado tarde.
La Inquisidora alzó los ojos con expresión enloquecida. Los cabellos se le habían soltado del moño y le colgaban en mechones lacios alrededor del rostro. Su aspecto era el más humano que Alec le había visto nunca, pero no le produjo la menor satisfacción. Las palabras de su madre le dejaron helado: «demasiado tarde».
—No, Maryse —repuso la mujer—. Todavía podemos...
—¿Todavía qué? —La voz de Maryse se quebró—. ¿Llamar a la Clave? No disponemos de los días, las horas que necesitarían para llegar aquí si vamos a enfrentarnos a Valentine... y Dios sabe que no tenemos elección.
—Vamos a tener que hacerlo ahora —interrumpió una voz profunda.
Detrás de Alec, con expresión sumamente sombría, estaba Robert Lightwood.
Alec contempló boquiabierto a su padre. Hacía años que no le había visto vestido con el equipo de caza; había estado ocupado en tareas administrativas, en dirigir el Cónclave y en ocuparse de cuestiones referentes a los subterráneos. Algo en el hecho de ver a su padre con sus gruesas y acorazadas ropas oscuras, con el sable sujeto a la espalda, devolvió a Alec a su infancia, cuando su padre había sido el hombre más imponente, fuerte y aterrador que podía imaginar. Y seguía resultando aterrador. No había visto a su padre desde que se había puesto en ridículo a sí mismo en casa de Luke, así que intentó captar su mirada ahora, pero Robert miraba a Maryse.
—El Cónclave está listo —informó—. Los botes aguardan en el muelle.
Las manos de la Inquisidora aletearon alrededor de su rostro.
—No sirve de nada —farfulló—. No somos suficientes... no podemos de ningún modo...
Robert hizo caso omiso de ella. En su lugar, miró a Maryse.
—Deberíamos marcharnos en seguida —sugirió, y en su tono había el respeto del que había carecido al dirigirse a la Inquisidora.
—Pero la Clave... —empezó a decir ésta— deberían ser informados.
Maryse empujó el teléfono del escritorio en dirección a la mujer, con energía.
—Cuéntaselo tú. Cuéntales lo que has hecho. Es tu trabajo, al fin y al cabo.
La Inquisidora no dijo nada, se limitó a contemplar fijamente el teléfono, con una mano sobre la boca.
Antes de que Alec pudiera empezar a compadecerse de ella, la puerta volvió a abrirse y entró Isabelle ataviada con su equipo de cazadora de sombras, con el largo látigo de plata y oro en una mano y una naginata de asta de madera en la otra. Miró a su hermano ceñuda.
—Ve a prepararte —dijo—. Partimos hacia el barco de Valentine inmediatamente.
Alec no pudo evitarlo; la comisura de los labios se le crispó hacia arriba. ¡Isabelle era siempre tan resuelta!
—¿Eso es para mí? —le preguntó, indicando la naginata.
Su hermana la apartó violentamente de él.
—¡Ve a buscar la tuya!
«Algunas cosas no cambian nunca.» Alec marchó en dirección a la puerta, pero le detuvo una mano que se posó en su hombro. Alzó los ojos sorprendido.
Era su padre. Contemplaba a Alec, y aunque no sonreía, había una expresión de orgullo en su rostro arrugado y cansado.
—Si necesitas un acero, Alexander, mi guisarme está en la entrada. Si quieres usarla.
Alec tragó saliva y asintió, pero antes de que pudiera dar las gracias a su padre oyó a Isabelle detrás de él.
—Aquí tienes, mamá —dijo.
Alec se volvió y vio a su hermana entregar la naginata a su madre, que la tomó y la hizo girar expertamente en la mano.
—Gracias, Isabelle —dijo Maryse, y con un movimiento tan veloz como cualquiera de los de su hija bajó la hoja para apuntar directamente al corazón de la Inquisidora.
Imogen Herondale alzó la mirada hacia Maryse con los ojos inexpresivos y destrozados de una estatua estropeada.
—¿Vas a matarme, Maryse?
Maryse siseó por entre los cerrados dientes.
—Frío, frío —replicó—. Necesitamos a todo cazador de sombras que esté en la ciudad, y justo ahora, eso te incluye a ti. Levanta, Imogen, y prepárate para la batalla. A partir de ahora, las órdenes las doy yo. —Sonrió sombría—. Y lo primero que vas a hacer es liberar a mi hijo de esa maldita Configuración Malachi.
Su aspecto era magnífico mientras lo decía, pensó Alec con orgullo, una auténtica guerrera cazadora de sombras, cada una de sus arrugas llameando con justa furia.
Odiaba tener que estropear el momento... pero no tardarían en descubrir por sí mismos que Jace se había ido. Era mejor que alguien amortiguara el golpe.
Carraspeó.
—Lo cierto es —comenzó— que hay algo que probablemente deberíais saber...
Clary siempre había odiado las montañas rusas, aquella sensación en la que el estómago parecía caérsele a los pies cuando la vagoneta descendía en picado. Ser arrancada de la furgoneta y arrastrada por los aires como un ratón en las garras de un águila era diez veces peor. Lanzó un sonoro chillido cuando sus pies abandonaron la plataforma del vehículo y su cuerpo se elevó hacia las alturas a una velocidad increíble. Chilló y se retorció..., hasta que miró abajo y vio lo muy por encima que estaba ya del agua y comprendió lo que sucedería si el demonio volador la soltaba.
Se quedó totalmente quieta. La camioneta parecía un juguete allá abajo, flotando de un modo que parecía imposible sobre las olas. La ciudad se balanceaba a su alrededor, como paredes nebulosas de luz resplandeciente. Podría haber resultado hermoso de no haberse sentido tan aterrada. El demonio se ladeó y descendió en picado, y de improviso, en lugar de subir, Clary bajaba. Imaginó a la criatura dejándola caer cientos de metros por el aire hasta chocar contra la helada agua negra y cerró los ojos; pero caer a ciegas era peor. Volvió a abrirlos y vio la cubierta negra del barco alzándose como una mano a punto de sacarlos del cielo de un manotazo. Chilló por segunda vez mientras descendían hacia la cubierta...y a través de un cuadrado oscuro abierto en su superficie. Estaban ya en el interior del barco.
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