Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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Jace cayó de rodillas, sujetando aún el hombro de Simón. Pensó con desesperación en Clary en su dolor cuando lo descubriera, en el modo en que le había apretado las manos entre las suyas, con tanta fuerza en aquellos dedos pequeños. «Encuentra a Simón. Sé que lo harás.»

Y lo había hecho. Pero demasiado tarde.

Cuando Jace tenía diez años, su padre le había explicado todos los modos de matar a un vampiro. Clávale una estaca. Córtale la cabeza y préndele fuego igual que a una fantasmagórica calabaza ahuecada. Deja que el sol lo abrase hasta convertirlo en cenizas. O quítale toda la sangre. Necesitaban sangre para vivir, la necesitaban para funcionar, igual que los coches necesitaban gasolina. Contemplando la herida irregular de la garganta de Simón, no era difícil darse cuenta de lo que Valentine había hecho.

Alargó la mano para cerrarle los ojos a Simón. Si Clary tenía que verle muerto, mejor que no lo viera así. Bajó la mano hacia el cuello de la camiseta de Simón, para subírsela y cubrir el corte.

Simon se movió. Los párpados temblaron levemente y se abrieron, los ojos se le quedaron en blanco. Luego emitió un borboteo, un sonido tenue, y echó los labios hacia atrás para mostrar las puntas de unos colmillos de vampiro. La respiración vibró en la garganta acuchillada.

A Jace le ascendió una sensación de náusea por la garganta mientras sus manos se cerraban con más fuerza sobre el cuello de la camiseta de Simón. No estaba muerto. Pero ¡cielos!, el dolor debía de ser increíble. No podía curarse, no podía regenerarse, no sin...

No sin sangre. Jace soltó la camiseta de Simon y se subió la manga derecha con los dientes. Usando el extremo irregular del metal roto, se hizo un profundo corte longitudinal en la muñeca. La sangre afloró a la superficie. Soltó su improvisada arma, que golpeó el suelo con un sonido metálico. Podía oler su propia sangre en el aire, acida y ferrosa.

Bajó la mirada hacia Simón, que no se había movido. La sangre descendía ya por la mano de Jace, y la muñeca le escocía. La sostuvo por encima del rostro de Simón, dejando que el líquido le goteara por los dedos y se derramara sobre la boca del muchacho. No hubo reacción. Simon no se movía. Jace se acercó más; ahora estaba arrodillado sobre él, su aliento lanzando blancas volutas al gélido aire. Se inclinó al frente y presionó la muñeca ensangrentada contra la boca de Simón.

—Bebe mi sangre, idiota —musitó—. Bébela.

Por un momento no sucedió nada. Entonces los ojos de Simon se cerraron con un parpadeo. Jace sintió una punzada aguda en la muñeca, una especie de tirón, una presión fuerte... y la mano derecha de Simon se alzó veloz y fue a cerrarse con firmeza sobre el brazo de Jace, justo por encima del codo. La espalda de Simon se arqueó abandonando el suelo, mientras la presión sobre la muñeca de Jace aumentaba a medida que los colmillos de Simon se hundían más profundamente. Un dolor agudo ascendió por el brazo del cazador de sombras.

—Ya está bien —dijo—. Ya está bien, es suficiente.

Los ojos de Simon se abrieron. Ya no estaban en blanco, los iris marrón oscuro se clavaron en Jace. Había color en las mejillas, un rubor intenso como una fiebre. Los labios estaban ligeramente entreabiertos, los colmillos blancos manchados de sangre.

—¿Simón? —dijo Jace.

Simon se levantó y se movió con una velocidad increíble, derribando a Jace de costado y rodando a continuación sobre él. La cabeza del cazador de sombras golpeó contra el suelo de metal, y los oídos le zumbaron mientras los dientes de Simon se le hundían en el cuello. Se retorció, intentando liberarse, pero los brazos del otro muchacho eran como abrazaderas de hierro, inmovilizándole contra el suelo, con los dedos clavándosele en los hombros.

Pero Simon no le hacía daño, no en realidad, el dolor, que había empezado siendo agudo, fue perdiendo intensidad hasta convertirse en una especie de sorda quemazón, agradable como la quemadura de la estela en ciertas ocasiones. Una somnolienta sensación de paz se abrió paso por las venas de Jace, y éste sintió que los músculos se le relajaban; las manos que habían estado intentando apartar a Simon un momento antes ahora le apretaron más hacia él. Podía sentir el latido de su propio corazón, sentir cómo se aminoraba, el martilleo apagándose para convertirse en un eco más suave. Una oscuridad reluciente penetró furtiva por los bordes de su visión, hermosa y extraña. Jace cerró los ojos...

Y sintió una estocada de dolor en el cuello. Profirió un grito ahogado, y abrió los ojos de golpe. Simon estaba incorporado sobre él, mirándole con ojos muy abiertos, ya la mano sobre su propia boca. Las heridas habían desaparecido, aunque sangre fresca le manchaba la parte delantera de la camiseta.

Jace volvía a sentir el dolor de los hombros magullados, el corte en la muñeca, la garganta perforada. Ya no oía los latidos de su corazón, pero sabía que seguía golpeando en el interior del pecho.

Simon apartó la mano de la boca. Los colmillos ya no estaban.

—Podría haberte matado —exclamó, y había una especie de súplica en la voz.

—Y yo te lo habría permitido —repuso Jace.

Simon le miró fijamente, luego emitió un ruidito gutural. Rodó apartándose de Jace y se quedó arrodillado en el suelo, abrazándose los codos. Jace pudo ver las oscuras venas del muchacho a través de la piel pálida de la garganta, ramificándose en líneas azules y púrpura. Venas llenas de sangre.

«Mi sangre.» Jace se sentó en el suelo. Buscó torpemente su estela. Pasársela por el brazo fue como tirar de una tubería de plomo a través de un campo de rugby. La cabeza parecía a punto de estallarle. Cuando terminó el iratze , recostó la cabeza contra la pared, respirando penosamente, mientras el dolor le abandonaba a medida que la runa curativa hacía efecto. «Mi sangre en sus venas.»

—Lo siento —se lamentó Simón—. Lo siento mucho.

La runa curativa ya hacía efecto. La cabeza de Jace empezó a despejarse, y el golpeteo del corazón aminoró. Se puso en pie con cuidado, esperando sentir un vahído, pero se sintió únicamente un poco débil y cansado. Simon seguía de rodillas, con la mirada clavada en las manos. Jace le cogió por la parte posterior de la camiseta, izándole.

—Deja de disculparte —dijo, soltando a Simón—. Y ponte en marcha. Valentine tiene a Clary, y no tenemos mucho tiempo.

En cuanto los dedos de Clary se cerraron alrededor de la empuñadura de Maellartach , una aguda descarga helada le recorrió el brazo. Valentine la contempló con una expresión levemente interesada mientras ella lanzaba una exclamación ahogada de dolor cuando los dedos se le quedaron ateridos. La muchacha aferró con desesperación el arma, pero ésta se le resbaló de la mano y cayó estrepitosamente al suelo a sus pies.

Apenas vio moverse a Valentine. Al cabo de un instante, él estaba frente a ella empuñando la Espada. Clary sintió un terrible escozor en la mano. Echó una ojeada y vio que le estaba saliendo un rojo y ardiente verdugón en la palma.

—¿De verdad has pensado —comenzó Valentine, con un dejo de indignación en la voz— que te dejaría acercarte a una arma que pensase que podías usar? —Negó con la cabeza—. No has comprendido ni una palabra de lo que te he dicho, ¿cierto? Parece que de mis dos hijos, sólo uno es capaz de comprender la verdad.

Clary cerró la mano herida, agradeciendo casi el dolor.

—Si te refieres a Jace, él también te odia.

Valentine blandió la Espada, alzándola y colocando la punta a la altura de la clavícula de la muchacha.

—Eso es suficiente —dijo—, por tu parte.

La punta de la Espada era afilada; al respirar, le pinchó la garganta, y un hilillo de sangre le empezó a descender por el pecho. El contacto de la Espada pareció derramar frío por sus venas, enviándole crepitantes partículas de hielo a través de los brazos y las piernas, y entumeciéndole las manos.

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