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Cassandra Clare: Ciudad de cenizas

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Cassandra Clare Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre? En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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La camioneta dio un bandazo al frente. Luke debía de haber apretado a fondo el acelerador. Clary alargó las manos hacia el costado del vehículo para sujetarse. En la parte delantera, Jace le gritaba a Luke que tenía que existir algún modo de conseguir que aquella condenada cosa fuera más de prisa, pero Clary sabía que jamás conseguirían dejar atrás el amanecer.

—Tiene que haber algo —dijo a Simón.

No podía creer que en menos de cinco minutos hubiese pasado del alivio incrédulo al terror incrédulo.

—Podríamos taparte, tal vez, con nuestras ropas...

Simon seguía con la vista fija en el sol, lívido.

—Un montón de andrajos no servirá —contestó—. Raphael me lo explicó; hacen falta paredes para protegernos de la luz del sol. Penetra a través de la tela.

—Pero tiene que haber algo...

—Clary. —La joven pudo verle con claridad, en la luz gris que precede al amanecer. Simon le tendió las manos—. Ven aquí.

Se dejó caer junto a él, intentando cubrir tanto de su cuerpo como podía con el suyo propio. Sabía que era inútil. Cuando el sol le tocara, se convertiría en cenizas.

Permanecieron sentados durante un momento en total inmovilidad, abrazados. Clary podía sentir cómo ascendía y descendía el pecho de su amigo; lo hacía debido a la costumbre, se recordó, no por necesidad. Quizá ya no respiraba, pero todavía podía morir.

—No te dejaré morir —afirmó ella.

—No creo que tengas elección. —Clary notó que él sonreía—. No pensaba que pudiera volver a ver el sol otra vez —siguió él—. Supongo que me equivocaba.

—Simón...

Jace gritó algo. Clary alzó la vista. El cielo estaba inundado de luz rosada, igual que tinte vertido en agua transparente. Simon se tensó debajo de ella.

—Te amo —dijo Simón—. Jamás he amado a nadie excepto a ti.

Hilos de oro surcaron el cielo rosado como vetas doradas en un mármol caro. El agua resplandeció luminosa y Simon se quedó rígido, con la cabeza echada hacia atrás, mientras los ojos abiertos se le llenaban de un color dorado, igual que si un líquido fundido se alzara en su interior. Líneas negras empezaron a aparecerle en la piel igual que grietas en una estatua destrozada.

—¡Simón! —chilló Clary.

Alargó los brazos para cogerle, pero sintió que tiraban de ella hacia atrás; era Jace, que la aferraba por los hombros. Intentó desasirse, pero él la sujetó con fuerza; le decía algo al oído, una y otra vez, y sólo transcurridos unos instantes Clary empezó a comprender lo que decía.

—Clary, mira. Mira.

—¡No!

Se llevó las manos a la cara a toda velocidad y notó el gusto amargo del agua del suelo de la plataforma de la furgoneta en las palmas. Era salado, como las lágrimas.

—No quiero mirar. No quiero...

—Clary.

Jace la cogió por las muñecas y le apartó las manos de la cara. La luz del amanecer le hirió los ojos.

—Mira.

Miró. Y oyó cómo su propia respiración le silbaba áspera en los pulmones al lanzar un grito ahogado. Simon estaba sentado muy erguido en la parte trasera de la furgoneta, en una zona bañada por la luz del sol, boquiabierto y contemplándose con asombro. El sol bailaba en el agua detrás de él, y los extremos de sus cabellos centelleaban como el oro. No se había consumido ni convertido en cenizas, sino que permanecía sentado bajo la luz solar, y la pálida piel de rostro, de los brazos y de las manos estaba totalmente indemne.

Fuera del Instituto, anochecía. El tenue color rojo de la puesta de sol penetraba por las ventanas del dormitorio de Jace mientras éste contemplaba fijamente el montón que formaban sus pertenencias sobre la cama. El montón era mucho más pequeño de lo que había pensado que sería. Siete años enteros de su vida pasados en ese lugar, y eso era todo lo que había acumulado: media bolsa de lona llena de ropa, una pequeña pila de libros y unas cuantas armas.

Había estado pensando en si debería llevarse las pocas cosas que había salvado de la casa solariega de Idris cuando se marchara esa noche. Magnus le había devuelto el anillo de plata de su padre, que él ya no se sentía a gusto llevando, y que le colgaba alrededor del cuello de un pedazo de cadena. Al final había decidido cogerlo todo. No tenía sentido dejar nada suyo en aquel lugar.

Estaba llenando la bolsa de ropa cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir, esperando ver a Alec o a Isabelle.

Era Maryse. Vestía un austero vestido negro y llevaba el pelo totalmente recogido detrás de la cabeza. Parecía mayor de lo que la recordaba. Dos profundas líneas le descendían de las comisuras de los labios hasta el mentón. Únicamente los ojos tenían algo de color.

—Jace —dijo—. ¿Puedo entrar?

—Puedes hacer lo que quieras —repuso él, regresando a la cama—. Es tu casa. —Agarró un puñado de camisetas y las metió en la bolsa de lona con una fuerza posiblemente innecesaria.

—En realidad es la casa de la Clave —repuso Maryse—. Nosotros sólo somos sus guardianes.

Jace metió libros en la bolsa.

—Lo que sea.

—¿Qué haces?

Si Jace no hubiese sabido que eso era imposible, hubiera pensado que la voz le temblaba ligeramente.

—Estoy recogiendo mis cosas —respondió—. Es lo que la gente acostumbra a hacer cuando se va.

Maryse palideció.

—No te vayas —dijo—. Si quieres quedarte...

—No quiero quedarme. No pertenezco a este lugar.

—¿Adonde irás?

—A casa de Luke —respondió él, y vio que ella se estremecía—. Durante un tiempo. Después de eso, no lo sé. Quizá a Idris.

—¿Es ahí a donde crees que perteneces? —Había una dolorida tristeza en la voz.

Por un momento Jace interrumpió su tarea y miró fijamente la bolsa.

—No sé a dónde pertenezco.

—Tu lugar está con tu familia. —Maryse dio un vacilante paso al frente—. Con nosotros.

—Me echaste. —Jace oyó la aspereza de su propia voz, e intentó suavizarla—. Lo siento —añadió, volviéndose para mirarla—. Siento todo lo que ha sucedido. Pero no me querías antes, y no puedo imaginar que me quieras ahora. Robert estará enfermo durante un tiempo; tendrás que ocuparte de él. Yo no haré más que estorbar.

—¿Estorbar? —Sonó incrédula—. Robert quiere verte, Jace...

—Lo dudo.

—¿Qué hay de Alec? Isabelle, Max... Ellos te necesitan. Si tú no me crees cuando digo que quiero que te quedes... y no me extrañaría si no lo hicieras... debes saber que ellos sí te quieren. Hemos pasado una mala época, Jace. No les hagas más daño del que ya han sufrido.

—Eso no es justo.

—No te culpo si me odias. —La voz de Maryse sí que temblaba, y Jace giró en redondo para mirarla fijamente con sorpresa—. Pero todo lo que hice... incluso echarte... y tratarte como lo hice, fue para protegerte. Y porque tenía miedo.

—¿Me tenías miedo?

Ella asintió.

—Bueno, eso sí que me hace sentir mucho mejor.

Maryse inspiró profundamente.

—Pensaba que me partirías el corazón como hizo Valentine —continuó—. Tú fuiste lo primero que quise, ¿sabes?, después de él, que no tenía mi propia sangre. La primera criatura viva. Y eras simplemente un niño...

—Tú pensabas que yo era otra persona.

—No, siempre he sabido exactamente quién eres. Desde la primera vez que te vi bajando del barco procedente de Idris, cuando tenías diez años; te metiste en mi corazón igual que hicieron mis propios hijos cuando nacieron. —Meneó la cabeza—. No puedes comprenderlo. Nunca has sido padre. Uno jamás ama nada como ama a sus hijos. Y nada puede hacerte enfadar más.

—Sí que noté la parte del enfado —repuso Jace, tras una pausa.

—No espero que me perdones —repuso Maryse—. Pero si quisieras quedarte por Isabelle y Alec y Max te estaría muy agradecida...

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