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Cassandra Clare: Ciudad de cenizas

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Cassandra Clare Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre? En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—¿Ninguna señal de él? No. Yo diría que se ha escondido hasta que pueda terminar lo que inició con la Espada. Después de eso... —Jace se encogió de hombros.

—Después de eso, ¿qué?

—No lo sé. Es un lunático. Es difícil adivinar lo que hará un lunático.

Pero el muchacho evitó sus ojos, y Clary supo en qué pensaba: guerra.

Eso era lo que Valentine quería. Una guerra contra los cazadores de sombras. Y la conseguiría. Era sólo una cuestión de dónde atacaría primero.

—En cualquier caso, no creo que sea de eso de lo que has venido a hablarme, ¿verdad?

—No.

Ahora que había llegado el momento, Clary tenía dificultades para encontrar palabras. Captó una visión fugaz de su reflejo en el brillante servilletero. Cárdigan blanco, rostro blanco, rubor febril en las mejillas. Parecía como si tuviese fiebre. También se sentía un poco como si la tuviese.

—Llevo días queriendo hablar contigo...

—Nunca lo habría dicho. —La voz de Jace era anormalmente aguda—. Siempre que te llamaba, Luke me decía que estabas enferma. Supuse que me estabas evitando. Otra vez.

—No era eso. —Le pareció que había un gran espacio vacío entre ellos, aunque el reservado no era tan grande y no estaban sentados tan separados—. Sí que quería hablar contigo. He estado pensando en ti todo el tiempo.

Él profirió un ruidito sorprendido y puso la mano sobre la mesa. Ella se la cogió, sintiendo que la invadía una oleada de alivio.

—Yo también he estado pensando en ti.

La mano del joven le resultaba cálida y reconfortante; Clary recordó cómo le había abrazado en Renwick, mientras él sostenía desconsolado el ensangrentado fragmento de Portal, que era todo lo que le quedaba de su antigua vida.

—Es verdad que estaba enferma —afirmó ella—. Lo juro. Casi me muero en el barco, ya lo sabes.

Él le soltó la mano, pero se la quedó mirando con fijeza, como si quisiera memorizar su rostro.

—Lo sé perfectamente —dijo—. Siempre que tú casi te mueres, yo casi me muero.

Esas palabras provocaron que el corazón de Clary le vibrara dentro del pecho como si se hubiese tragado una cucharada entera de cafeína pura.

—Jace, he venida a decirte que...

—Aguarda. Déjame hablar primero. —Alzó las manos como para contener las palabras de la muchacha—. Antes de que digas nada, quisiera disculparme.

—¿Disculparte? ¿Por qué?

—Por no escucharte. —Jace se echó los cabellos hacia atrás con ambas manos, y ella reparó en una pequeña cicatriz en el lado de la garganta, una diminuta línea plateada, que no había estado allí antes—. Tú no hacías más que decirme que no podía tener lo que quería de ti, y yo seguía insistiendo e insistiendo sin escucharte. Te quería a ti y no me importaba lo que dijera nadie. Ni siquiera tú.

A Clary se le quedó la boca seca, pero antes de que pudiese decir nada, Kaelie llegó a la mesa con los boniatos fritos de Jace y varios platos para Clary. Ésta se quedó mirando lo que había pedido. Un batido de leche verde, lo que parecía una hamburguesa de carne cruda y una bandeja de grillos bañados en chocolate. Tampoco le importaba; tenía un nudo demasiado grande en el estómago para pensar siquiera en comer.

—Jace —comenzó, en cuanto la camarera marchó—, no hiciste nada malo. Tú...

—No. Déjame terminar. —Jace contemplaba los boniatos fritos como si contuvieran los secretos del universo—. Clary, tengo que decirlo ahora o... o no lo diré. —Las palabras brotaron en tropel—: Pensaba que había perdido a mi familia. Y no me refiero a Valentine.

Me refiero a los Lightwood. Pensaba que habían terminado conmigo. Pensaba que no me quedaba nada en el mundo aparte de ti. Estaba... enloquecido por la sensación de pérdida y me desquité contigo y lo siento. Tenías razón.

—No. He sido una estúpida. He sido cruel contigo...

—Tenías todo el derecho a serlo.

Alzó los ojos para mirarla, y de repente, Clary recordó una vez, cuando tenía cuatro años, que estaba en la playa llorando porque se había levantado viento y le había derribado el castillo que había hecho. Su madre le había dicho que podía hacer otro si quería, pero eso no le había hecho parar de llorar porque había descubierto que lo que había pensado que era permanente no lo era, sino que estaba hecho de arena que se deshacía al contacto con el viento o el agua.

—Lo que dijiste era cierto— continuó Jace—. No vivimos ni amamos en un vacío. Hay personas que se preocupan por nosotros y que resultarían heridas, quizá destruidas, si nos permitiésemos sentir lo que pudiésemos querer sentir. Ser tan egoístas significaría... significaría ser como Valentine.

Pronunció el nombre de su padre con tal irrevocabilidad que Clary lo sintió como una puerta cerrándosele en la cara.

—A partir de ahora seré sólo tu hermano —concluyó él, mirándola con la esperanza de que se sentiría complacida. Clary quiso chillar que le estaba haciendo trizas el corazón y que parara—. Es lo que tú querías, ¿verdad?

Le llevó un largo rato responder, y cuando lo hizo, su propia voz le sonó como un eco que le llegaba de muy lejos.

—Sí —repuso, y fue como si las olas le llenaran los oídos, y agua salada le escociera los ojos—. Es lo que quería.

Clary ascendió como atontada los amplios escalones que conducían a las enormes puertas de cristal del Beth Israel. En cierto modo, se sentía contenta de estar allí en lugar de en cualquier otra parte. Lo que quería más que nada era echarse en brazos de su madre y llorar, aunque jamás pudiera explicarle el motivo por el que lloraba. Puesto que no podía hacer eso, sentarse junto a la cama de su madre y llorar parecía la siguiente mejor opción.

Había mantenido la compostura bastante bien en Taki's, incluso le había dado a Jace un abrazo de despedida cuando se fue. No había empezado a llorar hasta que llegó al metro, y entonces se había encontrado llorando por todo lo que no había llorado aún; Jace, Simón, Luke, su madre e incluso Valentine. Había llorado tan sonoramente que el hombre sentado enfrente le había ofrecido un pañuelo de papel, y ella le había chillado: «¿Qué es lo que estás mirando, imbécil?», porque eso era lo que se hacía en Nueva York. Y tras eso se había sentido un poco mejor.

Al acercarse a lo alto de la escalera, advirtió que había una mujer allí. Llevaba una larga capa oscura sobre un vestido, que no era lo que se veía normalmente en una calle de Manhattan. La capa estaba confeccionada con un oscuro material aterciopelado y tenía una amplia capucha, que estaba subida, ocultando el rostro de la mujer. Al echar una ojeada alrededor, Clary se fijó en que nadie más parecía reparar en la aparición. Un glamour, entonces.

Al llegar al último escalón se detuvo y alzó los ojos hacia la mujer. Seguía sin poder verle el rostro.

—Oiga, si está aquí para verme, dígame lo que quiere. No estoy de humor para todo este glamour y secretismo justo ahora.

Advirtió que la gente se detenía para mirar con asombro a la demente muchacha que hablaba sola. Contuvo el impulso de sacarles la lengua.

—De acuerdo —contestó una voz dulce, extrañamente familiar. La mujer alzó las manos y se echó atrás la capucha. Los cabellos canosos se le derramaron sobre los hombros en una cascada. Era la mujer que Clary había visto mirándola fijamente en el patio del Cementerio Marble, la misma mujer que los había salvado del cuchillo de Malik en el Instituto. De cerca, Clary pudo ver que tenía la clase de rostro que era todo ángulos, demasiado afilado para ser bonito, aunque los ojos eran de un intenso y hermoso color avellana.

—Me llamo Madeleine. Madeleine Bellefleur.

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