Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—Sabes lo que quiero. La Clave está irremediablemente corrompida y debe ser destruida y reconstruida de nuevo. Hay que liberar a Idris de la influencia de las razas degeneradas, y hacer a la Tierra inmune a la amenaza demoníaca.

—Sí, ya, respecto a esa amenaza demoníaca —Jace echó un vistazo alrededor, como si medio esperara ver a la negra sombra de Agramon avanzar pesadamente hacia él—, creía que odiabas a los demonios. Ahora los usas como siervos. Los demonios rapiñadores, los drevak, Agramon... son tus empleados. Guardas, mayordomo... chef personal, por lo que yo sé.

Valentine tamborileó con los dedos sobre la barandilla.

—No soy amigo de los demonios —explicó—. Soy nefilim, sin importar lo mucho que pueda pensar que la Alianza es inútil y la Ley fraudulenta. Un hombre no tiene necesariamente que estar de acuerdo con su gobierno para ser un patriota, ¿no es cierto? Es necesario ser un auténtico patriota para discrepar, para decir que uno ama más a su país de lo que le importa su propio puesto en el orden social. Se me ha vilipendiado por mi elección, se me ha obligado a ocultarme, se me ha desterrado de Idris. Pero soy... y siempre lo seré... nefilim. No puedo cambiar la sangre que corre por mis venas aunque quisiera hacerlo... y no quiero.

«Yo sí.» Jace pensó en Clary. Volvió a echar una ojeada a las aguas oscuras, sabiendo que no era cierto. Renunciar a la caza, a la captura de la presa, al conocimiento de la propia velocidad vertiginosa e infalibles habilidades, eso era imposible. Él era un guerrero. No podía ser nada más.

—¿Tú quieres? —preguntó Valentine.

Jace desvió la mirada rápidamente, preguntándose si su padre podía leerle el rostro. Habían estado ellos dos solos durante tantos años, que hubo un tiempo en el que él había llegado a conocer el rostro de su padre mejor que el suyo propio. Valentine era la única persona a quien sentía que no podía ocultar sus sentimientos. O la primera persona, al menos. En ocasiones sentía como si Clary pudiera mirar justo a través de él como si fuera de cristal.

—No —contestó—. No quiero.

—¿Eres un cazador de sombras para siempre?

—Soy —respondió Jace—, al fin y al cabo, lo que tú me hiciste.

—Estupendo —exclamó Valentine—. Eso es lo que quería oír.

Su padre se recostó en la barandilla, alzando la mirada al cielo nocturno. Había canas grises en sus cabellos de un blanco plateado; Jace nunca antes había reparado en ellas.

—Esto es una guerra —siguió Valentine—. La única cuestión es, ¿de qué lado pelearás?

—Pensaba que estábamos todos del mismo lado. Pensaba que éramos nosotros contra los mundos de los demonios.

—Ojalá pudiera ser así. ¿No comprendes que si sintiera que la Clave se preocupaba realmente por este mundo, si pensara que lo hacen lo mejor que pueden...? Por el Ángel, ¿por qué iba yo a pelear contra ellos? ¿Qué motivo podría tener yo?

«Poder», pensó Jace, pero no dijo nada. Ya no estaba seguro de qué decir, y mucho menos de qué creer.

—Si la Clave sigue actuando como lo hace —siguió Valentine—, los demonios verán su debilidad y actuarán, y la Clave, distraída con su interminable cortejo de las razas degeneradas, no estará en condiciones de combatirles. Los demonios atacarán y destruirán y no quedará nada.

«Las razas degeneradas.» Las palabras transportaban una incómoda familiaridad; le recordaron a Jace su infancia, en un modo que no era del todo desagradable. Cuando pensaba en su padre y en Idris siempre acudía el mismo recuerdo borroso de la calurosa luz solar abrasando las verdes extensiones de césped frente a su casa en el campo, y de una enorme figura oscura de amplias espaldas inclinándose para alzarle de la hierba y llevarle adentro. Debía de haber sido muy pequeño entonces, y nunca lo había olvidado, no había olvidado el modo en que había olido la hierba verde y brillante y recién segada, ni el modo en que el sol había transformado los cabellos de su padre en un halo blanco, ni tampoco la sensación de ser llevado en brazos. De estar a salvo.

—Luke —replicó Jace, con cierta dificultad—. Luke no es un degenerado...

—Lucian es diferente. Fue un cazador de sombras en el pasado. —El tono de Valentine carecía de inflexión y era terminante—. Esto se refiere a subterráneos específicos, Jonathan. Esto tiene que ver con la supervivencia de toda criatura viva en este mundo. El Ángel eligió a los nefilim por un motivo. Somos los mejores de este mundo, y se supone que debemos salvarlo. Somos lo más parecido a los dioses que existe... y debemos usar ese poder para salvar a este mundo de la destrucción, sea cual sea el precio que debamos pagar.

Jace apoyó los codos en la barandilla. Hacía frío allí; el viento gélido le atravesaba la ropa, y tenía las yemas de los dedos entumecidas. Pero mentalmente, veía colinas verdes, agua azul y las piedras color miel de la casa solariega de los Wayland.

—En el antiguo relato —dijo—, Satán dijo a Adán y Eva: «Seréis como dioses», cuando les tentó para que pecaran. Y les arrojaron fuera del jardín debido a ello.

Hubo una pausa antes de que Valentine se riera:

—¿Lo ves?, es por eso que te necesito, Jonathan. Me mantienes alejado del pecado del orgullo.

—Existen toda clase de pecados. —Jace se irguió y se volvió de cara a su padre—. No has respondido a mi pregunta sobre los demonios, padre. ¿Cómo puedes justificar invocarlos, el asociarte incluso con ellos? ¿Planeas enviarlos contra la Clave?

—Por supuesto que sí —respondió él, sin vacilar, sin detenerse ni un momento a considerar si sería sensato revelar sus planes a alguien que quizá los compartiría con sus enemigos.

Nada podría haber impresionado más a Jace que darse cuenta de lo seguro que estaba su padre de su éxito.

—La Clave no cederá a la razón —siguió éste—, únicamente a la fuerza. Intenté crear un ejército de repudiados; con la Copa, podría crear un ejército de nuevos cazadores de sombras, pero eso llevaría años. No dispongo de años. Nosotros, la raza humana, no disponemos de años. Con la Espada puedo hacer que acuda a mí un ejército obediente de demonios. Me servirán como herramientas, harán cualquier cosa que les exija. No tendrán elección. Y cuando haya acabado con ellos, les ordenaré que se destruyan, y lo harán. —Su voz carecía de emoción.

Jace aferraba la barandilla con tanta fuerza que los dedos habían empezado a dolerle.

—No puedes masacrar a todo cazador de sombras que se oponga a ti. Eso es asesinato.

—No tendré que hacerlo. Cuando la Clave vea el poder desplegado contra ellos, se rendirán. No son unos suicidas. Y existen algunos entre ellos que me apoyan. —No había arrogancia en la voz de Valentine, sólo una tranquila certeza—. Se mostrarán cuando llegue el momento.

—Creo que subestimas a la Clave. —Jace intentó que su voz sonara firme—. No creo que comprendas lo mucho que te odian.

—El odio no es nada cuando se contrapone a la supervivencia. —La mano de Valentine se dirigió al cinturón, donde la empuñadura de la Espada brillaba pálidamente—. Pero no es necesario que me creas sin más. Te he dicho que había algo que quería mostrarte. Aquí está.

Extrajo la espada de la vaina y se la tendió al muchacho. Jace había visto a Maellartach antes, en la Ciudad de Hueso, colgada de la pared del pabellón de las Estrellas Parlantes. Y había visto su empuñadura sobresaliendo de la funda que Valentine llevaba al hombro, pero nunca la había examinado realmente de cerca. «La Espada del Ángel.» Era de una plata oscura y pesada, que rielaba con un brillo apagado. La luz parecía moverse sobre ella y a través de ella, como si estuviese hecha de agua. En la empuñadura florecía una llameante rosa de luz.

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