Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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Abandonando la moto, inició un lento recorrido por la cubierta.

Las nubes habían desaparecido y las estrellas brillaban con un fulgor increíble. Podía ver la ciudad iluminada a ambos lados, como si estuviera de pie en un callejón vacío hecho de luz. Las botas resonaban sordamente sobre la cubierta. Se preguntó si Valentine estaba allí. Jace raras veces había estado en un lugar que pareciera tan totalmente desierto.

Hizo una pausa momentánea en la proa de la nave, mirando abajo al río que se abría paso entre Manhattan y Long Island como una cicatriz. El agua se agitaba en forma de montículos grises, con trallazos plateados a lo largo de la parte superior, y soplaba un viento fuerte y constante, la clase de viento que sólo sopla sobre el agua. Extendió los brazos y dejó que el viento le echara la cazadora hacia atrás como si fuesen alas, que le azotara el rostro con los cabellos, que le aguijoneara los ojos hasta hacer brotar lágrimas.

Había habido un lago junto a la casa de campo en Idris. Su padre le había enseñado a navegar en él, le había enseñado el lenguaje del viento y el agua, de la flotabilidad y el aire. «Todos los hombres deberían saber navegar», le había dicho. Fue una de las pocas veces en que había hablado de aquel modo, diciendo «todos los hombres» y no «todos los cazadores de sombras». Fue un breve recordatorio de que cualquier otra cosa que Jace pudiera ser, todavía formaba parte de la raza humana.

Dio la espalda a la proa con los ojos escociéndole, y vio una puerta en la pared de la cabina entre dos ventanas oscurecidas. Cruzando la cubierta con paso rápido, probó el picaporte; estaba cerrada con llave. Con la estela, grabó una rápida serie de runas de apertura en el metal y la puerta se abrió de par en par, con los goznes chirriando a modo de protesta y derramando rojas escamas de óxido. Jace pasó bajo el umbral y se encontró en el hueco de una escalera de metal pobremente iluminada. El aire olía a óxido y a desuso. Dio otro paso al frente y la puerta se cerró tras él con un resonante portazo metálico, dejándole sumido en la oscuridad.

Profirió una palabrota mientras buscaba a tientas la piedra—runa de luz mágica que llevaba en el bolsillo. Los guantes resultaban repentinamente toscos y pesados, y sentía los dedos entumecidos por el frío. Hacía más frío dentro de lo que había hecho fuera en la cubierta. El aire era como hielo. Sacó la mano del bolsillo, tiritando, y no sólo por la temperatura. Los cabellos del cogote se le erizaban y cada uno de sus nervios gritó. Algo no iba bien.

Alzó la piedra—runa y ésta se encendió con un centelleo, haciendo que los ojos le lloraran aún más. A través de las lágrimas vio la borrosa figura delgada de una muchacha ante él con las manos apretadas contra el pecho y los cabellos como una mancha de color rojo sobre el metal negro que los rodeaba por todas partes.

La mano le tembló, desperdigando dardos de luz mágica, que brincaron como si una hueste de luciérnagas se hubiese alzado de la oscuridad.

—¿Clary?

Ella le miró fijamente, pálida, con los labios temblorosos. Las preguntas murieron en la garganta de Jace: ¿Qué hacía ella allí? ¿Cómo había llegado al barco? Un arrebato de dolor le dominó, peor que cualquier otro miedo que hubiese sentido jamás por sí mismo. Algo le pasaba a ella, a Clary. Dio un paso al frente justo cuando la chica apartaba las manos del pecho y las extendía hacia él. Estaban cubiertas de sangre pegajosa, que también cubría la parte delantera del vestido blanco como un babero escarlata.

La sostuvo con un brazo cuando ella se desplomó hacia adelante y casi soltó la luz mágica al recibir todo el peso de la joven sobre él. Notó el latido de su corazón, la caricia de sus suaves cabellos contra la barbilla, todo tan familiar. No obstante, el aroma que surgía de ella era distinto. El aroma que asociaba con Clary, una mezcla de jabón floral y algodón limpio, había desaparecido; olió sólo a sangre y a metal. La cabeza de la joven se ladeó hacia atrás, los ojos se quedaron en blanco. El salvaje latir del corazón perdía velocidad... se detenía...

—¡No!

La zarandeó, con tanta fuerza que la cabeza se bamboleó contra su brazo.

—¡Clary! ¡Despierta!

Volvió a zarandearla, y en esta ocasión las pestañas aletearon; sintió su propio alivio como un repentino sudor frío. Entonces, los ojos de la muchacha volvieron a abrirse, pero ya no eran verdes; eran de un blanco denso y refulgente, blancos y cegadores como faros en una carretera oscura, blancos como el vociferante ruido en el interior de su mente. «He visto esos ojos antes», pensó, y entonces la oscuridad le invadió como una ola, trayendo el silencio con ella.

Había agujeros perforados en la oscuridad, centelleantes puntos de luz recortados en la sombra. Jace cerró los ojos intentando calmar su respiración. Tenía un regusto a cobre en la boca, como a sangre, y era consciente de que estaba tumbado sobre una superficie de metal frío y que el frío se le filtraba a través de la ropa y le penetraba la carne. Contó hacia atrás desde cien mentalmente hasta que su respiración se normalizó. Luego volvió a abrir los ojos.

La oscuridad seguía allí, pero se había transformado en un familiar cielo nocturno salpicado de estrellas. Estaba en la cubierta del barco, tumbado sobre la espalda a la sombra del Puente de Brooklyn, que se alzaba imponente ante la proa como una montaña gris de metal y piedra. Jace gimió y se alzó sobre los codos... y se quedó totalmente inmóvil al advertir la presencia de otra sombra, ésta evidentemente humana, inclinada sobre él.

—Fue un golpe bastante feo el que has recibido en la cabeza —dijo la voz que atormentaba sus pesadillas—. ¿Cómo te encuentras?

Jace se incorporó e inmediatamente lo lamentó al sentir un retortijón en el estómago. De haber comido cualquier cosa en las últimas diez horas, estaba casi seguro de que lo habría vomitado. En cualquier caso, el sabor amargo de la bilis le inundó la boca.

—Me siento fatal.

Valentine sonrió. Estaba sentado sobre un montón de cajas vacías aplanadas, vestido con un pulcro traje gris y corbata, como si estuviese sentado tras el elegante escritorio de caoba de la casa Wayland en Idris.

—Tengo otra pregunta obvia para ti. ¿Cómo me encontraste?

—Se lo saqué a tu demonio raum —contestó Jace—. Fuiste tú quien me enseñó dónde tienen el corazón. Lo amenacé y me lo contó; bueno, no son muy espabilados, pero se las arregló para decirme que venía de un barco que estaba en el río. Alcé los ojos y vi la sombra de tu embarcación en el agua. También me contó que tú le habías invocado, pero yo ya lo sabía.

—Ya veo. —Valentine pareció estar ocultando una sonrisa—. La próxima vez que vengas a visitarme deberías avisarme antes. Te habría ahorrado un desagradable encuentro con mis guardas.

—¿Guardas? —Jace se apoyó contra la fría barandilla de metal y aspiró profundas bocanadas de limpio aire frío—. Te refieres a demonios, ¿verdad? Has usado la Espada para llamarlos.

—No lo niego —respondió Valentine—. Las bestias de Lucian destrozaron a mi ejército de repudiados, y no tenía ni tiempo ni ganas de crear más. Ahora que tengo la Espada Mortal ya no los necesito. Tengo a otros.

Jace pensó en Clary, ensangrentada y muriendo en sus brazos. Se llevó una mano a la frente. Estaba fresca allí donde la barandilla de metal la había tocado.

—Esa cosa en el hueco de la escalera —dijo— no era Clary, ¿verdad?

—¿Clary? —Valentine sonó levemente sorprendido—. ¿Es eso lo que viste?

—¿Por qué no iba a ser lo que vi?

Jace luchó por mantener la voz sin inflexión, despreocupada. No le resultaba desconocida ni incómoda la presencia de secretos, tanto propios como de otras personas, pero sus sentimientos hacia Clary eran algo que sólo podía soportar si no los examinaba con demasiada atención.

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