Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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Resultó que Magnus y Jace no se iban; Magnus quería pasar unas cuantas horas más en la casa para asegurarse de que Maia y Luke se recuperaban como se esperaba. Tras unos minutos de conversación forzada con un Magnus aburrido, mientras Jace, sentado en el taburete del piano y estudiando con aplicación algunas partituras, la ignoraba, Clary decidió acostarse temprano.

Pero el sueño no acudía. Podía oír el quedo tocar del piano de Jace a través de las paredes, pero no era eso lo que la mantenía despierta. Pensaba en Simon yendo hacia una casa que él ya no sentía como un hogar; en la desesperación de la voz de Jace mientras le decía «quiero odiarte», y en Magnus, ocultándole la verdad a Jace: que Alec no quería que Jace conociera su relación porque seguía enamorado de él. Pensó en la satisfacción que le habría deparado a Magnus pronunciar las palabras en voz alta, admitir cuál era la verdad. Que no las hubiera pronunciado, que hubiera dejado que Alec siguiera mintiendo y fingiendo, porque eso era lo que Alec quería, significaba que a Magnus le importaba Alec lo suficiente como para concederle eso. Quizá fuera cierto lo que la reina seelie había dicho: el amor nos hace mentirosos.

Una hueste de ángeles rebeldes

Gaspard de la Nuit de Ravel se compone de tres partes diferenciadas; Jace había interpretado ya la primera cuando se levantó del piano, entró en la cocina, cogió el teléfono de Luke e hizo una única llamada. Luego regresó al piano y a Gaspard.

Iba por la mitad de la tercera parte cuando vio una luz que barría el césped delantero de Luke. Se apagó al cabo de un momento, sumiendo la vista desde la ventana delantera en la oscuridad, pero Jace ya estaba en pie y alargaba la mano para coger su cazadora.

Cerró la puerta de Luke tras él sin hacer ruido y descendió los escalones saltándolos de dos en dos. En el césped junto a la acera había una motocicleta con el motor todavía retumbando. Poseía una extraña apariencia orgánica: tubos que eran como venas glutinosas ascendían serpenteantes y envolvían el chasis, y el único faro, ahora mortecino, parecía un ojo refulgente. En cierto modo parecía tan viva como el muchacho que estaba apoyado en ella contemplando a Jace con curiosidad. Llevaba una cazadora de cuero marrón y el pelo oscuro se le rizaba hasta el cuello de la prenda y le caía sobre los ojos entrecerrados. Sonreía burlón, dejando al descubierto unos puntiagudos dientes blancos. Desde luego, se dijo Jace, ni el muchacho ni la motocicleta estaban vivos en realidad; ambos se movían gracias a energías demoníacas, alimentados por la noche.

—Raphael —dijo Jace, a modo de saludo.

—Ya ves —repuso éste—, la he traído, como me pediste.

—Lo veo.

—Aunque, podría añadir, siento mucha curiosidad por saber por qué querrías algo como una motocicleta demoníaca. Para empezar, no son lo que se dice aceptables para parte de la Alianza, y en segundo lugar, se rumorea que ya tienes una.

—Sí que tengo una —admitió Jace, dando vueltas alrededor de la motocicleta para examinarla desde todos los ángulos—, pero está en el tejado del Instituto, y ahora no puedo acceder a ella.

Raphael lanzó una divertida risita.

—Parece que ninguno de los dos es bien recibido en el Instituto.

—¿Vosotros? ¿Los chupasangres estáis aún en la lista de los Más Buscados?

Raphael se inclinó a un lado y escupió, con delicadeza, al suelo.

—Nos acusan de asesinatos —afirmó con ira—. De la muerte del ser lobo, del hada, incluso de la del brujo, aunque les he dicho que no bebemos sangre de brujo. Es amarga y puede obrar extraños cambios en los que la consumen.

—¿Le has dicho esto a Maryse?

—Maryse. —Los ojos de Raphael centellearon—. No podría hablar con ella ni que quisiera. Ahora todas las decisiones pasan por la Inquisidora, todas las indagaciones y peticiones se llevan a través de ella. Es una mala situación, amigo, una mala situación.

—¡Me lo vas a decir a mí! —exclamó Jace—. Y nosotros no somos amigos. Estuve de acuerdo en no contar a la Clave lo sucedido con Simon porque necesitaba tu ayuda. No porque me caigas bien.

Raphael sonrió burlón, los dientes centelleando blancos en la oscuridad.

—Así que no te caigo bien. —Ladeó la cabeza a un lado—. Es curioso —reflexionó—, había pensado que se te veía diferente ahora que has caído en desgracia con la Clave. Que ya no eres su hijo favorito. Pensé que algo de esa arrogancia podría haber desaparecido. Pero sigues siendo el mismo.

—Creo en la coherencia —replicó Jace—. ¿Vas a dejarme la moto, o no? Sólo tengo unas pocas horas hasta que salga el sol.

—¿Supongo que eso significa que no vas a llevarme a casa?

Raphael se apartó con elegancia de la motocicleta; mientras se movía, Jace distinguió el brillante destello de la cadena de oro que le rodeaba la garganta.

—No. —Jace montó en la moto—. Pero puedes dormir en el sótano bajo la casa si te preocupa el amanecer.

—Hummm.

Raphael se quedó pensativo; era unos pocos centímetros más bajo que Jace, y aunque parecía más joven físicamente, los ojos eran mucho más ancianos.

—¿Así que ahora estamos en paces por Simón, cazador de sombras?

Jace aceleró la moto, haciéndola girar en dirección al río.

—Jamás estaremos en paz, chupasangre, pero al menos esto es un comienzo.

Jace no había conducido una moto desde hacía tiempo, y le cogió desprevenido el viento helado que ascendía del río, traspasando la fina cazadora y la tela vaquera de los pantalones con docenas de gélidas agujas. Se estremeció, contento de haberse puesto al menos guantes de cuero para protegerse las manos.

Aunque el sol acababa de ponerse, parecía como si al mundo le hubiesen quitado el color. El río tenía el color del acero; el cielo era gris perla; el horizonte, una gruesa línea negra pintada en la distancia. A lo largo de los arcos de los puentes de Williamsburg y Manhattan centelleaban luces. El aire sabía a nieve, a pesar de que faltaban meses para el invierno.

La última vez que había volado sobre el río, Clary había estado con él, rodeándolo con los brazos y con las manos aferradas a la tela de su cazadora. Él no había sentido frío entonces. Ladeó la moto ferozmente y sintió cómo daba un bandazo lateral; le pareció ver su propia sombra proyectada sobre el agua, peligrosamente ladeada. Mientras se enderezaba, lo vio: un barco con costados de metal negro, sin marcas y casi sin iluminación, la proa como una estrecha cuchilla que segaba el agua ante él. Le recordó a un tiburón, delgado, veloz y mortífero.

Frenó y descendió poco a poco, sin el menor sonido, como una hoja atrapada en la marea. No sentía como si cayera, era más bien como si el barco se alzara para ir a su encuentro, manteniéndose a flote en una corriente ascendente. Las ruedas de la moto aterrizaron en la cubierta, y el muchacho se deslizó lentamente hasta detenerse. No había necesidad de parar el motor; bajó de la moto y su retumbo sordo decreció a un gruñido, luego a un ronroneo y finalmente quedó en silencio. Cuando volvió la cabeza para echarle un vistazo, ésta daba un poco la impresión de estarle fulminando con la mirada, como un perro descontento después de decirle que debe quedarse.

Le sonrió de oreja a oreja.

—Regresaré a por ti —dijo—. Tengo que revisar esta nave primero.

Había muchísimo que revisar. Estaba de pie en una amplia cubierta, con el agua a su izquierda. Todo estaba pintado de negro: la cubierta, la barandilla que la rodeaba; incluso las ventanas de la larga y estrecha cabina estaban tapadas. La embarcación era más grande de lo que había esperado que fuera: probablemente tenía la longitud de un campo de fútbol, quizá más. No se parecía a ningún barco que hubiese visto nunca antes: demasiado grande para ser un yate, demasiado pequeño para ser un buque de la marina, y nunca había visto un barco donde todo estuviera pintado de negro. Jace se preguntó de dónde lo habría sacado su padre.

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