Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—¿Una detestable actitud arrogante? —se burló Simón.

—Una estela —respondió Luke—. Todo cazador de sombras debe tener una.

—¿Tú tienes una? —preguntó Clary, sorprendida.

Sin contestar, Luke salió de la cocina. Regresó a los pocos instantes sosteniendo un objeto envuelto en tela negra. Lo puso sobre la mesa, desenrolló la tela y dejó al descubierto un reluciente instrumento con aspecto de varita mágica, fabricado en pálido cristal opaco. Una estela.

—Bonita —murmuró Clary.

—Me alegro de que te guste —repuso Luke—, porque quiero que la tengas.

—¿Tenerla? —Le miró atónita—. Pero es tuya, ¿no es cierto?

Él negó con la cabeza.

—Ésta era de tu madre. No quería tenerla en el apartamento por si la encontrabas casualmente, así que me pidió que se la guardara.

Clary levantó la estela. Tenía un tacto frío, aunque sabía que podía calentarse hasta resplandecer cuando se usaba. Era un objeto extraño, ni lo bastante largo como para ser una arma, ni lo bastante corto para ser manipulado con la facilidad de un lápiz. Supuso que el curioso tamaño era sencillamente algo a lo que uno se acostumbraba con el tiempo.

—¿Me la puedo quedar?

—Claro. Es un modelo antiguo, desde luego, desfasado en casi veinte años. Puede que hayan perfeccionado los diseños desde entonces. Con todo, es muy fiable.

Simon la observó sostener la estela como la batuta de un director, trazando suavemente dibujos invisibles en el aire entre ellos.

—Esto me recuerda la vez en que mi abuelo me dio sus viejos palos de golf.

Clary rió y bajó la mano.

—Ya, sólo que tú nunca los has usado.

—Y yo espero que tú nunca tengas que usar eso —repuso Simón, y desvió rápidamente la mirada antes de que ella pudiera replicar.

Se alzaba humo de las Marcas en negras espirales, y él olió el asfixiante aroma de su propia piel al quemarse. Su padre le vigilaba sosteniendo la estela; la punta refulgía roja como la de un atizador que ha estado demasiado tiempo en el fuego.

Cierra los ojos, Jonathan —dijo—. El dolor es sólo lo que tú le permites que sea.

Pero la mano de Jace se cerró sobre sí misma, de mala gana, como si su piel se contrajera, se retorciera para alejarse de la estela. Oyó el chasquido de un hueso de su mano al romperse, y luego otro...

Jace abrió los ojos y pestañeó en la oscuridad, mientras la voz de su padre se desvanecía como humo en un viento cada vez más fuerte. Notó un dolor, con sabor metálico, en la lengua. Se había mordido la parte interior del labio. Se incorporó haciendo una mueca de dolor.

El chasquido volvió a sonar e, involuntariamente, bajó los ojos hacia la mano. No tenía marcas. Reparó en que el sonido provenía de fuera de la habitación. Alguien que llamaba, si bien con cierta vacilación, a la puerta.

Rodó fuera de la cama, tiritando cuando los pies descalzos tocaron el suelo helado. Se había quedado dormido vestido, y contempló la camiseta arrugada con desagrado. Probablemente todavía olía a lobo. Y le dolía todo el cuerpo.

La llamada volvió a oírse. Jace cruzó la habitación a grandes zancadas y abrió la puerta de golpe. Pestañeó sorprendido.

—¿Alec?

Éste, con las manos en los bolsillos de los vaqueros, se encogió de hombros, cohibido.

—Siento que sea tan temprano. Mamá me ha enviado a buscarte. Quiere verte en la biblioteca.

—¿Qué hora es?

—Las cinco de la mañana.

—¿Qué diablos haces levantado?

—No me he acostado.

Parecía decir la verdad. Tenía los ojos azules rodeados de sombras oscuras.

Jace se pasó una mano por los cabellos despeinados.

—De acuerdo. Espera un momento mientras me cambio la camiseta.

Fue al armario y rebuscó entre cuadradas pilas pulcramente dobladas hasta que encontró una camiseta azul oscuro de manga larga. Con cuidado se sacó la camiseta que llevaba puesta, ya que en algunas partes estaba pegada a la carne con sangre seca.

Alec desvió la mirada.

—¿Qué te ha pasado? —Su voz sonaba extrañamente tímida.

—Tuve una bronca con una manada de hombres lobo. —Jace se pasó la camiseta azul por la cabeza; una vez vestido, salió sin hacer ruido al pasillo tras Alec—. Tienes algo en el cuello —comentó.

La mano de Alec salió disparada a la garganta.

—¿Qué?

—Parece la marca de un mordisco —comentó Jace—. ¿Qué has estado haciendo fuera toda la noche?

—Nada. —Rojo como un tomate y con la mano aún pegada al cuello, Alec empezó a recorrer el pasillo, seguido por Jace—. Fui a pasear al parque. Intentaba despejarme la cabeza.

—¿Y tropezaste con un vampiro?

—¿Qué? ¡No! Me caí.

—¿Sobre el cuello? —Alec profirió un sonido, y Jace decidió que era mucho mejor dejar de lado el tema—. Vale, lo que sea. ¿Y de qué querías despejarte la cabeza?

—Tú. Mis padres —respondió Alec—. Vinieron y nos explicaron por qué estaban tan furiosos después de que te fueras. Y nos explicaron lo de Hodge. Gracias por no contármelo, por cierto.

—Lo siento. —Ahora le tocó el turno de enrojecer a Jace—. No me veía capaz de hacerlo.

—Bueno, la cosa no pinta muy bien. —Alec retiró finalmente la mano del cuello y dedicó una mirada acusadora a Jace—. Da la impresión de que estés ocultando cosas. Cosas sobre Valentine.

Jace se detuvo en seco.

—¿Crees que he mentido? ¿Sobre no saber que Valentine era mi padre?

—¡No! —Alec pareció sobresaltado, bien por la pregunta o por la vehemencia de Jace al hacerla—. Y tampoco me importa quién sea tu padre. Me da igual. Sigues siendo la misma persona.

—Quienquiera que ésa sea.

Las palabras le surgieron llenas de frialdad, antes de que él pudiera reprimirlas.

—Lo que estoy diciendo —el tono de Alec era apaciguador—, es que puedes ser un poco... áspero a veces. Simplemente piensa antes de hablar, eso es todo lo que te pido. Aquí nadie es tu enemigo, Jace.

—Bien, gracias por el consejo —respondió él—. Puedo recorrer yo solo el resto del camino hasta la biblioteca.

—Jace...

Pero éste ya se había ido, dejando atrás la angustia de Alec. Jace no soportaba que otras personas se preocuparan por él. Le hacía pensar que tal vez hubiera algo de lo que preocuparse.

La puerta de la biblioteca estaba entreabierta. Sin molestarse en llamar, Jace entró. Siempre había sido una de sus estancias favoritas del Instituto; había algo reconfortante en su anticuada mezcla de accesorios de madera y de latón, y en los libros encuadernados en cuero y terciopelo, alineados a lo largo de las paredes como viejos amigos aguardando su regreso. Una ráfaga de aire frío le azotó en cuanto la puerta se abrió. El fuego, que por lo general llameaba en la chimenea durante todo el otoño y el invierno, era un montón de cenizas. Las lámparas estaban apagadas. La única luz entraba a través de las estrechas ventanas con persianas de lamas y por la claraboya de la torre, en lo alto.

Sin quererlo, Jace pensó en Hodge. De vivir él aún allí, la chimenea estaría encendida, y las lámparas de gas también, proyectando tamizados charcos de luz dorada sobre el suelo de parquet. El mismo Hodge estaría repantigado en un sillón junto al fuego, con Hugo en un hombro, un libro apoyado a su lado...

Pero sí había alguien en el viejo sillón de Hodge. Un alguien delgado y gris que se alzó del asiento, desenroscándose con la misma gracilidad que la cobra de un encantador de serpientes, y se volvió hacia él con una sonrisa fría.

Era una mujer. Vestía una larga y anticuada capa gris oscuro que descendía hasta la parte superior de sus botas. Debajo llevaba un traje entallado color negro pizarra con un cuello mandarín, cuyas almidonadas puntas le presionaban el cuello. El cabello era de una especie de rubio pálido incoloro, firmemente recogido hacia atrás con pinzas, y los ojos eran inflexibles esquirlas grises. Jace pudo sentirlos, como el contacto con agua helada, cuando la mirada de la mujer pasó de los vaqueros mugrientos y salpicados de lodo al rostro magullado, a los ojos, y se quedó fija allí.

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