Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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Al otro lado de la pared de la celda, Samuel rezaba.

—«Si mal viniere sobre nosotros, o cuchillo de juicio, o pestilencia, o hambre, nos presentaremos delante de esta Casa, y delante de ti (porque tu Nombre está en esta Casa), y de nuestras tribulaciones clamaremos a ti, y tú nos oirás y salvarás…»

Simon sabía que él no podía rezar. Lo había intentado antes, pero el nombre de Dios le quemaba la boca y le obstruía la garganta. Se preguntó por qué podía pensar las palabras pero no pronunciarlas. Y por qué podía permanecer bajo la luz del mediodía y no morir pero no podía decir sus últimas oraciones.

El humo había empezado a descender pasillo abajo igual que un espectro resuelto. Olía a quemado y oía el chisporroteo del fuego propagándose, pero se sentía curiosamente indiferente, lejos de todo. Era extraño convertirse en vampiro, que se te obsequiara con lo que sólo podía describirse como la vida eterna, y luego extinguirse a los dieciséis.

—¡Simon!

La voz era débil, pero su oído la captó por encima de los estallidos y los chasquidos de las crecientes llamas. El humo del pasillo había presagiado calor y el calor estaba llegando, presionándolo contra él como una barrera sofocante.

—¡Simon!

Era la voz de Clary. La reconocería en cualquier parte. Se preguntó si su mente la estaba conjurando en aquel momento, como una especie de recuerdo de lo que más había amado durante su vida para poder sobrellevar la muerte.

—¡Simon, estúpido idiota! ¡Estoy aquí, al otro lado! ¡En la ventana!

Simon se puso en pie de un salto. Dudaba que su mente fuese capaz de conjurar aquello. A través del humo cada vez más espeso vio algo blanco que se movía sobre los barrotes de la ventana. Al acercarse más, los objetos blancos se transformaron en manos que aferraban los barrotes. Saltó sobre el camastro, aullando por encima del crepitar del fuego.

—¿Clary?

—Vaya, gracias a Dios. —Clary alargó el brazo y le tocó el hombro—. Vamos a sacarte de ahí.

—¿Cómo? —preguntó Simon, razonablemente, pero se oyó el sonido de una escaramuza y las manos de Clary desaparecieron, reemplazadas al cabo de un momento por otro par de manos más grandes, indudablemente masculinas, con nudillos llenos de cicatrices y finos dedos de pianista.

—Aguanta. —La voz de Jace era tranquila, llena de seguridad, como si estuviese conversando en una fiesta en lugar de a través de los barrotes de una mazmorra que ardía rápidamente—. Tal vez sería mejor que te echases hacia atrás.

Simon obedeció asustado. Las manos de Jace se cerraron con fuerza sobre los barrotes, y sus nudillos se tornaron alarmantemente blancos. Se oyó un crujido quejumbroso, y el cuadro de barrotes se liberó violentamente de la piedra que los sujetaba y cayó con estruendo al suelo junto a la cama. Una lluvia de polvo de piedra cayó en forma de asfixiante nube blanca.

El rosto de Jace apareció en el vacío de la ventana.

—Simon, ¡VAMOS! —Jace alargó los brazos hacia abajo.

El vampiro alzó los suyos y agarró las manos de Jace. Sintió como le izaban, y a continuación pudo sujetarse ya al borde de la ventana para darse impulso a través del angosto cuadrado como una serpiente que se retorciera a través de un túnel. Al cabo de un segundo estaba extendido cuan largo era sobre la hierba húmeda, contemplando atónito un círculo de rostros preocupados que le observaban desde arriba. Jace, Clary y Alec le miraban con inquietud.

—Estás hecho una porquería, vampiro —dijo Jace—. ¿Qué les ha pasado a tus manos?

Simon se sentó en el suelo. Las heridas de las manos habían cicatrizado, pero estaban todavía negras allí donde había agarrado los barrotes de la celda. Antes de que pudiera responder, Clary lo estrujó con un repentino y feroz abrazo.

—Simon —musitó—. No puedo creerlo. Ni siquiera sabía que estabas aquí. Hasta anoche pensaba que estabas en Nueva York…

—Sí, bueno —dijo Simon—. Yo tampoco sabía que tú estabas aquí. —Dirigió una mirada furiosa a Jace por encima del hombro de la muchacha—. De hecho, creo que se me dijo concretamente que no estabas.

—Yo jamás dije eso —indicó Jace—. Simplemente no te corregí cuando tú, como sabes, dijiste lo que no era. De todos modos, acabo de salvarte de quemarte vivo, así que creo que no se te permite enojarte.

Quemado vivo. Simon se apartó de Clary y miró a su alrededor. Se encontraba en un jardín cuadrado, rodeado por dos lados por paredes de la fortaleza y por los otros dos lados por una densa arboleda. Se habían talado tan sólo los árboles necesarios para que un sendero de gravilla descendiera hasta la ciudad; el camino estaba bordeado de antorchas de luz mágica, pero únicamente unas pocas ardían con la luz tenue y errática. Alzó la mirada hacia el Gard. Visto desde aquel ángulo, apenas se percibía la magnitud el incendio; humo negro manchaba el cielo en lo alto, y la luz de unas pocas ventanas parecía anormalmente brillante, pero los muros de piedra ocultaban bien su secreto.

—Samuel —dijo—. Tenemos que sacar a Samuel.

Clary permaneció desconcertada.

—¿Quién?

—Yo no era el único ahí abajo. Samuel…, él estaba en la celda contigua.

—¿El montón de andrajos que vi por la ventana? —recordó Jace.

—Eso. Es un tipo extraño, pero es un buen tipo. No podemos dejarlo ahí abajo. —Simon se incorporó a toda prisa—. ¿Samuel? ¿Samuel?

No obtuvo respuesta. Simon corrió a la ventana baja cerrada con barrotes que había junto a aquella por la que él acababa de arrastrarse. A través de los barrotes sólo pudo ver humo arremolinado.

—¡Samuel! ¿Estás ahí dentro?

Algo se movió dentro del humo… algo encorvado y oscuro. La voz de Samuel, ronca por el humo, se elevó quebrada.

—¡Déjame en paz! ¡Vete!

—¡Samuel! Morirás ahí abajo.

Simon tiró de los barrotes. Nada sucedió.

—¡No! ¡Déjame solo! ¡Quiero quedarme!

Simon miró desesperadamente a su alrededor y se encontró con Jace detrás de él.

—Aparta —le dijo éste, y cuando Simon se inclinó a un lado, él lanzó una patada con su bota.

El golpe alcanzó los barrotes, que se soltaron violentamente de su anclaje y rodaron al interior de la celda de Samuel. Éste lanzó un grito ronco.

—¡Samuel! ¿Estás bien?

Una visión de Samuel con la crisma rota a causa de los barrotes apareció ante los ojos de Simon.

La voz de Samuel se elevó hasta ser un ladrido.

—¡MARCHAOS!

Simon miró a Jace de soslayo.

—Creo que lo dice en serio.

Jace sacudió la rubia cabeza con exasperación.

—Tenías que hacerte amigo de un compañero de celda loco, ¿verdad? ¿No podías limitarte a contar las baldosas del techo o a domesticar un ratón como hacen los prisioneros normales?

Sin aguardar una respuesta, Jace se tumbó en el suelo y se arrastró a través de la ventana.

—¡Jace! —chilló Clary, y ella y Alec se acercaron corriendo, pero Jace había franqueado ya la ventana, dejándose caer al interior de la celda situada debajo—. ¿Cómo has podido dejar que hiciera eso?—Clary lanzó a Simon una mirada furiosa.

—Bueno, no podía dejar a ese tipo ahí abajo para que muriera —dijo Alec inesperadamente, aunque parecía un poco ansioso—. Estamos hablando de Jace…

Se interrumpió cuando dos manos se abrieron paso a través del humo. Alec agarró una y Simon la otra, y juntos izaron a Samuel, como si fuera un flácido saco de patatas, y lo depositaron sobre el césped. Al cabo de un momento, Simon y Clary agarraban las manos de Jace y lo sacaban, aunque él resultaba considerablemente menos flácido y soltó una palabrota cuando le golpearon sin querer la cabeza con la repisa. Se los quitó de encima, gateando hasta la hierba por sí solo y luego dejándose caer sobre la espalda.

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