—Uf —dijo, con la vista fija en el cielo—. Creo que me he dislocado algo. —Se sentó sobre el suelo y echó una ojeada en dirección a Samuel—. ¿Está bien?
Samuel estaba sentado acurrucado sobre el suelo, con las manos bien abiertas sobre el rostro. Se balanceaba a un lado y a otro sin emitir ningún sonido.
—Creo que le sucede algo —dijo Alec.
Alargó la mano para tocar el hombro de Samuel y éste se apartó con un violento movimiento que casi le hizo perder el equilibrio y caer.
—Dejadme en paz —dijo con voz quebrada—. Por favor. Déjame sólo, Alec.
Alec se quedó totalmente inmóvil.
—¿Qué has dicho?
—Ha pedido que le dejemos solo —dijo Simon, pero Alec no le miraba a él, ni pareció escucharle.
Alec miraba a Jace…, quién, de improviso muy pálido, ya había empezado a ponerse en pie.
—Samuel —dijo Alec, y su voz era extrañamente áspera—, aparta las manos de la cara.
—No. —Samuel bajó la barbilla contra el pecho; sus hombros temblaban—. No, por favor. No.
—¡Alec! —protestó Simon—. ¿No te das cuenta de que no está bien?
Clary agarró la manga de su amigo.
—Simon, aquí pasa algo.
Tenía los ojos puestos en Jace —¿y cuándo no?—mientras éste avanzaba para escrutar atentamente la figura acurrucada de Samuel. Las yemas de los dedos del muchacho sangraban allí donde se las había arañado con el alféizar de la ventana, y al apartarse el pelo de los ojos le dejaron marcas de sangre en la mejilla. No pareció advertirlo. Tenía los ojos muy abiertos, y una línea furiosa y uniforme en la boca.
—Cazador de sombras —dijo, y su voz sonó letalmente nítida—, muéstranos tu cara.
Samuel vaciló, pero luego dejó caer las manos. Simon no había visto su rostro anteriormente, y no se había dado cuenta de lo demacrado que estaba Samuel, o lo anciano que parecía. Su rostro estaba medio cubierto por una mata de espesa barba gris, sus ojos flotaban en oscuros huecos, y sus mejillas estaban surcadas de arrugas. Pero a pesar de todo eso le seguía resultando —en cierto modo—peculiarmente familiar.
Los labios de Alec se movieron, pero no emitió ningún sonido. Fue Jace quien habló.
—Hodge —dijo.
—¿Hodge? —repitió Simon con perplejidad—. Pero no puede ser. Hodge era… y Samuel, no puede ser…
—Bueno, es la especialidad de Hodge, al parecer —dijo Alec con amargura—. Hacerte creer quien no es.
—Pero él dijo… —empezó a decir Simon.
La mano de Clary se cerró con más fuerza sobre la manga de su amigo, y las palabras de éste murieron en sus labios. La expresión del rostro de Hodge era suficiente. No era culpa, en realidad; ni siquiera horror por haber sido descubierto, sino una terrible pesadumbre que resultaba duro contemplar durante mucho tiempo.
—Jace —dijo Hodge con voz muy baja—. Alec…, lo siento mucho.
Jace se movió entonces del modo en que se movía cuando peleaba, igual que la luz del sol sobre el agua, y se colocó ante Hodge con un cuchillo en la mano cuya afilada punta se dirigía a la garganta de su viejo tutor. El reflejo del resplandor del fuego resbaló por la hoja.
—No quiero tus disculpas. Quiero un motivo por el que no debería matarte ahora mismo, justo aquí.
—Jace —Alec pareció alarmado—. Jace, aguarda.
Sonó un rugido repentino cuando parte del tejado del Gard se llenó de lenguas de fuego anaranjadas. El calor titiló en el aire e iluminó la noche. Clary pudo ver cada brizna de hierba del suelo, cada línea del rostro delgado y sucio de Hodge.
—No —dijo Jace, y su rostro carente de expresión mientras miraba a Hodge le recordó a Clary otro rostro que era como una máscara: el de Valentine—. Sabías lo que mi padre me hizo, ¿verdad? Conocías todos sus sucios secretos.
Alec paseaba la mirada con estupor desde Jace hasta su viejo tutor.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué sucede?
El rostro de Hodge se arrugó.
—Jonathan…
—Siempre lo has sabido, y jamás me dijiste nada. Todos estos años en el Instituto… y jamás me dijiste nada.
La boca de Hodge se entreabrió flácida.
—No… no estaba seguro —musitó—. Cuando no has visto a un niño desde que era un bebé… No estaba seguro de quién eras, y mucho menos de lo que eras.
—¿Jace?
Alec los miraba alternativamente, con consternación, pero ninguno de ellos le prestaba la menor atención a nada que no fuese el otro. Hodge parecía un hombre atrapado en un torno que se fuese tensando; sus manos daban sacudidas a los costados como atenazadas por el dolor y sus ojos se movían veloces de un lado a otro. Clary pensó en el hombre pulcramente vestido en su biblioteca repleta de libros que le había ofrecido té y bondadosos consejos. Parecía como si hubiesen transcurrido mil años de eso.
—No te creo —dijo Jace—. Cuando los Lightwood me informaron de que iban a hacerse cargo del hijo de Michael Wayland, yo no sabía nada de Valentine desde el Levantamiento. Llegué a pensar que se había olvidado de mí. Incluso recé para que estuviese muerto, pero jamás lo supe. Y entonces, la noche antes de tu llegada, Hugo vino con un mensaje de Valentine para mí. «El chico es mi hijo.» Eso era todo. —Respiró entrecortadamente—. No sabía si creerle. Pensé que lo sabría…, pensé que lo sabría, simplemente mirándote, pero no había nada, nada que me diera esa seguridad. Y pensé que se trataba de una estratagema de Valentine, pero ¿qué estratagema? ¿Qué intentaba hacer? Tú no tenías ni idea, pero lo tuve muy claro, pero en cuanto al propósito de Valentine…
—Deberías haberme contado lo que yo era —replicó Jace, de un solo golpe de voz, como si le extrajesen las palabras a puñetazos—. Podría haber hecho algo al respecto. Matarme, quizá.
Hodge alzó la cabeza, levantando los ojos hacia Jace por entre los cabellos enmarañados y sucios.
—No estaba seguro —volvió a decir, medio para sí—, y en los momentos en que me lo preguntaba… pensaba que, tal vez, la educación podría importar más que la sangre… que se te podía enseñar…
—¿Enseñar qué? ¿A no ser un monstruo? —La voz de Jace tembló, pero el cuchillo que sujetaba se mantenía firme—. No deberías haber sido tan estúpido. Él te convirtió en un cobarde rastrero, ¿verdad? Y tú no eras un indefenso niño pequeño cuando lo hizo. Podrías haberte defendido.
Los ojos de Hodge descendieron.
—Intenté hacer todo lo que pude por ti —dijo, pero incluso a los oídos de Clary sus palabras sonaron pobres.
—Hasta que Valentine regresó —repuso Jace—, y entonces hiciste todo lo que te pidió; me entregaste a él como si fuese un perro que le hubiese pertenecido en una ocasión, un perro que él te hubiese pedido que le cuidases durante unos cuantos años…
—Y luego te fuiste —dijo Alec—. Nos abandonaste a todos. ¿Realmente pensaste que podías ocultarte aquí, en Alacante?
—No vine aquí a ocultarme —dijo Hodge, con voz apagada—. Vine a detener a Valentine.
—No esperarás que te creamos. —Alec volvía a sonar furioso ahora—. Siempre has estado del lado de Valentine. Podrías haber elegido darle la espalda…
—¡Jamás podría haber elegido eso! —La voz de Hodge se elevó—. A vuestros padres se les ofreció la oportunidad de una nueva vida; ¡a mí jamás se me ofreció! Estuve atrapado en el Instituto durante quince años…
—¡El Instituto era nuestro hogar! —dijo Alec—. ¿Realmente era tan terrible vivir con nosotros… ser parte de nuestra familia?
—No era por vosotros. —La voz de Hodge sonaba entrecortada—. Os quería, pequeños. Pero erais niños. Y un lugar que no se te permite abandonar jamás puede ser un hogar. A veces pasaba semanas sin hablar con otro adulto. Ningún otro cazador de sombras quería confiar en mí. Ni siquiera les gustaba realmente que vuestros padres; me toleraban porque no tenían elección. Nunca podría casarme. Nunca podría tener hijos propios. Nunca podría tener una vida. Y con el tiempo, vosotros, chicos, habríais crecido y os habríais ido, y entonces no habría tenido ni siquiera eso. Vivía con miedo, si es que aquello era vida.
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