—¿Crees que es cosa de Valentine? —El humo amargaba la garganta de Clary—. Parece un incendio. A lo mejor ha empezado espontáneamente.
—La Puerta Norte está abierta. —Jace indicó hacia algo que Clary apenas consiguió discernir, dada la distancia y el humo que lo distorsionaba todo—. Jamás se deja abierta. Y las torres de los demonios han perdido su luz. Las salvaguardas deben de haber caído —Sacó un cuchillo sefarín del cinturón, aferrándolo con tal fuerza que sus nudillos adquirieron el color del marfil—. Tengo que llegar allí.
Un nudo de temor oprimió la garganta de Clary.
—Simon…
—Lo habrán evacuado del Gard. No te preocupes, Clary. Probablemente está mejor que la mayoría de los que hay ahí abajo. No es probable que los demonios los molesten. Acostumbran a dejar en paz a los subterráneos.
—Lo siento —susurró ella—. Los Lightwood… Alec… Isabelle…
— Jahoel —dijo Jace, y el cuchillo del ángel llameó, brillante como la luz del día en su mano vendada—. Clary, quiero que permanezcas aquí. Regresaré a por ti.
La ira que albergaban sus ojos desde que habían abandonado la casa solariega se había evaporado. Era todo soldado en aquellos momentos.
Ella negó con la cabeza.
—No. Quiero ir contigo.
—Clary…
Se interrumpió, rígido de pies a cabeza. Al cabo de un momento Clary también lo oyó: un intenso y rítmico martilleo, y, por encima, un sonido parecido al chisporroteo de una hoguera enorme. Clary necesitó unos instantes para desmantelar el sonido en su mente, para descomponerlo como uno podría hacerlo con una pieza musical en las notas que la componían…
—Son…
—Hombres lobo.
Jace miraba detrás de ella. Siguiendo la dirección de su mirada los vio, surgiendo de la colina más próxima como una sombra que se extendía, iluminada aquí y allá por fieros ojos brillantes. Una manada de lobos… Más que una manada; debía de haber cientos de ellos, incluso miles. Sus ladridos y aullidos habían sido el sonido que ella había confundido con el fuego, y se alzaba en la noche crispado y discordante.
A Clary el estómago le dio un vuelco. Conocía a los hombres lobo. Había peleado junto a ellos. Pero éstos no eran los lobos de Luke, no eran lobos con instrucciones de cuidar de ella y no hacerle daño. Pensó en el terrible poder de destrucción de la manada de Luke cuando era liberado, y de repente sintió miedo.
Oyó a Jace maldecir una vez, con ferocidad. No había tiempo de sacar otra arma; el cazador de sombras la apretó con fuerza contra él, rodeándola con el brazo libre y con la otra mano alzó a Jahoel bien alto sobre sus cabezas. La luz del arma era cegadora. Clary apretó los dientes.
Los lobos estaban ya sobre ellos. Fue como una ola estrellándose: un repentino estallido de ruido ensordecedor y una ráfaga de aire cuando los primeros lobos de la manada se abrieron paso al frente y saltaron —había ojos ardientes y fauces abiertas—; Jace hundió los dedos en el costado de Clary…
Y los lobos pasaron majestuosos a ambos la dos de ellos, evitando el espacio en el que ellos se encontraban por un margen de más de medio metro. Clary giró la cabeza a toda velocidad, incrédula, cuando dos lobos —uno de piel brillante y moteada, el otro enorme y de un gris acerado—golpearon el suelo con suavidad detrás de ellos, haciendo una pausa, y siguieron corriendo, sin echar siquiera la vista atrás. Había lobos por todas partes a su alrededor, y ni uno solo los había tocado. Pasaron a la carrera junto a ellos, una avalancha de sombras, con los pelajes reflejando la luz de la luna en forma de destellos plateados de modo que casi parecían constituir un único río en movimiento de formas que avanzaban atronador en dirección a Jace y Clary… y luego se dividía a su alrededor como el agua al topar con una piedra. Los dos cazadores de sombras podrían muy bien haber sido estatuas a juzgar por la poca atención que los licántropos les prestaron mientras pasaban raudos, con las fauces bien abiertas y los ojos fijos en la carretera que tenían delante.
Y a continuación ya no estaban. Jace se volvió para observar cómo el último de los lobos pasaba por su lado y corría para atrapar a sus compañeros. Volvía a reinar el silencio, tan sólo alterado por los sonidos muy quedos de la ciudad situada a lo lejos.
Jace soltó a Clary, bajando a Jahoel mientras lo hacía.
—¿Estás bien?
—¿Qué ha pasado? —musitó ella—. Esos hombres lobo… han pasado sin más por nuestro lado…
—Van a la ciudad. A Alacante. —Sacó un segundo cuchillo serafín del cinturón y se lo tendió—. Necesitaría esto.
—¿No vas a dejarme aquí, entonces?
—No serviría de nada. Ningún lugar es seguro. Pero… —Vaciló—. ¿Tendrás cuidado?
—Lo tendré —dijo Clary—. ¿Qué hacemos ahora?
Jace bajó la mirada hacia Alacante, que ardía a sus pies.
—Corramos.
Nunca era fácil seguir el ritmo de Jace, y ahora que corría a toda velocidad resultaba casi imposible. Clary percibió que de hecho él se estaba conteniendo, que reducía la velocidad para que ella pudiera alcanzarlo, y que lo hacía a regañadientes.
La carretera se allanaba en la base de la colina y describía una curva a través de un grupo de árboles altos y con muchas ramas que creaban la ilusión de un túnel. Cuando Clary salió por el otro lado se encontró ante la Puerta Norte. A través del arco, Clary pudo ver una confusión de humo y llamas. Jace la esperaba de pie en la puerta. Sostenía a Jahoel en una mano y un segundo cuchillo serafín en la otra, pero incluso la luz conjunta de ambos era absorbida por el resplandor de la ciudad que ardía a sus espaldas.
—Los guardas —jadeó ella, corriendo hasta él—. ¿Por qué no están aquí?
—Al menos uno de ellos sigue ahí, en aquel grupo de árboles. —Jace indicó con la barbilla al camino por el que había llegado—. Hecho pedazos. No, no mires. —Bajó la mirada—. Sostienes mal tu cuchillo serafín. Sujétalo así. —Se lo mostró—. Además, necesitas darle un nombre. Cassiel podría ser un buen nombre.
— Cassiel —repitió Clary, y la luz del arma llameó.
Jace la miró con serenidad.
—Ojalá hubiese tenido tiempo de entrenarte para esto. Desde luego, en justicia, nadie con tan poco adiestramiento como tú debería ser capaz de usar un cuchillo serafín. Ya me ha sorprendido antes, aunque ahora que sabemos lo que Valentine hizo…
Clary no deseaba de ninguna manea hablar sobre lo que Valentine había hecho.
—A lo mejor sólo te preocupaba que si de verdad me adiestrabas debidamente yo acabaría siendo mejor que tú —replicó ella.
Un amago de sonrisa apareció en la comisura de los labios de Jace.
—Suceda lo que suceda, Clary —dijo él, mirándola a través de la luz de Jahoel —, permanece a mi lado. ¿Entiendes? —La miró fijamente, exigiéndole una promesa.
Por un motivo, el recuerdo de haberle besado en la hierba en la casa de los Wayland volvió a su mente. Parecía como si hubiesen transcurrido un millón de años. Como si le hubiese sucedido a otra persona.
—Permaneceré a tu lado.
—Estupendo. —Desvió la mirada y la soltó—. Vamos.
Cruzaron la puerta despacio, uno al lado del otro. Al penetrar en la ciudad, ella fue consciente del ruido de la batalla por vez primera. Una barrera de sonido conformada por gritos humanos y aullidos inhumanos, por el sonido de cristales haciéndose añicos y por el chisporroteo del fuego. La sangre le zumbo en los oídos.
El patio situado justo al otro lado de la puerta estaba vacío. Había formas apiñadas desperdigadas allí sobre los adoquines. Clary intentó no prestarles demasiada atención. Se preguntó cómo podría uno saber si alguien estaba muerto desde tanta distancia, sin mirar con detenimiento. Los cuerpos muertos no parecían personas inconscientes; era como si se pudiese percibir que algo había huido de ellos, que alguna chispa esencial ya no estaba en ellos.
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