El aire teñido de rojo rezumaba olor a quemado, la noche era hendida por alaridos y chillidos. Las puertas estaban abiertas a lo largo de las hileras de edificios… la gente salía disparada de casa para a continuación detenerse en seco al ver la calle repleta de monstruos.
Era imposible, inimaginable. Nunca en la historia un solo demonio había cruzado las salvaguardas de las torres de los demonios. Y ahora había docenas, cientos o tal vez más inundando las calles como una marea venenosa. Isabelle sintió como si estuviese atrapada tras una pared de cristal, capaz de verlo todo pero incapaz de moverse; observaba, paralizada, cómo un demonio agarraba a un muchacho que huía y lo alzaba en volandas del suelo antes de hundir sus dientes serrados en el hombro.
El muchacho chilló, pero los chillidos se perdieron en el clamor que desgarraba la noche. El estruendo aumentó: el aullar de demonios, personas que llamaban a otras, los sonidos de pies que corrían y de cristal que se rompía. Calle abajo, alguien gritaba palabras que ella apenas consiguió comprender… Algo sobre las torres de los demonios. Isabelle alzó la vista. Las altas agujas montaban guardia sobre la ciudad como siempre habían hecho, pero en lugar de reflejar la luz plateada de las estrellas, o incluso la luz roja de la ciudad en llamas, mostraban un blanco apagado como la piel de un cadáver. Su luminiscencia había desaparecido. La recorrió un escalofrío. No era de extrañar que las calles estuvieran llenas de monstruos; de algún modo, increíblemente, las torres de los demonios habían perdido su magia. Las salvaguardas que habían protegido Alacante durante mil años se habían esfumado.
Samuel se había quedado en silencio hacia horas, pero Simon seguía despierto, con la vista fija, insomne, en la oscuridad, cuando oyó los gritos.
Alzó la cabeza violentamente. Silencio. Miró a su alrededor con inquietud… ¿habría imaginado el ruido? Aguzó los oídos, pero incluso con su recién adquirida capacidad auditiva no oyó nada. Estaba a punto de volverse a tumbar cuando sonaron de nuevo los gritos clavándose en sus oídos igual que agujas. Parecían provenir del exterior del Gard.
Se puso de pie sobre la cama y se asomó a la ventana. Vio el verde césped extendiéndose a lo lejos, y la luz distante de la ciudad convertida en un resplandor tenue en la lejanía. Entrecerró los ojos. Había algo que no era normal en la luz de la ciudad, algo… apagado. Era un poco más tenue de lo que recordaba… y había puntos en movimiento por todas partes en la oscuridad, como agujas de fuego, zigzagueando por las calles. Una nube pálida se alzaba por encima de las torres, y el aire estaba lleno del hedor a humano.
—Samuel. —Simon pudo percibir la alarma en su propia voz—. Algo no va bien.
Oyó puertas que se abrían de golpe y pies que corrían. Unas voces roncas gritaron. Simon apretó la cara contra los barrotes mientras pares de botas pasaban a toda velocidad por el exterior, pateando piedras en su carrera; los cazadores de sombras se llamaban unos a otros mientras se marchaban a toda prisa del Gard y bajaban en dirección a la ciudad.
—¡Las salvaguardas han caído! ¡Las salvaguardas han caído!
—¡No podemos abandonar el Gard!
—¡El Gard no importa! ¡Nuestros hijos están ahí abajo!
Las voces eran ya cada vez más débiles. Simon se apartó violentamente de la ventana, jadeando.
—¡Samuel! Las salvaguardas…
—Lo sé. Lo he oído.
La voz de Samuel llegó con fuerza a través de la pared. No parecía asustado sino resignado, tal vez incluso un tanto triunfante al haberse demostrado que tenía razón.
—Valentine ha atacado mientras la Clave estaba reunida. Inteligente.
—Pero el Gard… está fortificado… ¿Por qué no se quedan aquí arriba?
—Ya lo has oído. Porque todos los niños están en la ciudad. Niños… padres ancianos… No pueden abandonarlos ahí abajo.
«Los Lightwood.» Simon pensó en Jace, y luego, con terrible claridad, en el rostro menudo y pálido de Isabelle bajo su corona de cabellos oscuros, en su determinación en una pelea, en el «Muac» de niña pequeña de la nota que le había escrito.
—Pero tú se lo dijiste… le contaste a la Clave lo que sucedería. ¿Por qué no te creyeron?
—Porque las salvaguardas son su religión. No creer en el poder de las salvaguardas significa dejar de creer que son especiales, elegidos y protegidos por el Ángel. Sería tanto como considerarse simples mundanos corrientes.
Simon se volvió de nuevo para mirar con atención por la ventana otra vez, pero el humo era más espeso e inundaba el aire con una palidez grisácea. Ya no podía oír voces gritando fuera; había gritos a lo lejos, pero eran muy débiles.
—Creo que la ciudad está en llamas.
—No. —La voz de Samuel era muy tranquila—; creo que es el Gard lo que se quema. Probablemente fuego demoníaco. Valentine iría tras el Gard, si pudiera.
—Pero… —Las palabras de Simon salieron atropelladamente unas sobre otras—: Alguien vendrá y nos dejará salir, ¿verdad? El Cónsul, o…, o Aldertree. No pueden limitarse a dejarnos aquí abajo para que muramos.
—Tú eres un subterráneo —dijo Samuel—. Y yo soy un traidor. ¿Realmente crees probable que hagan otra cosa?
—¡Isabelle! ¡Isabelle!
Alec tenía las manos sobre sus hombros y la zarandeaba. Isabelle alzó la cabeza despacio; el rostro blanco de su hermano flotó recortado en la oscuridad que tenía detrás. Una pieza curva de madera sobresalía detrás de su hombro derecho; llevaba su arco sujeto a la espalda, el mismo arco que Simon había usado para matar al Demonio Mayor Abbadon. No podía recordar a Alec acercándose a ella, no podía recordar en absoluto verle en la calle; era como si se hubiese materializado a su lado de improviso, como un fantasma.
—Alec. —Su voz surgió lenta e irregular—. Alec, para. Estoy bien.
Se zafó de él. NO había demonios a la vista; había alguien sentado en los escalones delanteros de la casa situada frente a ellos, y lloraba emitiendo sonoros y chirriantes chillidos. El cuerpo del anciano seguía en la calle, y el olor a demonios lo inundaba todo.
—Aline… Uno de los demonios ha intentado…, ha intentado…
Contuvo el aliento, lo retuvo. Ella era Isabelle Lightwood. Ella no se ponía histérica, no importaba la provocación.
—Lo hemos matado, pero entonces ella ha salido huyendo. He intentado seguirla, pero ha salido demasiado veloz. —Alzó los ojos hacia su hermano—. Demonios en la ciudad —dijo—. ¿Cómo es posible?
—No lo sé. —Alec negó con la cabeza—. Las salvaguardas deben de haber caído. Había cuatro o cinco demonios oni aquí fuera cuando he salido de la casa. He acabado con uno que acechaba junto a los matorrales. Los otros han huido, pero podrían regresar. Vamos. Volvamos a la casa.
La persona de la escalera seguía sollozando. El sonido los siguió mientras regresaban a toda prisa a la casa de los Penhallow. La calle seguía vacía de demonios, pero podían oír explosiones, gritos, y el correr de los pies resonando desde las sombras de otras calles oscurecidas. Mientras ascendían los peldaños de la entrada de los Penhallow, Isabelle echó un vistazo atrás justo a tiempo de ver cómo un largo tentáculo serpenteante salía de repente de entre las dos casas y se llevaba a la mujer que sollozaba en los escalones de la entrada. Los sollozos se convirtieron en chillidos. Isabelle intentó dar media vuelta, pero Alex ya la había agarrado y la empujaba por delante de él al interior de la casa, cerrando de un portazo y corriendo el cerrojo de la puerta principal tras ellos. La casa estaba a oscuras.
—He apagado las luces. No quería atraer a ningún otro —explicó Alec, empujando a Isabelle por delante de él al interior de la sala de estar.
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