Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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Parecía increíble, pero así era: estaban de pie en la ladera de una colina muy por encima de Alacante, y a sus pies la ciudad ardía.

SEGUNDA PARTE

Los astros brillan sombríamente

ANTONIO

¿No quieres quedarte más ni quieres que vaya contigo?

SEBASTIÁN

Con tu permiso, no. Mis astros brillan sombríamente sobre mí.

La adversidad de mi destino podría quizás perturbar el tuyo,

así que te suplico que me dejes para que pueda soportar mis males a solas.

Recompensaría mal tu cariño si hiciese recaer cualquiera de ellos sobre ti.

WILLIAM SHAKESPEARE, Noche de Reyes

10

Fuego y espada

—Es tarde —dijo Isabelle. Volviendo a correr con ansiedad la cortina de encaje sobre el alto ventanal de la salita—. Debería estar ya de vuelta.

—Sé razonable, Isabelle —indicó Alec, con aquel tono de superioridad de hermano mayor que parecía dar a entender que mientras que ella, Isabelle, podía ser propensa a la histeria, él, Alec, permanecía siempre totalmente tranquilo.

Incluso la postura de su hermano —estaba repantigado en uno de los rehenchidos sillones situados junto a la chimenea de los Penhallow como si no tuviese ni una sola preocupación en el mundo—parecía diseñada para exhibir su despreocupación.

—Jace responde así cuando está alterado: se va y deambula por ahí. Ha dicho que iba a dar una vuelta. Regresará.

Isabelle suspiró. Casi deseó que sus padres estuvieran allí, pero seguían en el Gard. La reunión del Consejo se estaba prolongando hasta una hora brutalmente tardía.

—Pero él conoce Nueva York. No conoce Alacante…

—Probablemente la conoce mejor que vosotros.

Aline estaba sentada en el sofá leyendo un libro, cuyas páginas estaban encuadernadas en cuero rojo. Llevaba los negros cabellos recogidos tras la cabeza en una trenza francesa, con los ojos clavados en el tomo abierto sobre el regazo. Isabelle, que jamás había sido demasiado amante de la lectura, envidiaba la capacidad de otras personas para abstraerse en un libro. Había gran cantidad de cosas que en otro momento habría envidiado en Aline: ser menuda y delicadamente bonita, para empezar, no grandota como una amazona y tan alta que con tacones se alzaba casi por encima de cualquier chico que conocía. Pero, sin embargo, no hacía mucho, Isabelle había comprendido que las otras chicas no existían simplemente para ser envidiadas, evitadas o para provocar antipatía.

—Vivió aquí hasta los diez años. Vosotros, chicos, sólo habéis venido de visita unas cuantas veces.

Isabelle se llevó la mano a la garganta torciendo el gesto. El colgante sujeto a una cadena que llevaba al cuello había emitido un repentino y agudo latido… aunque normalmente sólo lo hacía en presencia de demonios, y estaba en Alacante. No había modo de pudiera haber demonios cerca. A lo mejor el colgante no funcionaba bien.

—No creo que esté vagando por ahí, de todos modos. Creo que resulta del todo evidente adónde ha ido —respondió Isabelle.

—¿Crees que ha ido a ver a Clary? —inquirió Alec, alzando los ojos.

—¿Aún sigue aquí? Pensaba que iba a regresar a Nueva York —Aline dejó que el libro se cerrara—. ¿Dónde se aloja la hermana de Jace a todo esto?

Isabelle se encogió de hombros.

—Pregúntale a él —dijo, moviendo los ojos hacia Sebastian.

Sebastian estaba despatarrado en el sofá situado frente al de Aline. También él tenía un libro en la mano, y su oscura cabeza estaba inclinada hacia él. Alzó los ojos como si pudiese percibir la mirada de Isabelle sobre sí.

—¿Habláis de mí? —preguntó en tono apacible.

Todo en Sebastian era apacible, se dijo Isabelle con un dejo de fastidio. Se había sentido impresionada por su atractivo al principio —aquellos pómulos nítidamente marcados y aquellos ojos negros insondables—, pero su personalidad afable y comprensiva la crispaba ahora. No le gustaban los chicos que daban la impresión de no enfurecerse nunca por nada. En el mundo de Isabelle, la cólera significaba pasión y diversión.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó, con más acritud de la pretendida—. ¿Es uno de los cómics de Max?

—Pues sí. —Sebastian bajó los ojos hacia el cómic manga apoyado sobre el brazo del sofá—. Me gustan las ilustraciones.

Isabelle lanzó un suspiro exasperado. Dirigiéndole una mirada reprobatorio, Alec dijo:

—Sebastian, a primera hora de hoy… ¿Sabe Jace adónde has ido?

—¿Te refieres a que he salido con Clary? —Sebastian pareció divertido—. Oíd, no es un secreto. Se lo habría contado a Jace de haberle visto.

—No veo por qué le iba a importar. —Aline dejó su libro a un lado, y su voz tenía un tono cortante—. No es nada malo. ¿Qué pasa si le ha querido mostrar a Clarissa algo de Idris antes de que ella vuelva a casa? Jace debería sentirse complacido de que su hermana no esté ahí sentada aburrida y enojada.

—Puede ser muy… protector —dijo Alec tras una leve vacilación.

Aline frunció el ceño.

—Debería mantenerse al margen. No puede ser bueno para ella estar tan sobreprotegida. La expresión de su rostro cuando nos cogió por sorpresa fue como si nunca hubiese visto a nadie besarse. Quiero decir, quién sabe, a lo mejor es así.

—Pues no —repuso Isabelle, recordando el modo en que Jace había besado a Clary en la corte seelie.

No era algo en lo que le gustase pensar; a Isabelle no le gustaba regodearse con sus propias penas, y mucho menos con las de los demás.

—No es eso.

—Entonces ¿qué es?

Sebastian se irguió, apartándose un mechón de cabello oscuro de los ojos. Isabelle captó una fugaz visión de algo…, una línea rojo a lo largo de la palma, una especie de cicatriz.

—¿O sólo me odia a mí en particular? Porque no sé qué es lo que yo he…

—Ése es mi libro.

Una vocecita interrumpió el discurso de Sebastian. Era Max, de pie en la entrada de la sala. Llevaba puesto un pijama gris y sus cabellos castaños estaban alborotados como si acabara de despertarse. Miraba con expresión iracunda el libro manga que descansaba junto a Sebastian.

—¿El qué, esto? —Sebastian le alargó el libro—. Aquí tienes, chaval.

Max cruzó la habitación muy digno y recuperó de un tirón el libro. Dirigió una mirada furibunda a Sebastian.

—No me llames chaval.

Sebastian rió y se puso en pie.

—Voy a buscar café —dijo, y salió en dirección a la cocina. Se detuvo y se volvió en el umbral de la puerta—. ¿Alguien quiere algo?

Hubo un coro de negativas. Sebastian se encogió de hombros y desapareció en la cocina, dejando que la puerta se cerrara a su espalda.

—Max —dijo Isabelle en tono seco—, no seas grosero.

—No me gusta que nadie toque mis cosas. —Max abrazó el cómic contra el pecho.

—Crece un poco, Max. Sólo lo había cogido prestado.

La voz de Isabelle surgió más irritada de lo que ella habría querido; seguía preocupada por Jace, lo sabía, y se estaba desquitando con su hermano pequeño.

—Deberías estar en la cama de todos modos. Es tarde.

—Se oían ruidos arriba en la colina. Me despertaron. —Max pestañeó; sin sus gafas, todo era muy parecido a una mancha borrosa para él—. Isabelle…

La nota interrogante en su voz atrajo la atención de la joven. Su hermana dio la espalda a la ventana.

—¿Qué?

—¿Escala alguna vez la gente las torres de los demonios? ¿Por algún motivo?

Aline alzó la cabeza.

—¿Trepar a las torres de los demonios? —Rió—. No, nadie hace eso jamás. Es totalmente ilegal, para empezar, y además, ¿por qué querrían hacerlo?

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