—Ithuriel —musitó.
El cuchillo que sostenía llameó como una antorcha. El resplandor era cegador. El ángel alzó el rostro, como si la luz fuese visible a sus ojos ciegos. Alargó las manos, las cadenas que le sujetaban las muñecas tintinearon como música discordante.
Jace volvió la cabeza hacia ella.
—Clary —dijo—. Las runas.
Las runas. Por un momento le miró fijamente, desconcertada, pero sus ojos la instaron a seguir. Entregó a Jace la luz mágica, sacó la estela del muchacho que tenía en el bolsillo y se arrodilló junto a las runas garabateadas. Parecía como si las hubiesen tallado en la piedra con algo afilado.
Echó un vistazo a Jace. Su expresión la sobresaltó, el fulgor de sus ojos: estaban llenos de esperanza en ella, de seguridad en sus habilidades. Con la punta de la estela grabó varias líneas en el suelo, cambiando las runas de ligazón por runas de liberación, de encierro a apertura. Llamearon mientras las dibujaba, como si estuviese arrastrando la punta de una cerilla sobre azufre.
Una vez acabó, se puso en pie. Las runas titilaron ante ella. Súbitamente, Jace se movió para colocarse junto a ella. La piedra de luz mágica había desaparecido, la única iluminación provenía del cuchillo serafín al que él había dado el nombre del ángel, que llameaba en su mano. Lo alargó al frente, y en esta ocasión la mano pasó a través de la barrera de las runas como si no hubiese nada allí.
El ángel alargó las manos y tomó el arma en las suyas. Cerró los ojos ciegos, y Clary pensó por un momento que sonreía. Hizo girar el arma en las manos hasta que colocó la punta afilada justo debajo del esternón. Clary soltó una leve exclamación de sorpresa y se adelanto, pero Jace la agarró del brazo con mano férrea y tiró de ella hacia atrás… justo en el momento en que el ángel hundía el cuchillo.
La cabeza del ángel cayó hacia atrás y sus manos soltaron la empuñadura del cuchillo, que sobresalía justo del lugar donde debía de estar el corazón… Si es que los ángeles tenían corazón; Clary no lo sabía. Estallaron llamas de la herida, que se propagaron hacia fuera desde la hoja. El cuerpo del ángel titiló convertido en una llama blanca, las cadenas de la muñeca ardían escarlatas, como hierro dejado demasiado tiempo al fuego. Clary recordó pinturas medievales de santos consumidos por la llama del sagrado éxtasis… y las alas del ángel se abrieron de par en par y blancas antes de que, también ellas, prendieran y llamearan, en un entramado de reluciente fuego.
Clary no pudo seguir mirando. Se volvió y enterró la cabeza en el hombro de Jace. El brazo de éste la rodeó, sujetándola de un modo tenso y fuerte.
—Todo va bien —le dijo, hablándole entre el cabello—, todo va bien. —Pero el aire estaba lleno de humo y el suelo daba la impresión de balancearse bajo los pies de la muchacha.
Hasta que Jace no dio un traspié Clary no se dio cuenta de que no era efecto de la conmoción recibida: el suelo se movía. Soltó a Jace y se tambaleó; las piernas rechinaban entre sí bajo sus pies, y una fina lluvia de polvo se desprendía del techo. El ángel era una columna de humo; las runas a su alrededor brillaban con dolorosa intensidad. Clary las contempló con atención, descifrando su significado, y luego miró a Jace con ojos desorbitados.
—La casa… estaba ligada a Ithuriel. Si el ángel muere, la casa…
No terminó la frase. Él ya la había agarrado de la mano y corría en dirección a la escalera, tirando de ella tras de sí. La escalera misma se levantaba y combaba; Clary cayó, golpeándose la rodilla dolorosamente contra un escalón, pero la mano de Jace sobre su brazo no se aflojó. La muchacha siguió corriendo, ignorando el dolor de la pierna, con los pulmones llenos de asfixiante polvo.
Llegaron arriba y salieron disparados a la biblioteca. Detrás de ellos Clary pudo oír el quedo rugido cuando el resto de la escalera se desplomó. La situación arriba no era mucho mejor; la habitación se estremecía, los libros caían de sus estantes. Había una estatua tumbada allí donde se había desplomado, convertida en un montón de fragmentos irregulares. Jace soltó la mano de Clary, agarró una silla, y, antes de que ella pudiese preguntarle qué pensaba hacer, la estrelló contra la ventana emplomada.
La silla pasó a través de una cascada de vidrios rotos. Jace se volvió y le tendió una mano. Detrás de él, a través del marco irregular que quedaba, ella pudo ver una extensión de hierba empapada de luz de luna y una línea de copas de árboles a lo lejos. Parecían estar mucho más abajo. «No pudo saltar esa altura», pensó, y estaba a punto de decirle que no con la cabeza a Jace cuando vio que los ojos de éste se abrían de par en par y su boca formulaba una advertencia. Uno de los pesados bustos de mármol que flanqueaban las estanterías superiores se había desprendido y caía hacia ella; Clary lo esquivó echándose a un lado, y éste golpeó el suelo a centímetros de donde ella había estado, dejando una buena marca en el suelo.
Al cabo de un segundo los brazos de Jace la rodeaban y la alzaban ya del suelo. La joven se sintió demasiado sorprendida para forcejear cuando él la llevó hasta la ventana rota y la arrojó sin miramientos al exterior.
Golpeó una elevación cubierta de hierba justo debajo de la ventana y rodó por la fuerte pendiente, ganando velocidad hasta que fue a detenerse contra un altozano con fuerza suficiente como para quedarse sin aliento. Se sentó en el suelo, sacudiéndose hierba de los cabellos. Al cabo de un segundo Jace se detuvo a su lado; a diferencia de ella, rodó inmediatamente a una posición agazapada, mirando con atención colina arriba hacia la casa solariega.
Clary se volvió para mirar hacia donde él miraba, pero ya la había agarrado y la empujaba contra el suelo en el interior de la depresión entre las dos colinas. Más tarde encontraría oscuros moretones en la parte superior de los brazos, allí donde él la había sujetado; en aquellos momentos se limitó a lanzar una exclamación de sorpresa cuando la derribó y rodó sobre ella, protegiéndola con el cuerpo a la vez que se oía un enorme rugido. Sonó como si la tierra se desgajara, como un volcán en erupción. Un chorro de polvo blanco salió disparado hacia el cielo. Clary oyó un agudo tamborileo a su alrededor y durante un desconcertante momento pensó que había empezado a llover; entonces advirtió que eran cascotes y tierra y cristales rotos: los desechos de la destrozada casa cayendo a su alrededor como mortífero granizo.
Jace la apretó con más fuerza contra el suelo, con su cuerpo estirado sobre el de ella; los latidos de su corazón sonaban casi tan fuertes en los oídos de la muchacha como el sonido de las ruinas de la casa mientras caían.
El rugido del derrumbe se fue apagando poco a poco, como humo que se disipase en el aire. Fue reemplazado por un sonoro piar de pájaros sobresaltados; Clary pudo verlos por encima del hombro de Jace, describiendo círculos, llenos de curiosidad, recortados en el cielo oscuro.
—Jace —dijo en voz queda—, creo que he dejado caer tu estela en alguna parte.
Él se echó hacia atrás ligeramente, sosteniéndose sobre los codos, y bajó los ojos hacia ella. Incluso en la oscuridad pudo verse reflejada en sus ojos; el rostro de Jace estaba surcado de hollín y tierra, y el cuello de su camisa estaba roto.
—No pasa nada. Mientras no estés herida.
—Estoy perfectamente.
Sin pensar, alzó la mano y sus dedos acariciaron levemente sus cabellos. Sintió cómo él se tensaba y sus ojos se oscurecían.
—Tienes hierba en el pelo —dijo.
Clary sentía la boca seca; la adrenalina zumbaba por sus venas. Todo lo que acababa de suceder —el ángel, la casa haciéndose pedazos—parecía menos real de lo que veía en los ojos de Jace.
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