Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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La categórica certeza en la voz de Samuel provocó en Simon un escalofrío en la espalda.

—Es terrible lo resignado que pareces. ¿No deberías hacer algo? ¿Advertir a la Clave?

—Les advertí. Cuando me interrogaron. Les conté que Valentine pensaba destruir las salvaguardas, pero no me hicieron caso. La Clave cree que las salvaguardas resistirán eternamente porque han resistido durante mil años. Pero lo mismo pasó con Roma, hasta que llegaron los bárbaros. Todo cae algún día. —Rió: era un sonido amargo y enojado—. Considéralo una carrera para ver quién te mata primero, vampiro diurno: Valentine, los subterráneos o la Clave.

En algún punto del camino la mano de Clary fue arrancada de la de Jace. Cuando el huracán la escupió fuera y golpeó contra el suelo, lo golpeó sola, con fuerza, y rodó jadeando hasta detenerse.

Se sentó en el suelo despacio y miró a su alrededor. Estaba en el centro de una alfombra persa extendida sobre el suelo de una enorme habitación de paredes de piedra. Había muebles cubiertos de sábanas blancas que lo convertían en fantasmas jorobados y abultados. Cortinas de terciopelo se combaban sobre ventanales enormes; el terciopelo de un tono gris blanquecino debido al polvo, y las motas de polvo danzaban a la luz de la luna.

—¿Clary? —Jace emergió de detrás de una inmensa forma cubierta con una sábana blanca; podría haber sido un piano de cola—¿Estás bien?

—Perfectamente. —La muchacha se incorporó, haciendo una pequeña mueca. Le dolía el codo—. Aparte de que Amatis probablemente me matará cuando regrese. Si tenemos en cuenta que acabé con todos sus platos y abrí un Portal en su cocina.

Él le alargó la mano.

—Por si sirve de algo —dijo, ayudándola a ponerse en pie—, me has impresionado.

—Gracias. —Clary miró en derredor—. ¿Así que aquí es donde creciste? Parece sacado de un cuento.

—Yo pensaba en una película de terror —dijo Jace—. Cielos, han pasado años desde que vi este lugar por última vez. No acostumbraba a estar tan…

—¿Tan frío?

Clary tiritó un poco. Se abotonó el abrigo, pero el frío de la casa era tan solo un frío físico: el lugar producía una sensación de frío como si nunca hubiese habido calidez ni luz ni risas en su interior.

—NO —respondió Jace—; siempre fue frío. Iba a decir polvoriento.

Sacó una piedra de luz mágica del bolsillo y ésta se encendió entre sus dedos. El resplandor blanco resaltó las sombras bajo sus pómulos, los huecos en las sienes.

—Esto es el estudio, y nosotros necesitamos encontrar la biblioteca. Vamos.

La condujo fuera de la habitación por un largo pasillo cubierto de espejos que les devolvieron su reflejo. Clary no había advertido lo desaliñada que estaba: el abrigo repleto de polvo, el cabello enmarañado por el viento. Intentó alisárselo discretamente y captó la sonrisa burlona de Jace en el siguiente espejo. Por algún motivo, debido sin duda a una misteriosa magia de cazador de sombras que ella no tenía la menos esperanza de llegar a comprender, el pelo del joven permanecía perfecto.

El pasillo estaba bordeado de puertas, algunas de las cuales estaban abiertas; a través de ellas Clary pudo vislumbrar otras habitaciones, de aspecto tan polvoriento y sin usar con el del estudio. Michael Wayland no había tenido parientes, según Valentine, así que supuso que nadie había heredado el lugar tras su «muerte»; había dado por supuesto que Valentine había seguido viviendo allí, pero parecía evidente que no era así. Todo respiraba pesar y desuso. En Renwick, Valentine había llamado «hogar» a este lugar, se lo había mostrado a Jace en el espejo Portal, un recuerdo con marco dorado de campos verdes y piedras acogedoras; pero eso, se dijo Clary, también había sido una mentira. Estaba claro que Valentine no había vivido realmente allí en años… quizás simplemente lo había dejado allí para que se pudriera, o había acudido sólo muy de vez en cuando, para recorrer los débilmente iluminados pasillos como un fantasma.

Llegaron a una puerta en el extremo del pasillo y Jace la abrió con un empujón del hombro; luego dejó pasar primero a Clary al interior de la habitación. Ella se había estado imaginando la biblioteca del Instituto, y esa habitación no era muy diferente: las mismas paredes repletas con una hilera tras otra de libros, las mismas escalas montadas sobre ruedecitas para poder alcanzar los estantes elevados. El techo era plano y con vigas, aunque no cónico, y no había escritorio. Cortinas de terciopelo verde con los pliegues espolvoreados de polvo blanco colgaban sobre ventanas que alternaban vidrios de cristal verde y azul. A la luz de la luna centelleaban como escarcha de colores. Al otro lado del cristal todo estaba negro.

—¿Esto es la biblioteca? —preguntó a Jace en un susurro, aunque no estaba seguro de por qué susurraba.

Aquella enorme casa vacía transmitía una sensación de profunda quietud.

Él miraba más allá de ella, con los ojos oscurecidos por los recuerdos.

—Acostumbraba a sentarme en ese asiento empotrado bajo la ventana y leía lo que mi padre me hubiera asignado ese día. Idiomas diferentes en días diferentes… francés el sábado, inglés el domingo… aunque no consigo recordar ahora qué día era el del latín, si el lunes o el martes…

Clary tuvo una repentina imagen fugaz de Jace de niño, con un libro en equilibrio sobre las rodillas mientras permanecía sentado en el alféizar de la ventana, mirando al exterior a… ¿A qué? ¿Quizá había jardines? ¿Vistas? ¿Un alto muro de espinos como el muro que rodeaba el castillo de la Bella Durmiente? Le vio mientras leía; la luz que penetraba por la ventana proyectaba cuadrados de azul y verde sobre sus cabellos rubios y el menudo rostro se mostraba más serio de lo que debería estar el rostro de cualquier niño de diez años.

—No puedo recordarlo —volvió a decir él, clavando la vista en la oscuridad.

—No importa, Jace —le dijo ella, tocándole el hombro.

—Supongo que no.

Se sacudió, como si despertara de un sueño, y cruzó la habitación, con la luz mágica iluminándole el camino. Se arrodilló para inspeccionar una hilera de libros y se enderezó con uno de ellos en la mano.

Recetas sencillas para amas de casa —dijo—. Aquí está.

Ella cruzó a toda prisa la habitación y lo tomó de sus manos. Era un libro de aspecto corriente con una tapa azul, polvoriento, como todo en la casa. Cuando lo abrió, el polvo se levantó en masa desde las páginas igual que una congregación de polillas.

Habían cortado un agujero grande y cuadrado en el centro del libro y, encajado en el agujero igual que una gema en un engaste, había un volumen más pequeño, del tamaño aproximado de un libro de bolsillo, encuadernado en cuero blanco con el título en latín impreso en letras doradas. Clary reconoció las palabras que significaban «blanco» y «libro», pero cuando lo alzó fuera de allí y lo abrió, descubrió con sorpresa que las páginas estaban cubiertas de una escritura tenue de trazos largos y delgados en un idioma que no consiguió comprender.

—Griego —dijo Jace, mirando por encima de su hombro—. De la variedad antigua.

—¿Puedes leerlo?

—No con facilidad —admitió él—. Han pasado años. Pero Magnus podrá, imagino.

Cerró el libro y lo deslizó dentro del bolsillo del abrigo verde de la joven antes de volverse de nuevo hacia los estantes y rozar apenas con los dedos las hileras de libros, mientras las yemas reseguían los lomos.

—¿Hay alguno que quieras llevarte? —preguntó ella con delicadeza—. Si quieres…

Jace rió y dejó caer la mano.

—Sólo se me permitía leer lo que se me asignaba —dijo—. Algunos de los estantes contenían libros que ni siquiera se me permitía tocar. —Señaló una hilera de libros, más arriba, encuadernados en idéntico cuero marrón—. Leí uno de ellos en una ocasión, cuando tenía unos seis años, simplemente para ver a qué venía tanto alboroto. Resultó ser un diario que mantenía mi padre. Sobre mí. Notas sobre «Mi hijo, Jonathan Christopher». Me azotó con su cinturón cuando descubrió que lo había leído. En realidad, fue la primera vez que supe que tenía un segundo nombre.

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