Simon: Esto es sangre de vaca, directamente del carnicero. Espero que sirva. Jace me lo contó todo, y quiero que sepas que creo que eres muy valiente. Aguanta ahí dentro y daremos con un modo de sacarte.
Muac, Isabelle.
Simon sonrió al ver el «muac» garabateado que recorría el final de la página. Era bueno saber que el exuberante cariño de Isabelle no se había visto afectado por las circunstancias actuales. Desenroscó la parte superior del frasco y engulló varios tragos antes de que una aguda sensación hormigueante entre los omóplatos le hiciesen volverse.
Raphael estaba tranquilamente de pie en el centro de la habitación. Tenía las manos cruzadas a la espalda, los menudos hombros rígidos. Llevaba una camisa blanca perfectamente planchada y una cazadora oscura. Una cadena de oro brillaba en su garganta.
Simon casi se atragantó con la sangre que estaba bebiendo. Tragó con dificultad, sin dejar de mirarle con asombro.
—Tú… tú no puedes estar aquí.
La sonrisa de Raphael se las compuso de algún modo para dar la impresión de que le asomaban los colmillos, incluso a pesar de que no era así.
—No te dejes llevar por el pánico, vampiro diurno.
—No me estoy dejando llevar por el pánico.
No era estrictamente cierto. Simon se sentía como si se hubiese tragado algo afilado. No había visto a Raphael desde la noche en que se había desenterrado a sí mismo con las manos, ensangrentado y magullado, fuera de la sepultura cavada a toda prisa en Queens. Todavía recordaba a Raphael arrojándole paquetes de sangre de animal, y el modo en que los había desgarrado con los dientes como si él mismo fuese un animal. No era algo que le gustase recordar. Le habría encantado no volver a ver al joven vampiro nunca más.
—El sol todavía sigue en el cielo. ¿Cómo es que estás aquí?
—No estoy aquí. —La voz de Raphael era suave como la mantequilla—. Soy una proyección. Mira. —Balanceó la mano, pasándola a través de la pared de piedra que tenía al lado—. Soy como humo. No puedo hacerte daño. Desde luego, tampoco tú puedes hacerme daño.
—No quiero hacerte daño. —Simon depositó el frasco sobre el camastro—. Lo que sí quiero saber es qué estás haciendo aquí.
—Abandonaste Nueva York muy repentinamente, vampiro diurno. Sabes que se supone que tienes que informar al vampiro jefe de tu zona cuando abandonas la ciudad, ¿verdad?
—¿Vampiro jefe? ¿Te refieres a ti? Pensaba que el vampiro jefe era otra persona…
—Camille no ha regresado aún junto a nosotros —dijo Raphael sin ninguna emoción aparente—. Yo estoy al frente en su lugar. Sabrías todo esto si te hubieses molestado en familiarizarte con las leyes de los de tu especie.
—Mi partida de Nueva York no fue exactamente planeada de antemano. Y no te ofendas, pero en realidad no pienso en vosotros como los de mi especie.
—Dios. —Raphael bajó los ojos, como ocultando su diversión—. Eres tozudo.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Parece evidente, ¿no es así?
—Me refiero… —La garganta de Simon se bloqueó—. Esa palabra. Tú puedes decirla, y yo no puedo…
«Dios.»
Los ojos de Raphael se alzaron veloces hacia el techo; no parecía divertido.
—La edad —respondió—. Y la práctica. Y la ge, o su pérdida… son en cierto sentido la misma cosa. Aprenderás con el tiempo, pequeño polluelo.
—No me llames así.
—Pero es lo que eres. Eres Hijo de la Noche. ¿No es por eso por lo que Valentine te capturó y tomó tu sangre? ¿Debido a lo que eres?
—Pareces muy bien informado —dijo Simon—. Quizás deberías contármelo tú.
Los ojos de Raphael se entornaron.
—También oí un rumor sobre que bebiste la sangre de un cazador de sombras y que eso es lo que te dio tu don, tu capacidad para pasear bajo la luz del sol. ¿Es cierto?
A Simon se le erizaron los cabellos.
—Eso es ridículo. Si la sangre de un cazador de sombras pudiera proporcionar a los vampiros la capacidad de pasear bajo la luz del día, todo el mundo lo sabría a estas alturas. La sangre de nefilim estaría de lo más solicitada. Y jamás existiría paz entre vampiros y cazadores de sombras después de eso. Así que es bueno que no sea cierto.
Una tenue sonrisa curvó las comisuras de los labios de Raphael.
—Sí. Hablando de cosas difíciles de conseguir, ¿te das cuenta, verdad, vampiro diurno, de que eres una mercancía valiosa ahora? No hay un subterráneo en esta tierra que no quiera ponerte las manos encima.
—¿Te incluye eso a ti?
—Por supuesto.
—¿Y qué harías si me pusieses las manos encima?
Raphael se encogió de hombros.
—Quizá sea yo el único que piense que la capacidad para deambular a la luz del día podría no ser el don que otros vampiros creen. Somos Hijos de la Noche por un motivo. Es posible que te considere tan abominable como la humanidad me considera a mí.
—¿Ah, sí?
—Quizá. —La expresión de Raphael era neutral—. Creo que eres un peligro para todos nosotros. Un peligro para la raza de los vampiros, si quieres. Y no puedes permanecer en esta celda eternamente, vampiro diurno. Al final tendrás que salir y volver a enfrentarte al mundo. Enfrentarte a mí de nuevo. Pero te diré algo. Juro no hacerte daño y no intentar encontrarte si tú, por tu parte, juras ocultarte lejos una vez que Aldertree te libere. Si juras marchar tan lejos que nadie pueda encontrarte jamás y no volver a ponerte en contacto con nadie que conocieses en tu vida mortal. No puedo ofrecerte más que eso.
Pero Simon negaba ya con la cabeza.
—No puedo abandonar a mi familia. O a Clary.
Raphael emitió un ruidito irritado.
—Ellos ya no forman parte de lo que eres. Ahora eres un vampiro.
—Pero no quiero serlo —dijo Simon.
—Mírate, quejándote —replicó Raphael—. Jamás enfermarás, jamás morirás, y serás fuerte y joven eternamente. Nunca envejecerás. ¿De qué te quejas?
«Eternamente joven», pensó Simon. Sonaba bien, pero ¿quería alguien realmente tener dieciséis años eternamente? Una cosa habría sido quedar congelado para siempre en los veintiuno, pero ¿dieciséis? ¿Ser siempre tan desgarbado, no convertirse realmente en lo que tenía que ser, ni en el rostro ni en el cuerpo? Por no mencionar que, con aquel aspecto, jamás podría entrar en un bar y pedir una bebida alcohólica. Jamás. En toda la eternidad.
—Y ni siquiera tienes que renunciar al sol —añadió Raphael.
Simon no deseaba volver sobre aquello.
—Oí a los otros hablando sobre ti en el Dumort —dijo—. Sé que te pones una cruz cada domingo y vas a ver a tu familia. Apuesto a que ellos ni siquiera saben que eres un vampiro. Así que no me pidas que deje atrás a toda la gente de mi vida. No lo haré, y no mentiré prometiéndote lo contrario.
Los ojos de Raphael centellearon.
—Lo que mi familia crea no importa. Es lo que yo creo. Lo que yo sé. Un auténtico vampiro sabe que está muerto. Acepta su muerte. Pero tú crees que todavía eres uno de los vivos. Es eso lo que te vuelve peligroso. No eres capaz de reconocer que no estás vivo.
El sol se ponía cuando Clary cerró la puerta de casa de Amatis tras ella y corrió los cerrojos. Se recostó en la puerta durante un largo rato en la entrada en sombras, con los ojos entrecerrados. El agotamiento embargaba cada una de sus extremidades, y las piernas le dolían terriblemente.
—¿Clary? —La voz insistente de Amatis hendió el silencio—. ¿Eres tú?
Clary permaneció donde estaba, a la deriva en la tranquilizante oscuridad tras sus ojos cerrados. Deseaba terriblemente estar en casa, casi podía paladear el aire metálico de las calles de Brooklyn. Podía ver a su madre sentada en su silla junto a la ventana, con la luz polvorienta de un amarillo pálido penetrando por las ventanas abiertas del apartamento., iluminando la tela mientras pintaba. La añoranza del hogar se retorció en sus entrañas como una punzada de dolor.
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