Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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—¿Por qué no hablamos sobre tu vida amorosa? —contraatacó Clary—. ¿Qué hay de ti y Alec?

—Alec se niega a admitir que tenemos una relación, y por lo tanto yo me niego a hacerle caso. Me envió un mensaje de fuego pidiéndome un favor el otro día. Iba dirigido al «Brujo Bane», como si yo fuese un perfecto desconocido. Sigue colgado de Jace, aunque esa relación nunca irá a ninguna parte. Un problema sobre el que imagino que tú no sabes nada…

—Vamos, cállate. —Clary observó a Magnus con desagrado—. Oye, si no descongelas a Sebastian, no podré irme de aquí y jamás conseguirás el Libro de los Blanco.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero ¿puedo pedirte algo? No le cuentes nada de lo que te acabo de explicar, sea amigo de los Lightwood o no. —Magnus chasqueó los dedos malhumorado.

El rostro de Sebastian cobró vida, igual que una cinta de video poniéndose de nuevo en marcha después de haber estado en pausa.

—… ayudarnos —dijo—. Esto no es un problema menor. Es cuestión de vida o muerte.

—Vosotros los nefilim pensáis que todos vuestros problemas son cuestiones de vida o muerte —replicó Magnus—. Ahora marchaos. Habéis empezado a aburrirme.

—Pero…

—Marchaos —dijo Magnus, adoptando un tono de voz peligroso.

Chispas azules centellearon en la punta de sus largos dedos, y de improviso apareció un olor repugnante en el aire, como a quemado. Los ojos felinos de Magnus refulgieron. Incluso a pesar de que sabía que era todo un número, Clary no pudo evitar retroceder.

—Creo que deberíamos irnos, Sebastian —dijo.

El muchacho entrecerró los ojos.

—Pero, Clary…

—Nos vamos —insistió ella, y, agarrándole del brazo, medio lo arrastró en dirección a Caminante .

Sebastian la siguió de mala gana, refunfuñando entre dientes. Con un suspiro de alivio, Clary echó una ojeada atrás por encima del hombro. Magnus estaba de pie en la entrada de la casita, con los brazos cruzados sobre el pecho. Trabando la mirada con ella, le sonrió y dejó caer un párpado en un solitario y centelleante guiño.

—Lo lamento, Clary.

Sebastian tenía una mano sobre el hombro de ella y la otra en su cintura mientras la ayudaba a montar en el amplio lomo de Caminante . Clary reprimió una vocecita dentro de su cabeza que le advertía de que no volviese a subir al caballo —a ningún caballo—y le permitió que la alzara. Pasó una pierna por encima y se acomodó en la silla, diciéndose que se mantenía en equilibrio sobre un enorme sofá en movimiento y no sobre una criatura viva que podría volver la cabeza y morderla en cualquier momento.

—¿Qué es lo que lamentas? —le preguntó mientras él montaba detrás de ella.

Resultaba casi irritante la facilidad con que montaba —como si danzara—, pero era reconfortante contemplarlo. Estaba claro que sabía lo que hacía, se dijo mientras él alargaba los brazos por delante de ella para tomar las riendas. Supuso que era bueno que uno de ellos lo supiese.

—Lo de Ragnor Fell. No esperaba que se mostrase tan reacio a ayudar. Aunque los brujos son caprichosos. Tú ya has conocido a uno, ¿verdad?

—Conocí a Magnus Bane.

Se volvió un momento para mirar más allá de Sebastian, hacia la casita que se perdía en la distancia detrás de ellos. El humo brotaba de la chimenea en forma de pequeñas figuras danzantes. ¿Magnuses danzantes? No pudo saberlo desde allí.

—Es el Gran Brujo de Brooklyn.

—¿Es muy parecido a Fell?

—Increíblemente similar. No te preocupes por Fell. Sabía que existía una posibilidad de que se negase a ayudarnos.

—Pero te prometí ayuda. —Sebastian parecía genuinamente disgustado—. Bueno, al menos hay algo más que puedo mostrarte, así el día no habrá sido una completa pérdida de tiempo.

—¿Qué es?

Volvió a retorcerse para alzar la mirada hacia él. El sol estaba alto en el cielo detrás del muchacho, y encendía los mechones de sus oscuros cabellos con un contorno de fuego.

—Ya lo verás —respondió Sebastian con una amplia sonrisa.

A medida que se alejaban más de Alacante, muros de verde follaje aparecían fugazmente en ambos lados, dejando paso de vez en cuando a panoramas de una belleza inverosímil: lagos de un azul escarcha, valles verdes, montañas grises, plateadas esquirlas de ríos y riachuelos flanqueados por orillas cubiertas de flores. Clary se preguntó cómo sería vivir en un lugar como aquél. No podía evitar sentirse nerviosa, casi desprotegida sin el abrigo de edificios altos cercándola.

Aunque no es que no hubiese ningún edificio. De vez en cuando el tejado de un gran edificio de piedra se alzaba ante la vista por encima de los árboles. Eran las casas solariegas, explicó Sebastian (gritándole al oído): las casas de campo de las familias adineradas de cazadores de sombras. A Clary le recordaban las antiguas mansiones enormes situadas a lo largo del río Hudson, al norte de Manhattan donde los neoyorquinos ricos habían veraneado hacía cientos de años.

La carretera a sus pies había pasado de grava a tierra. Clary fue sacada violentamente de su ensoñación cuando coronaron una colina y Sebastian detuvo en seco a Caminante .

—Aquí está —dijo.

Clary abrió los ojos de par en par. Lo que «estaba» era una derrumbada casa de piedra carbonizada y ennegrecida, reconocible sólo por el contorno como algo que en una ocasión había sido una casa: conservaba la estructura de una chimenea, que todavía señalaba hacia el cielo, y un pedazo de pared con una ventana sin cristal abierta en el centro. Crecía maleza entre los cimientos, verde en medio del negro.

—No entiendo —dijo ella—. ¿Por qué estamos aquí?

—¿No lo sabes? —preguntó Sebastian—. Aquí es donde vivían tu madre y tu padre. Donde nació tu hermano. Esto era la casa de los Fairchild.

No era la primera vez que Clary oía la voz de Hodge en su cabeza: «Valentine encendió una gran hoguera y se quemó así mismo junto con su familia, su esposa y su hijo. Dejó la tierra negra. Nadie quiere construir allí aún. Dicen que el lugar está maldito».

Sin decir nada más la muchacha se deslizó fuera del lomo del caballo. Oyó como Sebastian la llamaba, pero descendía ya, medio corriendo, medio resbalando, la baja colina. El terreno se nivelaba allí donde la casa se había alzado; las piedras ennegrecidas de lo que en una ocasión había sido un sendero yacían secas y agrietadas a sus pies. Por entre las malas hierbas pudo ver unos escalones que finalizaban abruptamente unos pocos centímetros por encima del suelo.

—Clary…

Sebastian la siguió a través de los hierbajos, pero ella apenas era consciente de su presencia. Girando en un lento círculo, lo asimiló todo. Árboles quemados y medio muertos. Lo que seguramente había sido un césped sombreado, extendiéndose a lo lejos por el declive de una colina. Pudo ver el tejado de lo que probablemente era otra casa solariega próxima a lo lejos, justo por encima de la línea de los árboles. El sol centelleaba en los pedazos rotos de cristal de la ventana en la única pared entera que seguía en pie. Penetró en las ruinas sobre una plataforma de piedras ennegrecidas. Pudo distinguir los contornos de habitaciones, algunas entradas; incluso una vitrina chamuscada, casi intacta, caída de costado con pedazos triturados de porcelana derramándose, mezclándose con la tierra negra.

En una ocasión aquello había sido una casa auténtica, habitada por personas vivas. Su madre había vivido allí, se había casado allí, había tenido un hijo allí. Y entonces Valentine había llegado y lo había convertido todo en polvo y cenizas, dejando que Jocelyn pensara que su hijo había muerto, induciéndola a ocultarle la verdad sobre el mundo a su hija…Una sensación de desgarradora tristeza invadió a Clary. Más de una vida había quedado destrozada en aquel lugar. Se llevó la mano al rostro y casi le sorprendió descubrir que estaba húmedo: había estado llorando sin darse cuenta.

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