Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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Una repentina punzada de odio hacia su padre recorrió a Clary.

—Bueno, Valentine no está aquí ahora.

—Clary… —Empezó a decir Jace, con una nota de advertencia en la voz: pero ella ya había alargado el brazo arriba y sacado de un violento tirón uno de los libros del estante prohibido, arrojándolo al suelo. Chocó contra él con un satisfactorio golpe sordo.

—¡Clary!

—¡Ah, vamos!

Volvió a hacerlo, derribando otro libro, y luego otro. Volutas de polvo se alzaban de las páginas a medida que chocaban contra el suelo.

—Ahora tú.

Jace la contempló durante un instante, y luego una media sonrisa asomó burlona en la comisura de su boca. Alzó el brazo, lo pasó por el estante y arrojó al suelo el resto de libros con un fuerte estrépito. Rió… y luego se interrumpió, alzando la cabeza, como un gato que irguiera las orejas ante un sonido distante.

—¿Oyes eso?

«Oír, ¿qué?», estuvo a punto de preguntar Clary, pero se contuvo. Sí que había un sonido, que aumentaba en intensidad: un runruneo y un chirrido agudos, como el sonido de una maquinaria poniéndose en marcha. El sonido parecía provenir del interior de la pared. Dio un involuntario paso atrás justo en el momento en que las piedras que tenían delante se deslizaban hacia atrás con un chillido quejoso y herrumbroso. Una abertura apareció tras las piedras: una especie de entrada, toscamente abierta en la pared.

Más allá de la entrada había una escalera que descendía a la oscuridad.

9

Esta sangre culpable

—No recordaba que aquí hubiese un sótano —dijo Jace, mirando más allá de Clary al agujero abierto en la pared.

Alzó la luz mágica, y su resplandor rebotó en el túnel que conducía hacia abajo. Las paredes eran negras y resbaladizas, construidas de una piedra lisa y oscura que Clary no reconoció. Los peldaños relucían como si estuviesen húmedos. Un olor extraño emergió a través de la abertura: frío y mohoso, con un raro matiz metálico que le puso los nervios de punta.

—¿Qué crees que podría haber ahí abajo?

—No lo sé.

Jace avanzó en dirección a la escalera; puso un pie sobre el peldaño superior para probarlo, y luego se encogió de hombros como si hubiese tomado una decisión. Empezó a descender los peldaños, moviéndose con cuidado. Descendió unos cuantos, volvió la cabeza y alzó los ojos hacia Clary.

—¿Vienes? Puedes esperarme aquí arriba si lo prefieres.

Ella echó un vistazo a la biblioteca vacía, se estremeció y avanzó presurosa tras él.

La escalera descendía girando sobre sí misma en círculos cada vez más cerrados, como si se estuviesen abriendo paso al interior de una enorme caracola. El olor se intensificó cuando llegaron al pie, y los peldaños se ensancharon finalizando en una gran habitación cuadrada cuyas paredes de piedra estaban surcadas con las marcas dejadas por la humedad… y otras manchas más oscuras. El suelo estaba lleno de marcas garabateadas: un revoltijo de pentagramas y runas con piedras blancas desperdigadas aquí y allá.

Jace dio un paso al frente y los pies aplastaron algo. Él y Clary miraron abajo al mismo tiempo.

—Huesos —susurró Clary.

No se trataba de piedras blancas después de todo, sino de huesos de todas las formas y tamaños desperdigados por el suelo.

—¿Qué debía de hacer él aquí abajo?

La luz mágica brillaba en la mano de Jace, proyectando su fantasmagórico resplandor sobre la habitación.

—Experimentos —contestó Jace en una voz seca y tensa—. La reina seelie dijo…

—¿Qué clase de huesos son éstos? —La voz de Clary se elevó—. ¿Son huesos de animales?

—No —Jace dio una patada a un montón de huesos que tenía a los pies, desperdigándolos—; no todos.

Clary sintió una opresión en el pecho.

—Creo que deberíamos regresar.

En lugar de eso Jace levantó la luz mágica que tenía en la mano. Llameó con fuerza y luego con mayor intensidad aún, iluminando el aire con un crudo fulgor blanco. Las esquinas más alejadas de la habitación quedaron claramente enfocadas. Tres de ellas estaban vacías. La cuarta quedaba tapada por una tela que colgaba. Había algo detrás de la tela, una forma jorobada…

—Jace —musitó Clary—. ¿Qué es eso?

Él no respondió. De pronto tenía un cuchillo serafín en la mano libre; Clary no sabía cuando lo había sacado, pero brillaba en la luz mágica como un cuchillo de hielo.

—Jace, no lo hagas —dijo, pero era demasiado tarde… el joven avanzó con zancadas decididas y dio un brusco tirón lateral a la tela con la punta del arma; luego la agarró y la lanzó al suelo con una violenta sacudida. Cayó en medio de una creciente nube de polvo.

Jace retrocedió tambaleante; la luz mágica se cayó de su mano. Mientras la refulgente luz caía, Clary captó una única visión fugaz de su rostro: era una blanca máscara de horror. La muchacha agarró la luz mágica antes de que pudiese apagarse y la alzó bien arriba, desesperada por ver qué podría haber conmocionado a Jace —al imperturbable Jace—hasta tal extremo.

Al principio todo lo que vio fue la forma de un hombre… un hombre envuelto en un sucio trapo blanco, acurrucado en el suelo. Unos grilletes le rodeaban muñecas y tobillos, sujetos a gruesas argollas clavadas en el suelo de piedra. «¿Cómo puede estar vivo?», pensó Clary, horrorizada, y sintió bilis ascendiéndole por la garganta. La piedra-runa le tembló en la mano, y la luz danzó a retazos sobre el prisionero. Vio unos brazos y piernas demacrados, desfigurados por todas partes con las señales de incontables torturas. Un rostro que era como una calavera se volvió hacia ella, con negras cuencas vacías allí donde deberían haber estado los ojos… y entonces se oyó un crujido seco, y advirtió que lo que había creído que era un trapo blanco en realidad eran unas alas, alas blancas elevándose tras su espalda en dos medias lunas de un blanco inmaculado, lo único inmaculado en aquella habitación inmunda.

Clary lanzó una exclamación.

—Jace. ¿Ves…?

—Lo veo. —Jace, de pie junto a ella, habló en una voz que se resquebrajó igual que cristal roto.

—Dijiste que no había ángeles; que nadie había visto jamás uno…

Jace musitaba algo entre dientes, una retahíla de imprecaciones aterrorizadas. Avanzó tambaleante hacia la criatura que yacía acurrucada en el suelo… y retrocedió, como si hubiese rebotado contra una pared invisible. Al mirar al suelo, Clary vio que el ángel estaba postrado dentro de un pentagrama hecho de runas conectadas talladas profundamente en el suelo; resplandecían con una tenue luz fosforescente.

—Las runas —susurró—. No podemos pasar al otro…

—Pero debe de haber algo… —dijo Jace; su voz casi se le quebraba—, algo que podamos hacer.

El ángel alzó la cabeza. Clary contempló con una piedad terrible y aturdida que tenía ensortijados cabellos rubios como los de Jace., que brillaban débilmente bajo la luz. Unos aros colgaban pegados a los huecos del cráneo. Sus ojos eran hoyos, su rostro estaba acuchillado de cicatrices, como una hermosa pintura destruida por vándalos. Mientras ella le miraba atónita, la boca del ser se abrió y un sonido brotó de su garganta… no fueron palabras sino una desgarradora música dorada, una única nota cantaría, mantenida y mantenida y mantenida tan aguda y dulce que el sonido era como dolor…

Una avalancha de imágenes se alzó ante los ojos de Clary. Ella seguía aferrando la piedra-runa, pero su luz había desaparecido; ella había desaparecido, ya no estaba allí sino en otra parte, donde las imágenes del pasado fluían ante ella en un sueño: fragmentos, colores, sonidos.

Estaba en una bodega, vacía y limpia; había una única runa garabateada en el suelo de piedra. Había un hombre de pie junto a la runa; sostenía un libro abierto en una mano y una llameante antorcha blanca en la otra. Cuando alzó la cabeza, Clary vio que era Valentine: mucho más joven, sin arrugas en el rostro, apuesto, sus oscuros ojos transparentes y brillantes. Mientras salmodiaba, la runa se encendió con una llamarada, y cuando las llamas se retiraron, una figura encogida yacía entre las cenizas: un ángel, con las alas extendidas y ensangrentadas, como una ave derribada del cielo de un disparo…

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